Comunicación/Educación

Textos de la Cátedra de Comunicación y Educación

Nombre: jorgehue
Ubicación: Argentina

29 marzo 2006

Rosana Guber: "El trabajo de campo"

Guber, Rosana: La etnográfía. Método, campo y reflexidad. Capítulo 2

Tal como quedaba definido, el método etnográfica de campo comprendía, como “instancia empírica”, un ámbito de donde se obtiene información y los procedimientos para obtenerla. Desde perspectivas objetivistas, la relación entre ámbito y procedimientos quedaba polucionada por circunscribir al investigador a la labor individual en una sola unidad societal. ¿Cómo garantiza la “objetividad” de los datos la soledad e inmersión del estudioso? Si, como sugiere la breve historia presentada, la investigación no se hace “sobre” la población sino “con” y “a partir de” ella, esta intimidad deriva, necesariamente, en una relación idiosincrática. ¿Acaso el conocimiento derivado de ella también lo es?

I. Positivismo y naturalismo

Los dos paradigmas dominantes de la investigación social asociados al trabajo de campo etnográfico, que presentaremos groseramente aquí, son el “positivismo” y el “naturalismo”. Según el positivismo la ciencia es una, procede según la lógica del experimento, y su patrón es la medición o cuantificación de variables para identificar relaciones; el investigador busca establecer leyes universales para “explicar” hechos particulares; el observador ensaya una aproximación neutral a su objeto de estudio, de modo que la teoría resultante se someta a la verificación posterior de otros investigadores.; esto es: la teoría debe ser confirmada o falseada. La ciencia procede comparando lo que dice la teoría con lo que sucede en el terreno empírico; el científico recolecta datos a través de métodos que garantizan su neutralidad valorativa, pues de lo contrario su material sería poco confiable e inverificable. Para que estos métodos puedan ser replicados por otros investigadores deben ser estandarizados, como la encuesta y la entrevista con cédula o dirigida.
Habida cuenta de esta simple exposición, es fácil detectar sus flaquezas, pues esta perspectiva no conceptualiza el acceso del investigador a los sentidos que los sujetos les asignan a sus prácticas, ni las formas nativas de obtención de información, de modo que la incidencia del investigador en el proceso de recolección de datos lejos de eliminarse, se oculta y silencia (Holy, 1984).
El naturalismo se ha pretendido como una alternativa epistemológica; la ciencia social accede a una realidad preinterpretada por los sujetos. En vez de extremar la objetividad externa con respecto al campo, los naturalismos proponen la fusión del investigador con los sujetos de estudio, transformándolo en uno más que aprehende la lógica de la vida social como lo hacen sus miembros. El sentido de este aprendizaje es, como el objetivo de la ciencia, generalizar al interior del caso, pues cada modo de vida es irreductible a los demás. Por consiguiente, el investigador no se propone explicar una cultura sino interpretarla o comprenderla. Las técnicas más idóneas son las menos intrusivas en la cotianeidad estudiada: la observación participante y la entrevista en profundidad o no dirigida.
Las limitaciones del naturalismo corresponden en parte a las del positivismo, porque aquél sigue desconociendo las mediaciones de la teoría y el sentido común etnocéntrico que operan en el investigador. Pero además, los naturalistas confunden “inteligibilidad” con validez o “verdad”, aunque no todo lo inteligible es verdadero. El relativismo y la reproducción de la lógica nativa para “explicar” procesos sociales son, pues, principios problemáticos del enfoque naturalista (Hammersley & Atkinson, 1983).
Igual que las posiciones sobre la antropología nativa, positivistas y naturalistas niegan al investigador y a los sujetos de estudio como dos partes distintas de una relación. Empeñados en borrar los efectos del investigador en los datos, para unos la solución es la estandarización de los procedimientos y para otros la experiencia directa del mundo social (Hammersley & Atkinson, 1983: 13).
Este debate ha cobrado actualidad en los debates sobre la articulación entre realidad social y su representación textual. Como señala Graham Watson, la “teoría de la correspondencia” sostiene que nuestros relatos o descripciones de la realidad reproducen y equivalen a esa realidad. El problema surge entonces cuando los sesgos del investigador restan validez o credibilidad a sus relatos. Según la “teoría interpretativa”, en cambio, los relatos no son espejos pasivos de un mundo exterior, sino interpretaciones activamente construidas sobre él. Pero igual que en la teoría de la correspondencia, la ontología sigue siendo realista, pues sugiere que existe un mundo real; sólo que ahora ese mismo mundo real admite varias interpretaciones (Watson, 1987).
Las “teorías constitutivas”, en cambio, sostienen que nuestros relatos o descripciones constituyen la realidad que estas descripciones refieren. Quienes participan de esta perspectiva suelen hacer distintos usos del concepto “reflexividad”, término introducido al mundo académico por la etnomeodología, que en los años 1950-60 comenzó a ocuparse de cómo y por qué los miembros de una sociedad logran reproducirla en el día a día.

II. El descubrimiento etnometodológico de la reflexividad

Para Harold Garfinkel, el fundador de la etnomedología, el mundo social no se reproduce por las normas internalizadas como sugería Talcott Parsons, sino en situaciones de interacción donde los actores lejos de ser meros reproductores de leyes preestablecidas que operan en todo tiempo y lugar, son activos ejecutores y productores de la sociedad a la que pertenecen. Normas, reglas y estructuras no vienen de un mundo significativamente exterior a, e independientemente de las interacciones sociales, sino de las interacciones mismas. Los actores no siguen las reglas, las actualizan, y al hacerlo interpretan la realidad social y crean los contextos en los cuales los hechos cobran sentido (Garfinkel, 1967; Coulon, 1988).
Para los etnometodólogos el vehículo por excelencia de la reproducción de la sociedad es el lenguaje. Al comunicarse entre sí la gente informa sobre el contexto, y lo define al momento de reportarlo; esto es, lejos de ser un mero telón de fondo o un marco de referencia sobre lo que ocurre “ahí afuera”, el lenguaje “hace” la situación de interacción y define el marco que le da sentido. Desde esta perspectiva, entonces, describir una situación, un hecho, etc., es producir el orden social que esos procedimientos ayudan a describir (Wolf, 1987; Ch. Briggs, 1986).
En efecto, la función performativa del lenguaje responde a dos de sus propiedades: la indexicabilidad y la reflexividad. La indexicabilidad refiere a la capacidad comunicativa de un grupo de personas en virtud de presuponer la existencia de significados comunes, de su saber socialmente compartido, del origen de los significados y su complexión en la comunicación. La comunicación está repleta de expresiones indexicales como “eso”, “acá”, “le”, etc., que la lingüística denomina “deícticos”, indicadores de persona, tiempo y lugar inherentes a la situación de interacción (Coulon, 1988). El sentido de dichas expresiones es inseparable del contexto que producen los interlocutores. Por eso las palabras son insuficientes y su significado no es transituacional. Pero la propiedad indexical de los relatos no los transforma en falsos sino en especificaciones incorregibles de la relación entre las experiencias de una comunidad de hablantes y lo que se considera como un mundo idéntico en la cotidianeidad (Wolf, 1987; Hymes, 1972).
La otra propiedad del lenguaje es la reflexividad. Las descripciones y afirmaciones sobre la realidad no sólo informan sobre ella, la constituyen. Esto significa que el código no es informativo ni externo a la situación sino que es eminentemente práctico y constitutivo. El conocimiento de sentido común no sólo pinta a una sociedad real, para sus miembros, a la vez que opera como una profecía autocumplida; las características de la sociedad real son producidas por la conformidad motivada de las personas que la han descripto. Es cierto que los miembros no son conscientes del carácter reflexivo de sus acciones pero en la medida que actúan y hablan y producen su mundo y la racionalidad de lo que hacen. El caso típico es el de dos rectángulos concéntricos: ¿representan a una superficie cóncava o convexa? La figura se verá como una u otra al pronunciarse la palabra caracterizadora (Wolf, 1987). Las tipificaciones sociales operan del mismo modo; decirle a alguien “judío”, “villero” o “boliviano” es constituirlo instantáneamente con atributos que lo ubican en una posición estigmatizada. Y esto es, por supuesto, independientemente de que la persona en cuestión sea indígena o mestizo, judío o ruso blanco, peruano o jujeño.
La reflexividad señala la íntima relación entre la comprensión y la expresión de dicha compresión. El relato es el soporte y el vehículo de esta intimidad. Por eso, la reflexividad supone que las actividades realizadas para producir y manejar las situaciones de la vida cotidiana son idénticas los procedimientos empleados para describir esas situaciones (Coulon, 1988). Así, según los etnometodólogos, un enunciado transmite cierta información, creando además el contexto en el cual esa información puede aparecer y tener sentido. De este modo, los sujetos producen la racionalidad de sus acciones y transforman a la vida social en una realidad coherente y comprensible.
Estas afirmaciones sobre la vida cotidiana valen para el conocimiento social. Garfinkel basaba la “etno-metodología” en que las actividades por las cuales los miembros producen y manejan las situaciones de las actividades organizadas de la vida cotidiana son idénticas a los métodos que emplean para describirla. Los métodos de los investigadores para conocer el mundo social son, pues, básicamente los mismo que usan los actores para conocer, describir y actuar en su propio mundo (Cicourel, 1973; Garfinkel, 1967; Heritage, 1991: 15). La particularidad del conocimiento científico no reside en sus métodos sino en el control de la reflexividad y su articulación con la teoría social. El problema de los positivistas y los naturalista es que intentan sustraer del lenguaje y la comunicación científicas las cualidades indexicales y reflexivas del lenguaje y la comunicación. Como la reflexividad es una propiedad de toda descripción de la realidad, tampoco es privativa de los investigadores, de algunas líneas teóricas, y de los científicos sociales.
Admitir la reflexividad del mundo social tiene varios efectos en la investigación social. Primero, los relatos del investigador son comunicaciones intencionales que describen rasgos de una situación, pero estas comunicaciones no son “meras” descripciones sino que producen las mismas situaciones que describen. Segundo, los fundamentos epistemológicos de la ciencia no son independientes no contrarios a los fundamentos epistemológicos del sentido común (Ibid: 17); que operan sobre la misma lógica. Tercero, los métodos de la investigación social son básicamente los mismos que los que se usan en la vida cotidiana (Ibid: 15). Es tarea del investigador aprehender las formas en que los sujetos de estudio producen e interpretan su realidad para aprehender sus métodos de investigación. Pero como la única forma de conocer o interpretar es participar en situaciones de interacción, el investigador deber sumarse a dichas situaciones a condición de no creer que su presencia es totalmente exterior. Su interioridad tampoco lo diluye. La presencia del investigador constituye las situaciones de interacción, como el lenguaje constituye la realidad. El investigador se convierte, entonces, en el principal instrumento de investigación y producción de conocimientos (Ibid: 18; C. Briggs, 1986). Veamos ahora cómo se aplica esta perspectiva al trabajo de campo etnográfico.

III. Trabajo de campo y reflexividad

La literatura antropológica sobre trabajo de campo ha desarrollado desde 1980 el concepto de reflexividad como equivalente a la conciencia del investigador sobre su persona y los condicionamientos sociales y políticos. Género, edad, pertenencia étnica, clase social y afiliación política suelen reconocerse como parte del proceso de conocimiento vis-a-vis los pobladores o informantes. Sin embargo, otras dos dimensiones modelan la producción de conocimiento del investigador. En Una invitación a la sociología reflexiva (1992), Pierre Bourdieu agrega, primero, la posición del analista de campo científico o académico (1992: 69). El supuesto dominante de este campo es su pretensión de autonomía, pese a tratarse de un campo social y político. La segunda dimensión atañe al “epistemocentrismo” que refiere las “determinaciones inherentes a la postura intelectual misma. La tendencia teoricista o intelectualista consiste en olvidarse de inscribir en la teoría que construimos del mundo social, el hecho de que es el producto de una mirada teórica, un ‘ojo contemplativo’ ” (Ibid: 69). El investigador se enfrenta a su objeto de conocimiento como si fuera un espectáculo, y no desde la lógica práctica de sus actores (Bourdieu & Wacquant, 1992). Estas tres dimensiones del concepto de reflexividad, y no sólo la primera, intervienen en el trabajo de campo en una articulación particular y también variable. Veremos seguidamente algunos principios generales, para detenernos luego en aspectos más detallados de dicha relación.
Si los datos de campo no vienen de los hechos sino de la relación entre el investigador y los sujetos de estudio, podría inferirse que el único conocimiento posible está encerrado en esta relación. Esto es sólo es parcialmente cierto. Para que el investigador pueda describir la vida social que estudia incorporando la perspectiva de sus miembros, es necesario someter a continuo análisis –algunos dirán “vigilancia”– las tres reflexividades que están permanentemente en juego en el trabajo de campo: la reflexividad del investigador en tanto que miembro de una sociedad o una cultura; la reflexividad del investigador en tanto que investigador, con su perspectiva, sus interlocutores académicos, sus habitus disciplinarios y su epistemocentrismo; y las reflexividades de la población en estudio.
La reflexividad de la población opera en su vida cotidiana y es, en definitiva, el objeto de conocimiento del investigador. Pero éste carga con dos reflexividades anternativa y conjuntamente.
Dado que el trabajo de campo es un segmento témporo-espacialmente diferenciado del resto de la investigación, el investigador cree asistir al mundo social que va a estudiar equipado solamente con sus métodos y sus conceptos. Pero el etnógrafo, tarde o temprano, se sumerge en un cotidianeidad que lo interpela como miembro, sin demasiada atención a sus dotes científicas. Cuando el etnógrafo convive con los pobladores y participa en distintas instancias de sus vidas, se transforma funcional, no literalmente, en “uno más”. Pero en calidad de qué se interprete esta membresía puede diferir para los pobladores y para el mismo investigador en tanto que investigador o tanto miembro de otra sociedad.
Dirimir esta cuestión es crucial para aprehender el mundo social en estudio, ya que se trata de reflexividades diversas que crean distintos contextos y realidades. Esto es: la reflexividad del investigador como miembro de una sociedad X produce un contexto que no es igual al que produce como miembro del campo académico, ni tampoco el que producen los nativos cuando él está presente que cuando no lo está. El investigador puede predefinir un “campo” según sus intereses teóricos o su sentido común, “la villa”, “la aldea”, pero el sentido último del “campo” lo dará la reflexividad de los nativos. Esta lógica se aplica incluso cuando el investigador pertenece al mismo grupo o sector que sus informantes, porque sus intereses como investigador difieren de los interese prácticos de sus interlocutores.
El desafío es, entonces, transitar la reflexividad propia a la de los nativos. ¿Cómo? En un comienzo no existe entre ellos la reciprocidad de sentido con respecto a sus acciones y nociones (Holy & Stuchlik, 1983: 119). Ninguno puede descifrar cabalmente los movimientos, elucubraciones, preguntas y verbalizaciones del otro. El investigador se encuentra con conductas y afirmaciones inexplicables que pertenecen al mundo social y cultural de los propio de los sujetos (se trate de prácticas incomprensibles, conductas “sin sentido”, respuestas “incongruentes” a sus preguntas) cuya lógica el investigador intenta dilucidar, pero que también pertenecen a la situación de campo propiamente dicha. El primer orden ha ocupado clásicamente a la investigación social; el segundo emergió, más recientemente, desde 1980. Al producirse el encuentro en el campo de la reflexividad del investigador se pone en relación con la de los individuos que, a partir de entonces, se transforman en sujetos de estudio y, eventualmente, en sus informantes. Entonces la reflexividad de ambos en la interacción adopta, sobre todo en esta primera etapa, la forma de la perplejidad.
El investigador no alcanza a dilucidar el sentido las respuestas que recibe no las reacciones que despierta su presencia; se siente incomprendido, que molesta y que frecuentemente, no sabe qué decir ni preguntar. Los pobladores, por su parte, desconocen qué busca realmente el investigador cuando se instala en el vecindario, conversa con la gente, frecuenta a algunas familias. No pueden remitir a un común universo significativo las preguntas que aquél les formula. Estos desencuentros se plantean en las primeras instancias del trabajo de campo, como “inconvenientes” en la presentación del investigador, como “obstáculos” o dificultades de acceso a los informantes, como intentos de superar sus prevenciones y lograr la aceptación o la relación de “rapport” o empatía con ellos. En este marasmo de “malentendidos”, se supone, el investigador empieza aplicar sus técnicas de recolección de datos. Pero detengámonos en el acceso.
Ante estas perplejidades expresadas en rotundas negativas, gestos de desconfianza y postergación de encuentros, el investigador ensaya varias interpretaciones. La más común es creer que el “malentendido” se debe a la “falta de información” de los pobladores, a su falta de familiaridad con la investigación científica. La forma de subsanar este inconveniente es explicar “más claramente” sus propósitos para demostrarle a la gente que no tiene nada que temer. Y si esta táctica no diera aún sus resultados, uno probablemente se consuele pensando que tarde o temprano los nativos se acostumbrarán a su presencia como “un mal necesario”. Este consuelo tiene tres limitaciones: la más evidente es que los “nativos” cada vez se “acostumbran” menos y establecen nuevas reglas de reciprocidad para permitir el acceso de extraños; la segunda es que los códigos de ética académicos son bastante rigurosos para “preservar” a los sujetos sociales de intrusiones no deseadas o que la población pueda considerar perjudiciales. La tercera limitación es la más sutil y, sin embargo, la más problemática, puesto que aun cuando los nativos se acostumbren al investigador, ni éste ni probablemente ellos sepan jamás por qué.
Esta caja negra opera en el trabajo de campo propiamente dicho, pero también deja sus huellas en la interpretación de la información obtenida en un contexto mutuamente inteligible. El investigador puede forzar los datos en los modelos clasificatorios y explicativos que trae consigo porque la reflexividad de su práctica de campo no ha sido esclarecida. Su enfoque le imposibilitará escuchar más de lo que cree que oye. “La información obtenida en situación unilateral es más que significativa con respecto a las categorías y las representaciones contenidas en el dispositivo de captación, que a la representación del universo investigador” (Thiollent, 1982: 24). La unilateralidad consiste en acceder al referente empírico siguiendo acríticamente las pautas del modelo teórico o de sentido común del investigador . En el camino quedan los sentidos propios o la reflexividad específica de ese mundo social.
¿Para qué el campo? Porque es aquí donde modelos teóricos, políticos, culturales y sociales se confrontan inmediatamente –se advierta o no– con los de los actores. La legitimidad de “estar allí” no proviene de una autoridad del experto ante legos ignorantes, como suele creerse, sino de que sólo “estando ahí” es posible realizar el tránsito de la reflexividad del investigador-miembro de otra sociedad, a la reflexividad de los pobladores. Este tránsito, sin embargo, no es ni progresivo ni secuencial. El investigador sabrá más de sí mismo después de haberse puesto en relación con los pobladores, precisamente porque al principio el investigador sólo sabe pensar, orientarse hacia los demás y formularse desde sus propios esquemas. Pero en el trabajo de campo, aprende a hacerlo vis a vis otros marcos de referencia con los cuales necesariamente se compara.
En suma, la reflexividad inherente al trabajo de campo es el proceso de interacción, diferenciación y reciprocidad entre la reflexividad del sujeto cognoscente –sentido común, teoría, modelos explicativos– y la de los actores o sujetos/ objetos de investigación. Es esto, precisamente, lo que advierte Peirano cuando dice que el conocimiento se revela no “al” investigador sino “en” el investigador, debiendo comparecer en el campo, debiendo comparecer en el campo, debiendo reaprenderse y reaprender el mundo desde otra perspectiva. Por eso el trabajo de campo es largo y suele equipararse a una “resocialización” llena de contratiempo, destiempos y pérdidas de tiempo. Tal es la metáfora del pasaje de un menor, un aprendiz, un inexperto, al lugar de adulto... en términos nativos (Adler & Adler, 1987; Agar, 1980; Hatfield, 1973).
En los próximos capítulos analizaremos de qué modo la literatura académica ha calificado como “técnicas de recolección de datos” permiten efectuar este pasaje hacia la comunicación entre distintas reflexividades, y en el capítulo 5 veremos qué se transforma de la persona del investigador cuando atraviesa ese pasaje.

1 Comments:

Blogger Unknown said...

es un gran texto ya que este se presta para un mejor correcto uso de la investigación al trabajo de campo y a sus interpretaciones.

2:49 p. m.  

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