Comunicación/Educación

Textos de la Cátedra de Comunicación y Educación

Nombre: jorgehue
Ubicación: Argentina

01 abril 2006

Gilberto Giménez: Para una teoría de las identidades sociales

En Revista Frontera Norte, Volumen 9, No. 18, 1997

Resumen

Aunque los lineamientos básicos de una teoría de la identidad ya se encuentra en filigrana en los clásicos, su reactivación reciente coincide, en el plano teórico, con la revalorización de la “agency” (“retorno del sujeto”), y en el plano político, con la proliferación de los movimientos sociales y la reafirmación de los particularismos étnicos frente a la globalización y a la crisis del Estado-nacional. Esta teoría se encuentra desigualmente elaborada en las distintas ciencias sociales, pero de modo general gira en torno a la idea de una distintividad cualitativa socialmente situada y basada en tres criterios básicos: una red de pertenencias sociales (identidad de rol o de pertenencia), un sistema de atributos distintivos (identidad “caracteriológica”) y la narrativa de una biografía incanjeable (“identidad íntima” o identidad biográfica) o de una memoria colectiva. Así concebida, la identidad tiene un carácter no sólo descriptivo, sino explicativo, y ha revelado sus virtudes heurísticas contribuyendo a revitalizar diferentes campos de estudios, entre ellos los referentes a los problemas fronterizos y a las migraciones internacionales.

1. Introducción

Comencemos señalando una paradoja: la aparición del concepto de identidad en las ciencias sociales es relativamente reciente, hasta el punto de que resulta difícil encontrarlo entre los títulos de una bibliografía antes de 1968. Sin embargo, los elementos centrales de este concepto ya se encontraban –en filigrana y bajo formas equivalentes– en la tradición socioantropológica desde los clásicos (Pollini, 1987). ¿Qué es lo que explica, entonces, su tematización explícita cada vez más frecuente en los dos últimos decenios, durante los cuales se han ido multiplicando exponencialmente los artículos, libros y seminarios que tratan explícitamente de identidad cultural, de identidad social o, simplemente, de identidad (tema de un seminario de Levi-Strauss entre 1974 y 1975, y de un libro clásico de Loredana Sciolla publicado en 1983)?.
Partiendo de la idea de que los nuevos objetos de estudio no nos caen del cielo, J. W. Lapierre sostiene que el tópico de la identidad ha sido impuesto inicialmente a la atención de los estudiosos en ciencias sociales por la emergencia de los movimientos sociales que han tomado por pretexto la identidad de un grupo (étnico, regionales, etc.) o de una categoría social (movimientos feministas, por ejemplo) para cuestionar una relación de dominación o reivindicar su autonomía.

En los diferentes puntos del mundo, los movimientos de minorías étnicas o lingüísticas han suscitado interrogaciones o investigaciones sobre la persistencia y el desarrollo de las identidades culturales. Algunos de estos movimientos son muy antiguos (piénsese, por ejemplo, en los kurdos). Pero sólo han llegado a imponerse en el campo de la problemática de las ciencias sociales en cierto momento de su dinamismo que coincide, por cierto, con la crisis del Estado-nación y de su soberanía atacada simultáneamente desde arriba (el poder de las firmas multinacionales y la dominación hegemónica de las grandes potenciales) y desde abajo (las reivindicaciones regionalistas y los particularismos culturales). (Lapierre, 1984, p. 197).

Las nuevas problemáticas últimamente introducidas por la dialéctica entre globalización y neolocalismos, por la transnacionalización de las franjas fronterizas y, sobre todo, por los grandes flujos migratorios que han terminado por transplantar el “mundo subdesarrollado” en el corazón de las “naciones desarrolladas”, lejos de haber cancelado o desplazado el paradigma de la identidad, parecen haber contribuido más bien a reforzar su pertinencia y operacionalidad como instrumento de análisis teórico y empírico.
En lo que sigue nos proponemos un objetivo limitado y preciso: reconstruir –mediante un ensayo de homologación y de síntesis– los lineamientos centrales de la teoría de la identidad, a partir de los desarrollos parciales y desiguales de esta teorías esencialmente interdisciplinaria en las diferentes disciplinas sociales, particularmente en la sociología, la antropología y la psicología social. Creemos que de este modo se puede sortear, al menos parcialmente, la anarquía reinante en cuanto a los usos del término “identidad”, así como el caos terminológico que habitualmente le sirve de cortejo.

2. Identidad como distinguibilidad

Nuestra propuesta inicial es situar la problemática de la identidad en la intersección de una teoría de la cultura y de una teoría de los actores sociales (“agency”). O más precisamente, concebir la identidad como elemento de una teoría de la cultura distintivamente internalizada como “habitus” (Bourdieu, 1979, pp. 3-6) o como “representaciones sociales” (Abric, 1994, p. 16) por los actores sociales, sean estos individuales o colectivos. De este modo, la identidad no sería más que el lado subjetivo de la cultura considerada bajo el ángulo de su función distintiva.
Por eso, la vía más expedita para adentrarse en la problemática de la identidad quizás sea la que parte de la idea misma de distinguibilidad.
En efecto, la identidad se atribuye siempre en primera instancia a una unidad distinguible, cualquier que ésta sea (una roca, un árbol, un individuo o un grupo social). “En la teoría filosófica” –dice D. Heinrich–, “la identidad es un predicado que tiene una función particular; por medio de él una cosa u objeto particular se distingue como tal de las demás de su misma especie” (Habermas, 1987, II, p. 145).
Ahora bien, hay que advertir de inmediato que existe una diferencia capital entre la distinguibilidad de las cosas y la distinguibilidad de las personas. Las cosas sólo pueden ser distinguidas, definidas, categorizadas y nombradas a partir de rasgos objetivos observables desde el punto de vista del observador externo, que es el de la tercera persona. Tratándose de personas, en cambio, la posibilidad de distinguirse de los demás también tiene que ser reconocida por los demás en contextos de interacción y de comunicación, lo que requiere una “intersubjetividad lingüística” que moviliza tanto la primera persona (el hablante) como la segunda (el interpelado, el interlocutor) (Habermas, 1987, II, p. 144). Dicho de otro modo, las personas no sólo están investidas de una identidad numérica, como las cosas, sino también –como se verá enseguida– de una identidad cualitativa que se forma, se mantiene y se manifiesta en y por los procesos de interacción y comunicación social (Habermas, 1987, II, p. 145).[1]
En suma, no basta que las personas se perciban como distintas bajo algún aspecto; también tienen que ser percibidas y reconocidas como tales. Toda identidad (individual o colectiva) requiere la sanción del reconocimiento social para que exista social y públicamente [2].

2.1. Una tipología elemental
Situándose en esta perspectiva de polaridad entre autorreconocimiento y heterorreconocimiento –a su vez articulada según la doble dimensión de la identificación (capacidad del actor de afirmar la propia continuidad y permanencia y de hacerlas reconocer por otros) y de la afirmación de la diferencia (capacidad de distinguirse de otros y de lograr el reconocimiento de esta diferencia)–, Alberto Melucci (1991, pp. 40-42) elabora una tipología elemental que distingue analíticamente cuatro posibles configuraciones identitarias:
1) identidades segregadas, cuando el actor se identifica y afirma su diferencia independientemente de todo reconocimiento por parte de otros;[3]
2) identidades heterodirigidas, cuando el actor es identificado y reconocido como diferente por los demás, pero él mismo posee una débil capacidad de reconocimiento autónomo;[4]
3) identidades etiquetadas, cuando el actor se autoidentifica en forma autónoma, aunque su diversidad ha sido fijada por otros;[5]
4) identidades desviantes, en cuyo caso

existe una adhesión completa a las normas y modelos de comportamiento que proceden de afuera, de los demás; pero la imposibilidad de ponerlas en práctica nos induce a rechazarlos mediante la exasperación de nuestra diversidad (p. 42).[6]

Esta tipología de Melucci revista gran interés, no tanto por su relevancia empírica, sino porque ilustra como la identidad de un determinado actor social resulta, en un momento dado, de una especie de transacción entre auto y heterorreconocimiento. La identidad concreta se manifiesta, entonces, bajo configuraciones que varían según la presencia y la intensidad de los polos que la constituyen. De aquí se infiere que, propiamente hablando, la identidad no es una esencia, un atributo o una propiedad intrínseca del sujeto, sino que tiene un carácter intersubjetivo y relacional. Es la autopercepción de un sujeto en relación con los otros; a los que corresponde, a su vez, el reconocimiento y la “aprobación” de los otros sujetos. En suma, la identidad de un actor social emerge y se afirma sólo en la confrontación con otras identidades en el proceso de interacción social, la cual frecuentemente implica relación desigual y, por ende, luchas y contradicciones.

2.2. Una distinguibilidad cualitativa
Dejamos dicho que la identidad de las personas implica una distinguibilidad cualitativa (y no sólo numérica) que se revela, se afirma y se reconoce en los contextos pertinentes de interacción y comunicación social. Ahora bien, la idea misma de “distinguibilidad” supone la presencia de elementos, marcas, características o rasgos distintivos que definen de algún modo la especificidad, la unicidad o la no sustituibilidad de la unidad considerada. ¿Cuáles son esos elementos diferenciadores o diacríticos en el caso de la identidad de las personas?
Las investigaciones realizadas hasta ahora destacan tres series de elementos:
1) la pertenencia a una pluralidad de colectivos (categorías, grupos, redes y grandes colectividades)
2) la presencia de un conjunto de atributos idiosincráticos o relacionales, y
3) una narrativa biográfica que recoge la historia de vida y la trayectoria social de la persona considerada.
Por lo tanto, el individuo se ve a sí mismo –y es reconocido– como “perteneciendo” a una serie de colectivos, como “siendo” una serie de atributos y como “cargando” un pasado biográfico incanjeable e irrenunciable.

2.2.1. La pertenencia social
La tradición sociológica ha establecido sólidamente la tesis de que la identidad del individuo se define principalmente –aunque no exclusivamente– por la pluralidad de sus pertenencias sociales. Así, por ejemplo, desde el punto de vista de la personalidad individual se puede decir que

el hombre moderno pertenece en primera instancia a la familia de sus progenitores; luego, a la fundada por él mismo, y por lo tanto, también a la de su mujer; por último, a su profesión, que ya de por sí lo inserta frecuentemente en numerosos círculos de intereses [...]. Además, tiene conciencia de ser ciudadano de un Estado y de pertenecer a un determinado estrato social. Por otra parte, puede ser oficial de reserva, pertenecer a un par de asociaciones y poseer relaciones sociales conectadas, a su vez, con los más variados círculos sociales... (G. Simmel, citado por Pollini, 1987, p. 32).

Pues bien, esta pluralidad de pertenencias, lejos de eclipsar la identidad personal, es precisamente la que la define y constituye. Más aún, según G. Simmel debe postularse una correlación positiva entre el desarrollo de la identidad del individuo y la amplitud de sus círculos de pertenencia (Pollini, 1987, p. 33). Es decir, cuanto más amplios son los círculos sociales de los que se es miembro, tanto más se refuerza y se refina la identidad personal.
¿Pero qué significa la pertenencia social? Implica la inclusión de la personalidad individual en una colectividad hacia la cual se experimenta un sentimiento de lealtad. Esta inclusión se realiza generalmente mediante la asunción de algún rol dentro de la colectividad considerada (v.g., el rol de simple fiel dentro de una Iglesia cristiana, con todas las expectativas de comportamiento anexas al mismo); pero sobre todo mediante la apropiación e interiorización al menos parcial del complejo simbólico-cultural que funge como emblema de la colectividad en cuestión (v.g., el credo y los símbolos centrales de una Iglesia cristiana) (Pollini, 1990, p. 186). De donde se sigue que el estatus de pertenencia tiene que ver fundamentalmente con la dimensión simbólico-cultural de las relaciones e interacciones sociales.
Falta añadir una consideración capital: la pertenencia social reviste diferentes grados, que pueden ir de la membresía meramente nominal y periférica a la membresía militante e incluso conformista, y no excluye por sí misma la posibilidad del disenso. En efecto, la pertenencia categorial no induce necesariamente la despersonalización y la uniformización de los miembros del grupo. Más aún, la pertenencia puede incluso favorecer, en ciertas condiciones y en función de ciertas variables, la afirmación de las especificidades individuales de los miembros (Lorenzi-Gioldi, 1988, p. 19). Algunos autores llaman “identización” a esta búsqueda, por parte del individuo, de cierto margen de autonomía con respecto a su propio grupo de pertenencia (Tap, 1980).
Ahora bien, ¿cuáles son, en términos más concretos, los colectivos a los que un individuo puede pertenecer?
Propiamente hablando y en sentido estricto, se puede pertenecer –y manifestar lealtad– sólo a los grupos y a las colectividades definidas a la manera de Merton (1965, pp. 240-249).[7] Pero en un sentido más lato y flexible también se puede pertenecer a determinadas “redes” sociales (network), definidas como relaciones de interacción coyunturalmente actualizadas por los individuos que las constituyen,[8] y a determinadas “categorías sociales”, en el sentido más bien estadístico del término.[9] Las “redes de interacción tendrían particular relevancia en el contexto urbano (Guidicini, 1985, p. 48). Por lo que toca a la pertenencia categorial –v.g., ser mujer, maestro, clasemediero, yuppie–, sabemos que desempeña un papel fundamental en la definición de algunas identidades sociales (por ejemplo, la identidad de género), debido a las representaciones y estereotipos que se le asocian.[10]
La tesis de que la pertenencia a un grupo o a una comunidad implica compartir el complejo simbólico-cultural que funciona como emblema de los mismos no permite reconceptualizar dicho complejo en términos de “representaciones sociales”. Entonces, diremos que pertenecer a un grupo o a una comunidad implica compartir –al menos parcialmente– el núcleo de representaciones sociales que los caracteriza y define. El concepto de “representación social” ha sido elaborado por la escuela europea de psicología social (Jodelet, 1989, p. 32) recuperando y operacionalizando un término de Durkheim por mucho tiempo olvidado. Se trata de construcciones sociocognitivas propias del pensamiento ingenuo o del “sentido común”, que pueden definirse como “conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes a propósito de un objeto determinado” (Abric, 1994, p. 19). Las representaciones sociales serían, entonces, “una forma de conocimiento socialmente elaborado y compartido, y orientada a la práctica, que contribuye a la construcción de una realidad común a un conjunto social” (Jodelet, 1989, p. 36).[11] Las representaciones sociales así definidas –siempre socialmente contextualizadas e internamente estructuradas– sirven como marcos de percepción y de interpretación de la realidad, y también como guías de los comportamientos y prácticas de los agentes sociales. De este modo los psicólogos sociales han podido confirmar una antigua convicción de los etnólogos y de los sociólogos del conocimiento: los hombres piensan, sienten y ven las cosas desde el punto de vista de su grupo de pertenencia o de referencia.
Pero las representaciones sociales también definen la identidad y la especificidad de los grupos. Ellas

tienen también por función situar a los individuos y a los grupos en el campo social (...), permitiendo de este modo la elaboración de una identidad social y personal gratificante, es decir, compatible con sistemas de normas y de valores social e históricamente determinados (Mugny y Carugati, 1985, p. 183).

Ahora estamos en condiciones de precisar de modo más riguroso en qué sentido la pertenencia social es uno de los criterios básicos de “distinguibilidad” de las personas: en el sentido de que a través de ella los individuos internalizan en forma idiosincrática e individualizada las representaciones sociales propias de sus grupos de pertenencia o de referencia. Esta afirmación nos permitirá más adelante comprender mejor la relación dialéctica entre identidades individuales e identidades colectivas.

2.2.2. Atributos identificadores
Además de la referencia a sus categorizaciones y círculos de pertenencia, las personas también se distinguen –y son distinguidas– por una determinada configuración de atributos considerados como aspectos de su identidad. “Se trata de un conjunto de características tales como disposiciones, hábitos, tendencias, actitudes o capacidades, a lo que se añade lo relativo de la imagen del propio cuerpo” (Lipiansky, 1992, p. 122).
Algunos de esos atributos tienen una significación preferentemente individual y funcionan como “rasgos de personalidad” (v.g. inteligente, perseverante, imaginativo...) mientras que otros tienen una significación preferentemente relacional, en el sentido de que denotan rasgos o características de socialidad (v.g. toterante, amable, comprensivo, sentimental...).
Sin embargo, todos los atributos son materia social: “Incluso ciertos atributos puramente biológicos son atributos sociales, pues no es lo mismo ser negro en una ciudad estadounidense que serlo en Zaire...” (Pérez-Agote, 1986, p. 78).
Muchos atributos derivan de las pertenencias categoriales o sociales de los individuos, razón por la cual tienden a ser a la vez estereotipos ligados a prejuicios sociales con respecto a determinadas categorías o grupos. En Estados Unidos, por ejemplo, las mujeres negras son percibidas como agresivas y dominantes; los hombres negros como sumisos, dóciles y no productivos; y las familias negras como matriarcales y patológicas. Cuando el estereotipo es despreciativo, infamante y discriminatorio, se convierte en estigma, es decir, una forma de categorización social que fija atributos profundamente desacreditadores (Goffman, 1986).
Según los psicólogos sociales, los atributos derivan de la percepción –o de la impresión global– que tenemos de las personas en los procesos de interacción social: manifiestan un carácter selectivo, estructurado y totalizante; y superponen “teorías implícitas de la personalidad” –variables en el tiempo y en el espacio– que sólo son una manifestación más de las representaciones sociales propias del sentido común (Palcheler, 1984, p. 277).

2.2.3. Narrativa biográfica: historias de vida
En una dimensión más profunda, la distinguibilidad de las personas remite a la revelación de una biografía incanjeable, relatada en forma de “historia de vida”. Es lo que algunos autores denominan identidad biográfica (Pizzorno, 1989, p. 318) o tambien identidad íntima (Lipiansky, 1992, p. 121). Esta dimensión de la identidad también requiere como marco el intercambio interpersonal. En efecto, en ciertos casos este progresa poco a poco a partir de ámbitos superficiales hacia capas más profundas de la personalidad de los actores sociales, hasta llegar al nivel de las llamadas “relaciones íntimas”, de las que las “relaciones amorosas” sólo constituyen un caso particular (Brehm, 1984, p. 169). Es precisamente en este nivel de intimidad donde suele producirse la llamada “autorrevelación” recíproca (entre conocidos, camaradas, amigos o amantes), por lo que al requerimiento de un conocimiento más profundo (“dime quién eres, no conozco tu pasado”) se responde con una narrativa autobiográfica de tono confidencial (self-narration). Esta “narrativa” configura o, mejor dicho, reconfigura una serie de actos y trayectorias personales el pasado para conferirle un sentido.
En el proceso de intercambio interpersonal, mi contraparte puede reconocer y apreciar en diferentes grados mi “narrativa personal”. Incluso puede reinterpretarla y hasta rechazarla y condenarla. Pues, como dice Pizzorno,

en mayor medida que las identidades asignadas por el sistema de roles o por algún tipo de colectividad, la identidad biográfica es múltiple y variable. Cada uno de los que dicen conocerme selecciona diferentes eventos que nunca ocurrieron. E incluso, cuando han sido verdaderos, su relevancia puede ser evaluada de diferentes maneras, hasta el punto de que los reconocimientos que a partir de allí se me brindan pueden llegar a ser irreconocibles para mí mismo (Pizzorno, 1989, p. 318).

En esta especie de transacción entre mi autonarrativa personal y el reconocimiento de la misma por parte de mis interlocutores, sigue desempeñando un papel importante el filtro de las representaciones sociales, como, por ejemplo, la “ilusión biográfica”, que consiste en atribuir coherencia y orientación intencional a la propia vida, “según el postulado del sentido de la existencia narrada (e implícitamente de toda la existencia)” (Bourdieu, 1986, p. 69): la autocensura espontánea de experiencias dolorosas y traumatizantes, y la propensión a hacer coincidir el relato con las normas de la moral corriente (es decir, con un conjunto de reglas y de imperativos generadores de sanciones y censuras específicas) (Pollak, 1986)

Producir una historia de vida, tratar la vida como una historia, es decir, como el relato coherente de una secuencia significante y orientada de acontecimientos, equivale posiblemente a ceder a una ilusión retórica, a una representación común de la existencia a la que toda una tradición literaria no ha dejado y no deja de reforzar (Bordieu, 1986, p. 70).

2.3 ¿Y las identidades colectivas?
Hasta aquí hemos considerado la identidad principalmente desde el punto de vista de las personas individuales, y la hemos definido como una distinguibilidad cualitativa y específica basada en tres series de factores discriminantes: una red de pertenencias sociales (identidad de pertenencia, identidad categorial o identidad de rol), una serie de atributos (identidad caracteriológica) y una narrativa personal (identidad biográfica). Hemos visto cómo en todos los casos las representaciones sociales desempeñan un papel estratégico y definitorio, por lo que podríamos definir también a la identidad personal como la representación –intersubjetivamente reconocida y “sancionada”– que tienen las personas de sus círculos de pertenencia, de sus atributos personales y de su biografía irrepetible e incanjeable.
¿Pero podemos hablar también, en sentido propio, de identidades colectivas? Este concepto parece presentar de entrada cierta dificultad derivada de la famosa aporía sociológica que consiste en la tendencia a hipostasiar los colectivos. Por eso algunos autores sostienen abiertamente que el concepto de identidad sólo puede concebirse como atributo de un sujeto individual. Así, según P. Berger “no es aconsejable hablar de ´identidad colectiva´ a causa del peligro de hipostatización falsa (o ´reificadora´)” (Berger, 1982, p. 363).
Sin embargo, se puede hablar en sentido propio de identidades colectivas si es posible concebir actores colectivos propiamente dichos, sin necesidad de hipostasiarlos ni de considerarlos como entidades independientes de los individuos que los constituyen. Tales son los grupos (organizados o no) y las colectividades en el sentido de Merton. Tale grupos (v.g., minorías étnicas y raciales, movimientos sociales, partidos políticos y asociaciones varias...) y colectividades (v.g., una nación) no pueden considerarse como simples agregados de individuos (en cuyo caso la identidad colectiva sería también un simple agregado de identidades individuales), pero tampoco como entidades abusivamente personificadas que trascienden a los individuos que los constituyen (lo que implicaría la hipostatización de la identidad colectiva).
Se trata más bien de identidades relacionales que se presentan como totalidades diferentes de los individuos que las componen y que en cuanto tales obedecen a procesos y mecanismos específicos (Lipiansky, 1992, p. 88). Dichas entidades relacionales están constituidas por individuos vinculados entre sí por un común sentimiento de pertenencia, lo que implica, como se ha visto, compartir un núcleo de símbolos y representaciones sociales y, por lo mismo, una orientación común a la acción. Además, se comportan como verdaderos actores colectivos capaces de pensar, hablar y operar a través de sus miembros o de sus representantes, según el conocido mecanismo de la delegación (real o supuesta).[12] En efecto, un individuo determinado puede interactuar con otros en nombre propio, sobre bases idiosincráticas, o también en cuanto miembro o representante de uno de sus grupos de pertenencia.

La identidad colectiva –dice Pizzorno– es la que me permite conferir el significado a una determinada acción en cuanto realizada por un francés, un árabe, un pentecostal, un socialista, un fanático del Liverpool, un fan de Madonna, un miembro del clan de los Corleoni, un ecologista, un kuwaití, u otros. Un socialista puede ser también cartero o hijo de un amigo mío, pero algunas de sus acciones sólo las puedo comprender porque es socialista (Pizzorno, 1989, p. 318)

Con excepción de los rasgos propiamente psicológicos o de personalidad atribuibles exclusivamente al sujeto-persona, los elementos centrales de la identidad –como la capacidad de distinguirse y ser distinguido de otros grupos, de definir los propios límites, de generar símbolos y representaciones sociales específicos y distintivos, de configurar y reconfigurar el pasado del grupo como una memoria colectiva compartida por sus miembros (paralela a la memoria biográfica constitutiva de las identidades individuales) e incluso de reconocer ciertos atributos como propios y característicos– también pueden explicarse perfectamente al sujeto-grupo o, si se prefiere, al sujeto-actor colectivo.
Por lo demás, conviene resaltar la relación dialéctica existente entre identidad personal e identidad colectiva. En general, la identidad colectiva debe concebirse como una zona de la identidad personal, si es verdad que ésta se define en primer lugar por las relaciones de pertenencia a múltiples colectivos ya dotados de identidad propia en virtud de un núcleo distintivo de representaciones sociales, como serían, por ejemplo, la ideología y el programa de un partido político determinado. No dice otra cosa Carlos Barbé en el siguiente texto:

Las representaciones sociales referentes a las identidades de clase, por ejemplo, se dan dentro de la psique de cada individuo. Tal es la lógica de las representaciones y, por lo tanto, de las identidades por ellas formadas (Barbé, 1985, p. 275).

No está de más, finalmente, enumerar algunas proposiciones axiomáticas en torno a las identidades colectivas, con el objeto de prevenir malentendidos.
1) Sus condiciones sociales de posibilidad son las mismas que las que condicionan la formación de todo grupo social: la proximidad de los agentes individuales en el espacio social.[13]
2) La formación de las identidades colectivas no implica en absoluto que éstas se hallen vinculadas a la existencia de un grupo organizado.
3) Existe una “distinción inadecuada” entre agentes colectivos e identidades colectivas, en la medida en que éstas sólo constituyen la dimensión subjetiva de los primeros, y no su expresión exhaustiva. Por lo tanto, la identidad colectiva no es sinónimo de actor social.
4) No todos los actores de una acción colectiva comparten unívocamente y en el mismo grado las representaciones sociales que definen subjetivamente la identidad colectiva de su grupo de pertenencia.[14]
5) Frecuentemente las identidades colectivas constituyen uno de los prerrequisitos de la acción colectiva. Pero de aquí no se infiere que toda identidad colectiva genere siempre una acción colectiva, ni que ésta tenga siempre por fuente obligada una identidad colectiva.[15]
6) Las identidades colectivas no tienen necesariamente por efecto la despersonalización y la uniformización de los comportamientos individuales (salvo en el caso de las llamadas “instituciones totales, como un monasterio o una institución carcelaria).[16]

3. La identidad como persistencia en el tiempo

Otra característica fundamental de la identidad –sea ésta personal o colectiva– es su capacidad de perdurar –aunque sea imaginariamente– en el tiempo y en el espacio. Esto quiere decir que la identidad implica la percepción de ser idéntico a sí mismo a través del tiempo, del espacio y de la diversidad de las situaciones. Si anteriormente la identidad se nos aparecía como distinguibilidad y diferencia, ahora se nos presenta (tautológicamente) como igualdad o coincidencia consigo mismo. De aquí derivan la relativa estabilidad y consistencia que suelen asociarse a la identidad, así como también la atribución de responsabilidad a los actores sociales y la relativa previsibilidad de los comportamientos.[17]
También esta dimensión de la identidad remite a un contexto de interacción. En efecto,

también los otros esperan de nosotros que seamos estables y constantes en la identidad que manifestamos; que nos mantengamos conformes a la imagen que proyectamos habitualmente de nosotros mismos (de aquí el valor peyorativo asociado a calificativos tales como inconstante, versátil, cambiadizo, inconsistente, “camaleón”, etc.); y los otros están siempre listos para “llamarnos al orden”, para comprometernos a respetar nuestra identidad (Lipiansky, 1992, p. 43).

Pero más allá de permanencia, habría que hablar de continuidad en el cambio, en el sentido de que la identidad a la que nos referimos es la que corresponde a un proceso evolutivo,[18] y no a una constancia sustancial. Hemos de decir, entonces, que es más bien la dialéctica entre permanencia y cambio, entre continuidad y discontinuidad, la que caracteriza por igual a las identidades personales y a las colectivas. Éstas se mantienen y duran adaptándose al entorno y recomponiéndose incesantemente, sin dejar de ser las mismas. Se trata de un proceso siempre abierto y, por ende, nunca definitivo ni acabado.
Debe situarse en esta perspectiva la tesis de Fredrik Barth (1976), según la cual la identidad se define primariamente por la continuidad de sus límites, es decir, por sus diferencias, y no tanto por el contenido cultural que en un momento determinado marca simbólicamente dichos límites o diferencias. Por lo tanto, las características culturales de un grupo pueden transformarse con el tiempo sin que se altere su identidad. O, dicho en términos de George de Vos (1982, XII), pueden variar los “emblemas de contraste” sin que se altere su identidad. Esta tesis impide extraer conclusiones apresuradas de la observación de ciertos procesos de cambio cultural “por modernización” en las zonas fronterizas o en las áreas urbanas. Así, por ejemplo, los fenómenos de “aculturación” o de “transculturación” no implican automáticamente una “pérdida de identidad”, sino solo su recomposición adaptativa[19]. Incluso, pueden provocar la reactivación de la identidad mediante procesos de exaltación regenerativa.
Pero lo dicho hasta aquí no permite dar cuanta de la percepción de transformaciones más profundas que parecen implicar una alteración cualitativa de la identidad tanto en el plano individual con en el colectivo. Para afrontar estos casos se requiere reajustar el concepto de cambio tomando en cuenta, por un lado, su amplitud y su grado de profundidad y, por otro, sus diferentes modalidades.
En efecto, si asumimos como criterio su amplitud y grado de profundidad, podemos concebir el cambio como un concepto genérico que comprende dos formas más específicas: la transformación y la mutación (Ribeil, 1974; p. 142 y ss.). La transformación sería un proceso adaptativo y gradual que se da en la continuidad, sin afectar significativamente la estructura de un sistema, cualquier ésta sea. La mutación, en cambio, supondría una alteración cualitativa del sistema, es decir, el paso de una estructura a otra.
En el ámbito de la identidad personal, podrían caracterizarse como mutación los casos de “conversión” en los que una persona adquiere la convicción –al menos subjetiva– de haber cambiado profundamente, de haber experimentado una verdadera ruptura en su vida, en fin, de haberse despojado del “hombre viejo” para nacer a una identidad.[20]
En cuanto a las identidades colectivas, se pueden distinguir dos modalidades básicas de alteración de una unidad identitaria: la mutación por asimilación y la mutación por diferenciación. Según Horowitz (1975, p. 115 y ss.), la asimilación comporta, a su vez, dos figuras básicas: la amalgama (dos o más grupos se unen para formar un nuevo grupo con una nueva identidad) y la incorporación (un grupo asume la identidad de otro). La diferenciación, por su parte, también asume dos figuras: la división (un grupo se escinde en dos o más de sus componentes) y la proliferación (uno o más grupos generan grupos adicionales diferenciados).
La fusión de diferentes grupos étnicos africanos en la época de la esclavitud para formar una sola y nueva etnia, la de los “negros”; la plena “americanización” de algunas minorías étnicas en Estados Unidos; la división de la antigua Yugoslavia en sus componentes étnico-religiosos originarios; y la proliferación de las sectas religiosas a partir de una o más “Iglesias madres” podrían ejemplificar estas diferentes modalidades de mutación identitaria.

4. La identidad como valor

La mayor parte de los autores destacan otro elemento característico de la identidad: el valor (positivo o negativo) que se le atribuye invariablemente a la misma. En efecto,

existe una difusa convergencia entre los estudiosos en la constatación de que el hecho de reconocerse una identidad étnica, por ejemplo, comporta para el sujeto la formulación de un juicio de valor, la afirmación de lo más o de lo menos, de la inferioridad o de la superioridad entre él mismo y el partner con respecto al cual se reconoce como portador de una identidad distintiva (Signorelli, 1985, pp. 44-60)

Digamos, entonces, que la identidad se halla siempre dotada de cierto valor para el sujeto, generalmente distinto del que confiere a los demás sujetos que constituyen su contraparte en el proceso de interacción social. Y ello es así, en primer lugar, porque,

aún inconscientemente, la identidad es el valor central en torno al cual cada individuo organiza su relación con el mundo y con los demás sujetos (en este sentido, el “sí mismo” es necesariamente “egocéntrico”)

Y en segundo lugar,

porque las mismas nociones de diferenciación, de comparación y de distinción, inherentes (...) al concepto de identidad, implican lógicamente como corolario la búsqueda de una valorización de sí mismo con respecto a los demás. La valorización puede aparecer incluso como uno de los resortes fundamentales de la vida social (aspecto que E. Goffman ha puesto en claro a través de la noción de face (Lipiansky, 1992, p. 41).

Concluyamos, entonces, que los actores sociales –sean individuales o colectivos– tienden, en primera instancia, a valorar positivamente su identidad, lo que tiene por consecuencia estimular la autoestima, la creatividad, el orgullo de pertenencia, la solidaridad grupal, la voluntad de autonomía y la capacidad de resistencia contra la penetración excesiva de elementos exteriores.[21] Pero en muchos otros casos se puede tener también una representación negativa de la propia identidad, sea porque ésta ha dejado de proporcionar el mínimo de ventajas y gratificaciones requerido para que pueda expresarse con éxito moderado en un determinado contexto social (Barth, 1976, p. 28),sea porque el actor social ha introyectado los estereotipos y estigmas que le atribuyen –en el curso de las “luchas simbólicas” por las clasificaciones sociales– los actores (individuos o grupos) que ocupan la posición dominante en la correlación de fuerzas materiales o simbólicas, y que, por lo mismo, se arrogan el derecho de imponer la definición “legítima” de la identidad y la “forma legítima” de las clasificaciones sociales (Bourdieu, 1982, p. 136 y ss.). En estos casos, la percepción negativa de la propia identidad genera frustración, desmoralización, complejo de inferioridad, insatisfacción y crisis.

5. La identidad y su contexto social más amplio

En cuanto construcción interactiva o realidad intersubjetiva, las identidades sociales requieren, en primera instancia y como condición de posibilidad, de contextos de interacción estables constituidos en forma de “mundos familiares” de la vida ordinaria, conocidos desde dentro por los actores sociales no como objetos de interés teórico, sino con fines prácticos. Se trata del mundo de la vida en el sentido de los fenomenólgos y de los etnometodólogos, es decir, “el mundo conocido en común y dado por descontado” (“the world know in common and taken for granted”), juntamente con su trasfondo de representaciones sociales compartidas, es decir, de tradiciones culturales, expectativas recíprocas, saberes compartidos y esquemas comunes (de percepción, de interpretación y de evaluación) (Izzo, 1985, p. 132 y ss). En efecto, es este contexto endógenamente organizado lo que permite a los sujetos administrar su identidad y sus diferencias, mantener entre sí relaciones interpersonales reguladas por un orden legítimo, interpelarse mutuamente y responder “en primer persona” –es decir, siendo “el mismo” y no alguien diferente– de sus palabras y de sus actos. Y todo esto es posible porque dichos “mundos” proporcionan a los actores sociales un marco a la vez cognitivo y normativo capaz de orientar y organizar interactivamente sus actividades ordinarias (Dressler, 1986, pp. 35-58).
Debe postularse, por lo tanto, una relación de determinación recíproca entre la estabilidad relativa de los “contextos de interacción” también llamados “mundos de la vida” y la identidad de los actores que inscriben en ellos sus acciones concertadas.
¿Cuáles son los límites de estos “contextos de interacción” que sirven de entorno o “ambiente” a las identidades sociales? Son variables según la escala considerada y se tornan visibles cuando dichos contextos implican también procedimientos formales de inclusión-identificación, lo que es el caso cuando se trata de instituciones como un grupo doméstico, un centro de investigación, una empresa, una administración, una comunidad local, un Estado-nación, etc. Pero en otros casos la visibilidad de los límites constituye un problema, como cuando nos referimos a una “red” de relaciones sociales, a una aglomeración urbana o a una región.
Según el análisis fenomenológico, una de las características centrales de la sociedades llamadas “modernas” sería precisamente la pluralización de los mundos de la vida en el sentido antes definido, por oposición a la unidad y al carácter englobante de los mismos en las sociedades premodernas culturalmente integradas por un universo simbólico unitario (v.g., una religión universalmente compartida). Tal pluralización no podría menos que acarrear consecuencias para la configuración de las identidades sociales. Por ejemplo, cuando el individuo se confronta desde la primera infancia con “mundos” de significados y definiciones de la realidad no sólo diferentes, sino también contradictorios, la subjetividad ya no dispone de una base coherente y unitaria donde arraigarse, y en consecuencia la identidad individual ya no se percibe como dato o destino sino como una opción y una construcción del sujeto. Por eso “la dinámica de la identidad moderna es cada vez más abierta, proclive a la conversión, exasperadamente reflexiva, múltiple y diferenciada” (Sciolla, 1983, p. 48).
Hasta aquí hemos postulado como contexto social inmediato de las identidades el “mundo de la vida” de los grupos sociales, es decir, la sociedad concebida desde la perspectiva endógena de los agentes que participan en ella.
Pero esta perspectiva es limitada y no agota todas las dimensiones posibles de la sociedad. Por eso hay que añadir de inmediato que la organización endógena de los mundos compartidos con base en las interacciones prácticas de las gentes en su vida ordinaria se halla recubierta, sobre todo en las sociedades modernas, por una organización exógena, que confía a instituciones especializadas (derecho, ciencia, arte, política, media, etc.) la producción y el mantenimiento de contextos de interacción estables. Es decir, la sociedad es también sistema, estructura o espacio social constituido por “campos” diferenciados, en el sentido de Bourdieu (1987, p. 147 y ss.). Y precisamente son tales “campos” los que constituyen el contexto social exógeno y mediato de las identidades sociales.
En efecto, las interacciones sociales no se producen en el vacío –lo que sería una especie de abstracción psicológica–, sino que se hallan “empacadas”, por así decirlo, en la estructura de relaciones objetivas entre posiciones en los diferentes campos sociales.[22] Esta estructura determina las formas que pueden revestir las interacciones simbólicas entre los agentes y la representaciones que éstos pueden tener de la misma (Bourdieu, 1971, pp. 2-21).
Desde esta perspectiva se puede decir que la identidad no es más que la representación que tienen los agentes (individuos o grupos) de su posición (distintiva) en el espacio social y de su relación con otros agentes (individuos o grupos) que ocupan la misma posición o posiciones diferenciadas en el mismo espacio. Por eso, el conjunto de representaciones que –a través de las relaciones de pertenencia– definen la identidad de un determinado agente nunca desborda o transgrede los límites de compatibilidad definidos por el lugar que ocupa en el espacio social. Así, por ejemplo, la identidad de un grupo campesino tradicional siempre será congruente con su posición subalterna en el campo de las clases sociales, y sus miembros se regirán por reglas implícitas tales como “no creerse más de lo que uno es”, “no ser pretencioso”, “darse su lugar”, “no ser iguales ni igualados”, “conservar su distancia”, etc. Es lo que Goffman denomina sense of one´s place”, que según nosotros deriva de la “función locativa” de la identidad.
Se puede decir, por consiguiente, que en la vida social las posiciones y las diferencias de posiciones (que fundan la identidad) existen bajo dos formas: bajo una forma objetiva, es decir, independiente de todo lo que los agentes puedan pensar de ellas, y bajo una forma simbólica y subjetiva, esto es, bajo la forma de la representación que los agentes se forjan de las mismas. De hecho, las pertenencias sociales (familiares, profesionales, etc.) y muchos de los atributos que definen una identidad revelan propiedades de posición (Accardo, 1983, pp. 56 y 57). Y la voluntad de distinción de los actores, que refleja precisamente la necesidad de poseer una identidad social, traduce en última instancia la distinción de posiciones en el espacio social.

6. Utilidad teórica y empírica del concepto de identidad

Llegados a este punto, podríamos plantear la siguiente pregunta: ¿cuál es la utilidad teórica y empírica del concepto de identidad en sociología y, por extensión, en antropología?
No faltan autores que le atribuyan una función meramente descriptiva, útil para definir, en todo caso, un nuevo objeto de investigación sobre el fondo de la diversidad fluctuante de nuestra experiencia, pero no una función explicativa que torne más inteligible dicho objeto permitiendo formular hipótesis acerca de los problemas que se plantean a propósito del mismo. J. W. Lapierre escribía hace cierto tiempo: “El concepto de identidad no explica nada. Más bien define un objeto un conjunto de fenómenos sobre los cuales antropólogos y sociólogos se platnean cuestiones del tipo ´cómo explicar y comprender que...´” (1984, p 196).
Sin embargo, basta echar una ojeada a la abundante literatura generada en torno al tópico para percatarse de que el concepto en cuestión también ha sido utilizado como instrumento de explicación.
Digamos, de entrada, que la teoría de la identidad por lo menos permite entender mejor la acción y la interacción social. En efecto, esta teoría puede considerarse como una prolongación (o profundización) de la teoría de la acción, en la medida en que es la identidad la que permite a los actores ordenar sus preferencias y escoger, en consecuencia, ciertas alternativas de acción. Es lo que Loredana Sciolla denomina función selectiva de la identidad (1983, p. 22). Situándose en esta misma perspectiva, A. Melucci define la identidad como “la capacidad de un actor de reconocer los efectos de su acción como propios y, por lo tanto, de atribuírselos” (1982, p. 66).
Por lo que toca a la interacción hemos dicho que es el “medium” donde se forma, se mantiene y se modifica la identidad. Pero una vez constituida, ésta influye a su vez, sobre la misma conformando expectativas y motivando comportamientos. Además, la identidad (por lo menos la identidad de rol) se actualiza o se representa en la misma interacción (Hecht, 1993, pp. 46-52).
La “acción comunicativa” es un caso particular de interacción (Habermas, 1988 II, p. 122 y ss). Pues bien, la identidad es a la vez un prerrequisito y un componente obligado de la misma:

Comunicarse con otro implica una definición, a la vez relativa y recíproca, de la identidad de los interlocutores: se requiere ser y saberse alguien para el otro, como también nos forjamos una representación de lo que el otro es en sí mismo y para nosotros (Lipiansky, 1992, p. 122).

Pero el concepto de identidad no sólo permite comprender, dar sentido y reconocer una acción, sino también explicarla. Para A. Pizzorno, comprender una acción significa identificar su sujeto y prever su posible curso, “porque la práctica del actuar en sociedad nos dice más o menos claramente, que a identidades I1 corresponde una acción que sigue reglas R1” (1989, p. 177). Explicar una acción, en cambio, implicaría reidentificar a su sujeto mediante el experimento mental de hacer variar sus posibles fines y reconstruyendo (incluso históricamente) su contexto cultural pertinente (“ricolocazione culturale”), todo ello a partir de una situación de incertidumbre que dificulta la comprensión de la misma (“intoppo”).[23]
Pero hay más: el concepto de identidad también se ha revelado útil para la comprensión y explicación de los conflictos sociales, bajo la hipótesis de que en el fondo de todo conflicto se esconde siempre un conflicto de identidad.

En todo conflicto por recursos escasos siempre está presente un conflicto de identidad: los polos de identidad (auto y heteroidentificación) se separan y la lucha es una manera de afirmar la unidad, de establecer el equilibrio de su relación y la posibilidad del intercambio con el otro fundado en el reconocimiento (Melucci, 1982, p. 70).

Situándose en esta perspectiva, Alfonso Pérez Agote (1986, p. 81) ha formulado una distinción útil entre conflictos de identidad e identidades en conflicto.

Por conflicto de identidad entiendo aquel conflicto social que se origina y desarrolla con motivo de la existencia de dos formas –al menos– de definir la pertenencia de una serie de individuos a un grupo [24] (...). Por identidades en conflicto o conflicto entre identidades entiendo aquellos conflictos sociales entre colectivos que no implican una disputa sobre la identidad, sino que más bien, la suponen, en el sentido de que el conflicto es un reconocimiento por parte de cada colectivo de su propia identidad y de la identidad del otro; un ejemplo prototípico lo constituyen los conflictos étnicos y raciales en un espacio social concreto, como puede ser una ciudad estadounidense (p. 81).

En un plano más empírico, el análisis en términos de identidad ha permitido descubrir la existencia de actores sociales por largo tiempo ocultados bajo categorías o segmentos sociales más amplios.[25] También ha permitido entender mejor los obstáculos que enturbian las relaciones interétnicas entre la población negra y la de americanos-europeos en Estados Unidos, poniendo al descubierto los mecanismos de la discriminación radical y explicitando las condiciones psicosociales requeridas para una mejor relación inter e inter-étnica (Hecht, 1993).
En fin, también parecen indudables las virtudes heurísticas del concepto. El punto de vista de la identidad ha permitido plantear bajo un ángulo nuevo, por ejemplo, los estudios regionales (Bassand, 1990, y Gubert, 1992) y los estudios de género (Di Cristófaro Longo, 1993; Balbo, 1983,[26] y Collins, 1990), así como también los relativos a los movimientos sociales (Melucci, 1982 y 1989), a los partidos políticos (Pizzorno, 1993), a los conflictos raciales e interétnicos (Hecht, 1993, y Bartolomé, 1996), a la situación de los Estados nacionales entre globalización y resurgencia de los particularismos étnicos (Featherstone, 1990), a la fluidez cultural de las franjas fronterizas y a la configuración trasnacional de las migraciones (Kearney, 1991), etc., por mencionar sólo algunos de los campos de estudio que han sido revitalizados por el paradigma de la identidad.

Notas:
[1] Es decir, como individuo no sólo soy distinto de todos los demás individuos, como una piedra o cualquier otra realidad individuada, sino que, además, me distingo cualitativamente porque, por ejemplo, desempeño una serie de roles socialmente reconocidos (identidad de rol), porque pertenezco a determinados grupos que también me reconocen como miembro (identidad de pertenencia), o porque poseo una trayectoria o biografía incanjeable también conocida, reconocida e incluso apreciada por quienes dicen conocerme íntimamente.
[2] “La autodefinición de un actor debe disfrutar de un reconocimiento intersubjetivo para poder fundar la identidad de la persona. La posibilidad de distinguirse de los demás debe ser reconocida por los demás. Por lo tanto, la unidad de la persona, producida y mantenida a través de la autoidentificación, se apoya a su vez en la pertenencia a un grupo, en la posibilidad de situarse en el interior de un sistema de relaciones” (Melucci, 1985, p. 151).
[3] Según el autor, se pueden encontrar ejemplos empíricos de esta situación en la fase de formación de los actores colectivos, en ciertas fases de la edad evolutiva, en las contraculturas emergentes, en las sectas y en ciertas configuraciones de la patología individual (v.g., desarrollo hipertrófico del yo o excesivo repliegue sobre sí mismo).
[4] Tal sería, por ejemplo, el caso del comportamiento gregario o multitudinario, de la tendencia a confluir hacia opiniones y expectativas ajenas, y también el de ciertas fases del desarrollo infantil destinadas a ser superadas posteriormente en el proceso de crecimiento. La patología, por su parte, suele descubrir la permanencia de formas simbióticas o de apego que impiden el surgimiento de una capacidad autónoma de identificación.
[5] Es la situación que puede observarse, según Melucci, en los procesos de labeling social, cuyo ejemplo más visible sería la interiorización de estimas ligados a diferencias sexuales, raciales y culturales, así como también a impedimentos físicos.
[6] Por ejemplo, el robo en los supermercados no sería más que la otra cara del consumismo, así como “muchos otros comportamientos autodestructivos a través del abuso de ciertas substancias no son más que la otra cara de las expectativas demasiado elevadas a las que no tenemos posibilidades de responder” (ibid., p. 42)
[7] Según Merton, se entiende por grupo “un conjunto de individuos en interacción según reglas establecidas” (p. 240). Por lo tanto, una aldea, un vecindario, una comunidad barrial, una asociación deportiva y cualquier otra socialidad definida por la frecuencia de interacciones en espacios próximos serían “grupos”. Las colectividades, en cambio, serían conjuntos de individuos que, aún en ausencia de toda interacción y contacto próximo, experimentan cierto sentimiento de solidaridad “porque comparten ciertos valores y porque un sentimiento de obligación moral los impulsa a responder como es debido a las expectativas ligadas a ciertos roles sociales” (p. 249). Por consiguiente, serían “colectividades” para Merton las grandes “comunidades imaginadas” en el sentido de B. Anderson (1983), como la nación y las Iglesias universales (pensadas como “cuerpos místicos”). Algunos autores han caracterizado la naturaleza peculiar de la pertenencia a estas grandes comunidades anónimas, marginadas e imaginarias llamándola “identificación por proyección o referencia”, en clara alusión al sentido freudiano del sintagma (Galissot, 1987, p. 16)
[8] Las “redes” suelen concebirse como relaciones de interacción entre individuos, de composición y sentido variables, que no existen a priori ni requieren de la contigüidad espacial como los grupos propiamente dichos, sino son creadas y actualizadas cada vez por los individuos. (Hecht, 1993, p. 42).
[9] Las categorías sociales han sido definidas por Merton como “agregados de posiciones y de estatutos sociales cuyos detentores (o sujetos) no se encuentran en interacción social; éstos responden a las mismas características (de sexo, de edad, de renta, etc.), pero no comparten necesariamente un cuerpo común de normas y valores” (Merton, 1965, p. 249)
[10] Por ejemplo, a la categoría “mujer” se asocia espontáneamente una serie de “rasgos expresivos” como pasividad, sumisión, sensibilidad a las relaciones con otros; mientras que a la categoría “hombre” se asocian “rasgos instrumentales” como activismo, espíritu de competencia, independencia, objetividad y racionalidad (Lorenzi-Gioldi, 1988, p. 41).
[11] Debe advertirse, sin embargo, que según los psicólogos sociales de esta escuela los individuos modulan siempre de modo idiosincrático el núcleo de las representaciones compartidas, lo que excluye el modelo del unanimismo y del consenso. Por tanto, pueden existir divergencias y hasta contradicciones de comportamiento entre individuos de un mismo grupo que comparten un mismo haz de representaciones sociales.
[12] Sobre el fetichismo, las usurpaciones y las perversiones potenciales inherentes a este mecanismo, ver Bourdieu, 1984: “La relación de delegación corre el riesgo de disimular la verdad de la relación de representación y la paradoja de situaciones en las que un grupo sólo puede existir mediante la delegación en una persona singular –el secretario general, el Papa, etc.–, que puede actuar como persona moral, es decir, como sustituto del grupo. En todos estos casos, y según la ecuación establecida por los canonistas –la Iglesia es el Papa–, según las apariencias el grupo hace al hombre que habla en su lugar, en su nombre –así se piensa en términos de delegación– mientras que en realidad es igualmente verdadero decir que el portavoz hace al grupo...” (p. 49)
[13] Si bien la probabilidad de reunir real o nominalmente –por la virtud del delegado– a un conjunto de agentes es tanto mayor cuanto más próximos se encuentran éstos en el espacio social y cuanto más restringida y, por lo tanto, más homogénea es la clase construida a la que pertenecen, la reunión entre lo más próximos nunca es necesaria y fatal (...), así como también la reunión entre los más alejados nunca es imposible” (Bourdieu, 1984, pp. 3 y 4).
[14] “Incluso las identidades más fuertes de la historia (como las identidades nacionales, las religiosas y las de clase) no corresponden nunca a una serie unívoca de representaciones en todos los sujetos que la comparten” (Barbé, 1985, p. 270).
[15] “Una verbena pluricategorial o una huelga pueden resultar muy bien de una coincidencia de intereses y hasta de eventuales y momentáneas identificaciones, pero no de una identidad” (Barbé, 1985, p. 271).
[16] Por lo tanto, no parece que deba admitirse el modelo del continuum de comportamientos –propuesto por Tajfel (1972)– entre un polo exclusivamente personal que no implica referencia alguna a los grupos de pertenencia, y un polo colectivo y despersonalizante, donde los comportamientos estarían totalmente determinados por diversos grupos o categorías de pertenencia. Este modelo está impregnado por la idea de una oposición irreconciliable entre realidad social coactiva e inhibidora y un yo personal en búsqueda permanente de libertad y autorrealización autónoma.
[17] Desde esta perspectiva, constituye una contradictio in terminis la idea de una identidad caleidoscópia, fragmentada y efímera que sería propia de la “sociedad posmoderna”, según el discurso especulativo de ciertos filósofos y ensayistas.
[18] Incluso esta expresión resulta todavía inexacta. Habría que hablar más bien de proceso dinámico, ya que nuestra biografía, por ejemplo, es más bien un proceso cíclico, no según un modelo evolutivo y lineal, sino según una dialéctica de recomposiciones y rupturas.
[19] Para una discusión más pormenorizada de esta problemática, ver Giménez, 1994, pp. 171-174.
[20] Ver una discusión de este tópico en Giménez, 1993, p. 44 y ss.
[21] Como ya lo había señalado Max Weber, “toda diferencia de costumbres puede alimentar en sus portadores un sentimiento específico de ´honor´ y ´dignidad´” (Weber, 1944, p. 317)
[22] Según Bourdieu, “la verdad de la interacción nunca se encuentra por entero en la interacción, tal como ésta se manifiesta en la observación” (1987, p. 151). Y en otra parte afirma que las interacciones sociales no son más que “la actualización coyuntural de la relación objetiva” (1990, p. 34).
[23] Véase una aplicación de estos procedimientos al análisis político en el mismo Pizzorno, 1994, particularmente en las pp. 11-13.
[24] El autor está pensando en los “nacionalismos periféricos” de España, como el de los vascos, por ejemplo.
[25] Tal ha sido el caso de los rancheros de la sierra “jamilchiana” (límite sur entre Jalisco y Michoacán), categorizados genéricamente como “campesinos” y “descubiertos” como actores sociales con identidad propia por Esteban Barragán López en un sugestivo estudio publicado por la revista Relaciones (1990, pp. 75-106), de El Colegio de Michoacán.
[26] “La identidad es un nudo teórico fundamental del ´saber femenino´. La formación de identidades, colectivas e individuales, de las mujeres constituye un dato emergente, problemático y disruptivo de nuestro tiempo. Discutiendo sobre la identidad, no podemos menos que plantear la cuestión de las relaciones entre las contribuciones del feminismo y las de otros enfoques y tradiciones de estudios” (Balbo, 1983, p. 80).

2 Comments:

Blogger Renato Galhardi said...

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3:11 p. m.  
Blogger Renato Galhardi said...

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3:11 p. m.  

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