Jorge Huergo: "De la escolarización a la comunicación en la educación"
En Huergo, Jorge y María Belén Fernández: Cultura escolar, cultura mediática / Intersecciones. 2000
La propuesta es suspender las evidencias construidas por una infinidad de proyectos y prácticas que han invadido y están saturando un imaginario que habla de «educación para la comunicación» o de «comunicación para la educación», sentidos que están ligados a la empresa de la escolarización. En el para de ambos sentidos, aparece como evidente un anudamiento significativo que atribuye a la comunicación una situación de causa para lograr efectos educativos, o a la educación una función para alcanzar la comunicación armoniosa. Suspender esas evidencias significa disminuir el peso de la gravedad causal y desarreglar las relaciones funcionales (cfr. Piccini, 1999); las lecturas y las soluciones «físicas» han sido desbordadas por la revoltura sociocultural que vivimos. ¿Qué significados adquiere la relación entre Comunicación y Educación en la revoltura sociocultural de fin de siglo?. ¿Cómo está atravesando a la institución educativa esa desorden sociocultural?. ¿Cuáles son las provocaciones para la investigación en Comunicación/Educación en medio de esta constelación aparentemente caótica de problemas?.
Suspender las evidencias de innumerables proyectos y prácticas destinados por el para, que les otorga sentido, significa atravesar los límites impuestos al futuro interrogándonos por la escolarización como un modo material de «comunicación en la educación»; es decir, preguntándonos por el sentido del pasado en la constitución histórica de determinados dominios de saber y regímenes de verdad que se producen, distribuyen, circulan, reproducen y consumen en torno a la escuela.
Entrada: Para una arqueología de la escolarización
En la lucha entre razón y saber ancestral, los procesos educativos se desarrollaron principalmente en una institución: la escuela. Uno de los núcleos organizacionales que permitió la inserción de las personas, los grupos y las sociedades en la modernidad es la escuela (junto con los mercados, las empresas y las hegemonías; cfr. Brunner, 1992). La escuela, que significó y significa una revolución en la manera de organizar los procesos de socialización, de habilitación para funcionar cotidianamente y de transmisión y uso de conocimientos, debe entenderse en relación con los otros núcleos organizacionales, y con los rasgos propios de la modernidad: la sociedad capitalista, la cultura de masas, la configuración de hegemonías y la democracia.
La escolarización alude a un proceso en que una práctica social como la escolar, va extendiéndose a nivel masivo en las sociedades modernas. De este modo, la escuela se va constituyendo como institución destinada a producir un determinado orden imaginario social y a reproducir las estructuras y organizaciones sociales modernas existentes.
A la escolarización tenemos que percibirla como íntimamente emparentada con:
* el disciplinamiento social de los sujetos y sus cuerpos y de los saberes,
* la racionalización de las práctica culturales cotidianas, oscuras y confusas,
* la construcción e identificación de un estatuto de la infancia,
* la producción de una lógica escritural, centrada en el texto o en el libro,
* la guerra contra otros modos de educación provenientes de otras formas culturales,
* la configuración de un encargado de la distribución escolarizada de saberes, prácticas y representaciones: el maestro moderno,
* la definición de un espacio público nacional y la consecuente formación de ciudadanos para esos Estados.
El proceso de escolarización interjuega con ciertos principios estructurales de nuestras sociedades. Los principios estructurales pueden definirse como las propiedades estructurales de raíz más profunda, que están envueltas en la reproducción de las totalidades societarias (Giddens, 1995: 54). Estos principios -sin ser exhaustivos- son: el disciplinamiento de la vida cotidiana, el paso de la cultura oral a la lógica escritural, el desplazamiento de la cultura «popular» por la cultura «culta» o "«letrada» y el reemplazo del «estado de naturaleza» por la vida de la sociedad. Estos principios pueden ofrecernos un criterio genealógico de análisis; pero su materialización en estos procesos, difícilmente pueden explicarnos del todo la escolarización hoy. Algunos de ellos han sido puestos en crisis en la actualidad, no sólo desde la dinámica sociocultural concreta, sino también desde la teoría.
1. Disciplinamiento de la vida cotidiana
La noción de disciplinamiento señala la «organización racional de la vida social cotidiana», a la que se considera irracional o no racional; esta organización se lograría (según el proyecto de la Ilustración) por el control que ejercen los «especialistas» sobre las esferas o estructuras de la racionalidad (cognoscitiva o científica, moral y estética o artística), y tiene como expectativas que la racionalidad (como principio organizador) promueva el control de las fuerzas naturales, comprenda al mundo y al individuo y logre así el progreso moral, la justicia y la felicidad del hombre (Habermas, 1988); es una organización que hace referencia a la racionalidad instrumental o técnica, entendida en su carácter controlador, manipulador y dominador de lo diferente y los diferentes.
El poder disciplinario necesita de un sujeto sometido; y dicho sometimiento necesita una justificación racional para ser aceptado por aquél (Foucault, 1993a). En la perspectiva de Foucault lo importante no es resolver quién tiene el poder y qué busca el poder, sino estudiar los lugares donde se implanta y produce sus efectos concretos (sujeción de los cuerpos, dirección de los gestos, régimen de los comportamientos). Lo importante es captar la instancia material de la sujeción en cuanto constitución de los sujetos a partir de los efectos de poder sobre los cuerpos periféricos y múltiples.
El poder se ejerce a través de una organización reticular. En esta red los individuos circulan, sufren y a la vez ejercen el poder; en éste sentido son sus elementos de recomposición. "En otras palabras, el poder no se aplica a los individuos, sino que transita a través de los individuos". El individuo no debe comprenderse como contrapuesto al poder sino que es un efecto del poder y un elemento de su composición (Foucault, 1993a: 27).
Este tipo de poder es uno de los grandes inventos de la sociedad burguesa, y ya no puede transcribirse en términos de soberanía. Este poder que ha sido fundamental en la constitución del capitalismo industrial, no es el poder de la soberanía, es el poder disciplinario. La figura de este poder disciplinario es el panóptico (de J. Bentham), que ha configurado desde la disposición de los espacios y los cuerpos, hasta las formas de las relaciones en cada institución.
Pero la disciplina no se juega en terrenos oscuros y mudos, no es sólo una disciplina de los sujetos, sino también de los saberes. Las disciplinas son portadoras de un discurso, crean aparatos de saber y conocimientos. El saber que producen las disciplinas es un saber clínico cuyo discurso se apoya sobre la norma; es el discurso de la normalización. Como tal, implica el poder de dominación sobre un campo de conocimientos. Y el portador de ese saber en la escuela (el educador) posee, entonces, el poder que le corresponde.
La escolarización va a contribuir significativamente al desplazamiento de las formas desordenadas de la cotidianidad al disciplinamiento social como concreción del anudamiento entre orden y control. Un disciplinamiento que, en la institución escolar, se disemina en rituales y rutinas, en secuencias de contenidos, en administración de espacios, en diseños arquitectónicos, y en los medios del buen encauzamiento, como la vigilancia jerárquica, el examen, la sanción normalizadora, la inspección, el registro; todos ellos articulados con la función de la mirada como mecanismo de control social (Foucault, 1976): lo que se puede ver está controlado, y en la medida en que se vigilan los sujetos y las acciones, se produce el orden social.
La escolarización como disciplinamiento es una estrategia de racionalización, cuyo objeto es remediar el hedor de las culturas populares, la oscuridad, la confusión, el desorden, el atraso. Y lo hace centrándose en la higiene, la sujeción, la corrección, la disciplina, el orden, la distinción, las buenas costumbres, la clasificación (Varela y Álvarez Uría, 1991). Razones de inferioridad, anormalidad, o de clase, han sido siempre los argumentos para la escolarización y el consecuente disciplinamiento del «otro». La naturaleza del «incorregible» (dice Foucault, 1993b), descalificado como sujeto de derecho, provocó -además- la institucionalización del «encierro».
La eficacia del control en la escolarización, ha estado vinculada con «las» efectoras del mismo: las maestras. Si de lo que se trata es de pasar de la «naturaleza» a la «sociedad civilizada», las maestras favorecen la internalización de la normatividad, representando no una violencia, sino el habitus familiar (del idion a superar). Para Sarmiento, la «ductilidad femenina», en un estado semibárbaro, es el mejor factor para la sumisión a la autoridad, para el orden y el control, porque afectiva y socialmente las mujeres están más cerca del «estado de naturaleza» a remediar (véase Sarmiento, 1949).
Puede observarse que la gratificación de las necesidades instintivas es incompatible con la sociedad civilizada; y de este modo acceder al «mito» del «estado de naturaleza», propio de la soberanía de la ananke. En teoría, el aumento de la productividad hace más real la promesa de una vida mejor y más feliz para todos; pero, en la práctica, la intensificación del progreso parece ir unida a la intensificación de la falta de libertad (Marcuse, 1981). Disciplinamiento, en esta línea, significa que el principio de realidad necesita de la represión del principio del placer; que el instinto y la naturaleza están fatalmente sujetos a la transformación cultural e histórica. Pero la historia del hombre es la historia de su represión, ya que la cultura restringe la estructura instintiva. De lo que resulta que la represión/restricción es la precondición esencial para el progreso.
Pero el objeto de la escolarización es que la racionalización sea asumida como propia en la producción del individuo y del actor social. El sujeto mismo aprende a racionalizar el placer, aprende a sustituir el placer inmediato, irreprimido, el gozo por el juego, por el «placer» retardado, restringido, seguro, y por el trabajo. Según Herbert Marcuse, el resultado es que el individuo llega a ser un sujeto consciente, pensante y racional. La escolarización se hace cargo de la producción de un acontecimiento nodular: la sustitución del principio del placer por el de realidad, que es el gran suceso traumático en el desarrollo del género y del individuo. Se hace cargo del paso de las actividades sexuales a las económicas, en términos freudianos. Tanto el nivel ontogenético como el filogenético basados en la represión, necesitan del orden y el control racional, de un disciplinamiento de lo natural y de la libertad. La escolarización, como proceso «cultural», nos hace pagar el precio de la libertad, constituyéndose así en una grandiosa paradoja de la modernidad (que nos prometía esa libertad).
Sin embargo, la insatisfacción (la no gratificación) y el deseo reprimido, producto del ser dominado, deben ser redimidos (disueltos, asimilados, diluidos, aprovechados) mediante acciones sociales positivas. Podría afirmarse que la misma energía del deseo insatisfecho, aumenta el deseo, que es aprovechado por la sociedad capitalista para disciplinar, consumir, trabajar, producir, es decir: responder al principio de realidad, en el mismo acto de la represión del principio del placer.
Necesitamos aquí referirnos al psicoanálisis. "El psicoanálisis ha demostrado que son, predominantemente -si no exclusivamente-, impulsos instintivos sexuales los que sucumben a (la) represión cultural. Parte de ellos integra la valiosa cualidad de poder ser desviados de sus fines más próximos y ofrecer así su energía, como tendencias 'sublimadas', a la evolución cultural" (Freud, 1988, Vol. 15: 2740). Es claro que cuando Freud habla de energía que se ofrece (en forma sublimada) se está refiriendo a esa misma energía puesta al servicio, en este caso, de la sociedad capitalista, en las formas del trabajo y la acción social, ahora disciplinados o racionalizados. Incluso Freud, en el Esquema del psicoanálisis citado, habla de una doma de lo inmoral (lo instintivo-sexual), donde lo inmoral haría referencia a la negación de la moral capitalista, disciplinante, dominante.
El disciplinamiento hace que la función de las «descargas motoras» sea empleada en la «apropiada alteración de la realidad». Es decir, las energías del placer, son convertidas en acción. Con lo que las exigencias del principio del placer siguen existiendo bajo el principio de la realidad, pero transubstanciadas. Son puestas al servicio de la economía. Una de las finalidades claves de la escolarización, es provocar en los individuos esta transubstanciación del placer.
Pero si para perpetuar la vida humana ha sido necesaria una represión básica, la dominación social provoca una serie de restricciones que Marcuse denomina represión excedente. Además desarrolla el problema del principio de actuación (performance principle), que es la forma histórica dominante del «principio de la realidad» (Marcuse, 1981: 46). Los diferentes modos de dominación del hombre y la naturaleza, dan lugar a varias formas históricas del «principio de la realidad», que según sus intereses específicos, introducen controles adicionales sobre los indispensables para la vida social. Estos controles adicionales constituyen la represión excedente. En el caso de la sociedad moderna y capitalista, los controles adicionales están gobernados por el principio de actuación, que estructura a la sociedad de acuerdo con la actuación o performatividad económica. Por ejemplo, en nuestro sistema no es el trabajo lo opuesto al Eros, sino el trabajo alienado o enajenado.
Para lograr el disciplinamiento -además- la escolarización también va configurando «modos del deseo», de tal manera que las restricciones operan como una fuerza internalizada: el individuo «normal» vive su represión «libremente» y desea lo que se supone que (según el principio de actuación) debe desear (véase Marcuse, 1981: 54-55). En éstos términos, la racionalización estratégicamente desplegada en la escolarización (en cuanto disciplinamiento), produce más un performer que un transformer; un ejecutor eficaz que un actor social.
2. Cultura popular vs. cultura letrada
El estudio de las «culturas populares» en la modernidad ha sido objeto de diferentes disciplinas en los últimos años. Jesús Martín-Barbero describe un escenario representativo de lo que significa la modernidad sobre todo en Europa (Martín-Barbero, 1987; 1990). Pero su validez es indiscutible en cuanto muestra la constelación de situaciones que acompañaron el paso de una cultura «popular» a una cultura «letrada» (paso que aún hoy es objeto de discusión si en realidad fue dado).
Para Barbero, la modernidad es una irrupción que está ligada al capitalismo, la industrialización y el iluminismo, y para imponer este estilo de organización se necesita uniformar costumbres y combatir los poderes territoriales que desafían a la nueva disposición social. El problema del saber no es más que el asunto de un andamiaje ideológico para sostener el nuevo diseño, que se basa en el saber frío, lógico y racional de los varones. Desde allí, tal vez, debamos empezar a comprender por qué las culturas populares han sido asimiladas a la sensibilidad. Barbero va más allá: habla de la seducción femenina (misterio y opacidad), que también instaura una seducción por un tipo de saber, del cual el poco seductivo saber racional nada quiere saber.
La lucha por la hegemonía que se instaura, y que como tal es cruel e injusta, pretende (de parte de los «letrados») lograr un consenso que no podrían obtener de otro modo. El consenso que buscan, inclusive es contradictorio con sus procedimientos. Los hombres del «saber racional», la mayoría de las veces quemaron las brujas sin ningún tipo de comprobación (aunque defendieran la ciencia) sino sólo con la delación de algunos adulones o temerosos.
La escolarización jugó un papel clave porque enseñaba a los chicos un saber lógico y racional incompatible con la diversidad, el desorden y la confusión de creencias, expectativas, modos de transmisión y acciones populares. La escolarización hizo caer en desprestigio un conjunto de tradiciones y visiones del mundo que estaban fuertemente ligadas al pasado de cada región, y que vivían en la memoria.
En Latinoamérica, la pugna entre culturas ha tenido aristas particulares. Más allá de poder realizarse una lectura acerca de los cruces culturales, del lado «blando» o «duro» del impacto de la modernidad en América, del mestizaje como «matriz cultural», del sincretismo, del la heterogeneidad multitemporal y las hibridaciones, Rodolfo Kusch ha propuesto una doble comprensión (que implica una doble forma de situarse) necesaria para acceder a nuestra cultura. La dualidad entre sujeto pensante y sujeto cultural en América (Kusch, 1976), hace que debamos acceder a ella considerando dos presiones: la del hedor y la de la pulcritud; la del mero estar y la del ser alguien (Kusch, 1986). Por un lado, lo deseable: el progresismo civilizatorio, lo racional, lo fundante; por el otro, lo indeseable, el primitivismo bárbaro, lo irracional, lo arcaico, lo demoníaco. El hombre latinoamericano vive esta dualidad en la forma de dos presiones: la seducción por ser alguien (una libertad sin sujeto, pero rodeada de objetos) y el miedo a dejarse estar (una amenaza con la fuerza de lo bárbaro: el miedo a «ser inferior»).
Preexiste en la historia cultural latinoamericana un mito: el mito de la pulcritud, según el cual la civilización (la «pulcritud») y el progreso debe remediar la barbarie y el atraso (el «hedor»). Como contrapartida de este emprendimiento de mutación del ethos popular, el «hedor», lo que hay de profundo y creativo propio, fagocita la «pulcritud» y su «patio de objetos». La escolarización ha sido pensada como uno de los factores determinantes en este remedio de la barbarie y el atraso -o para la «miseria moral» y la «ignorancia» (Saviani, 1988), o en la mutación del ethos popular. La pulcritud que transmite la Escuela, como formadora del ser alguien, son los saberes «modernos», científicos, tecnológicos, y las pautas de vida, conductas y valores propios de Occidente. La escolarización permite la transmisión de un «patio de objetos» culturales y científicos, y la normalización, disciplinamiento o moralización de la vida «bárbara».
La dualidad aparece en los términos de civilización y barbarie en Domingo Sarmiento, como contraposición del «espíritu» y la «naturaleza» (Sarmiento, 1964). Es muy sugestiva la asimilación del gaucho y su cultura a la naturaleza, como en el capítulo segundo del Facundo, o en el retrato de Quiroga en el capítulo quinto. La sociedad civilizada, que implica el progreso material (modernización) y la perfección moral, debe construirse contra su propia naturaleza, con la idea de sustitución y no de complementación. En el esquema sarmientino, la relación entre el sujeto pedagógico y la Nación tiene un claro sentido «positivo» (el positum de la civilización es Europa) y no proviene del rescate de lo propio. Más bien la propuesta es encarar lo propio y, trocándole su destino, proyectarlo hacia la civilización. En este marco, las masas populares son vistas como hordas indisciplinadas, y la escolarización es una guerra contra ellas por medios no violentos (Facundo debe morir, y el arquetipo es Barranca Yaco; Sarmiento, 1964: capítulo 13). De allí que la «educación popular» no se dirija al sujeto popular, sino a la «población»: categoría que implica la indeterminación sociopolítica por la vía del arrollamiento de los sujetos (Puiggrós, 1994). La contradicción está en que la escolarización (en la teoría) pretende la participación de los sujetos en el sistema sociopolítico (Sarmiento, 1949); los mismos sujetos que ella contribuye a eliminar (en la práctica). La legitimación del nuevo sistema se da por exclusión del diferente.
La escolarización ha debido naturalizar (presentar como natural algo que no lo es) la puesta en funcionamiento de una maquinaria (la maquinaria escolar; Varela y Álvarez Uría, 1991), y lo ha hecho sobre la base de la institución del «estatuto de la infancia». Un «estatuto» implica que algo ha sido instituido o congelado, donde había (y hay) variabilidad y procesualidad, estableciendo un equilibrio precario o momentáneo (que se pretende permanente y estable) de algo que es dinámico y variable. En este caso, la definición de un «estatuto de la infancia» ha estado articulada con la categorización del infante como menor, la emergencia de un espacio específico destinado a la educación de los niños (el edificio institucional escolar) y la aparición de un cuerpo de especialistas de la infancia dotados de tecnologías específicas y de cada vez más elaborados códigos teóricos.
Con la escolarización, se construye la idea del menor, que comienza a pensar en forma «moderna» y empieza a «avergonzarse» del saber oscuro de su familia. De este modo se rompía la continuidad de una cultura tradicional y se desplegaba con gran fuerza homogeneizadora la nueva cultura «moderna». La escuela como utopía de protección de los niños, que niega la vida social, ha contribuido efectivamente a la aceptación del disciplinamiento social o del statu quo, que está representado por la imitación de la vida «excelente» (según Platón) o por la repetición de los modelos vivos (los maestros de Comenio).
El desplazamiento del «mero estar» hacia el «ser alguien» (que está unido a la idea del progreso como un fantasma, anudado con la obtención de y la pertenencia sobre un «patio de objetos» materiales o simbólicos) se concreta en la educación como preparación para: preparación del menor para la civilización prometida, para la vida futura, para el mundo adulto, para la vida social, para el mercado, para el mundo laboral. Los estatutos (como el de la infancia) tienen que ser considerados e investigados como nudos de hegemonía (según propone Raymond Williams, 1997), donde la fijeza que uno puede ver, por vía de la historización revelará el acallamiento de los conflictos y su suspensión a través de la de-signación de la realidad y los contendientes. Los «conceptos» instituidos (como el de «infancia» o «menor») llevan inscriptos conflictos materiales que pretenden acallar o suspender racionalizándolos.
3. De la oralidad a la escritura
La escolarización ha producido cambios drásticos en la cultura humana, como lo es el paso de las culturas orales a la lógica escritural. Para nosotros es casi imposible situarnos en una cultura oral primaria, ya que hemos sido alfabetizados. Combinando diferentes marcos conceptuales, podría caracterizarse esa situación como el estar para escuchar/ser escuchado. En una cultura como la hebrea aparece este imperativo en el semá del libro del Deuteronomio (cap. 6, versículo 4). La palabra oral no tiene presencia visual; el sonido puede ser evocado, pero no se puede detener. Por eso, en estas culturas tiene importancia el decir -más que lo dicho, en el sentido levinasiano (Levinas, 1971; 1993).
El saber está constituido por lo que se puede recordar. La cultura oral necesita para su transmisión de un interlocutor, que se piensen y digan cosas memorables y que se recurra al ritmo, la respiración y los gestos, como ayudas de la memoria. La construcción que registra y norma la comunicación es el refrán o proverbio, que expresa el ethos de la comunidad. La palabra oral está ligada a la experiencia, a los matices culturales agonísticos, a lo contextual.
Numerosas investigaciones (especialmente antropológicas) han permitido registrar el papel que jugó la escritura en la organización socio-política moderna. Está claro que la escritura no ha sido esencial (no ha sido la única causa) para el desarrollo de las asambleas en las que se desenvuelve la lucha política. Sin embargo, la escritura ha jugado un papel fundamental como instrumento del poder popular y de las masas (Goody, 1990: 152).
La alfabetización, asociada a la lógica escritural y a la escolarización, provoca procesos de los que nunca se vuelve. Más allá de lo que dan cuenta las investigaciones en cuanto a la influencia de la escritura en el proceso político moderno, en la economía de mercado, en la administración del Estado y en la organización jurídica (Goody, 1977; 1990), la alfabetización masiva, conjuntamente con la escolarización, ha producido un cambio drástico en las culturas. Antes que otra cosa, la escritura (como tecnología de la palabra) ha provocado una reestructuración de la conciencia (Ong, 1993: capítulo IV). De este modo, la alfabetización ocasiona un cambio drástico e irreversible en el ethos: aunque abre nuevas sendas al conocimiento y la cultura, cierra otras definitivamente.
La lógica escritural reemplazó a la cultura oral primaria como modo de comunicación, producción de conocimientos y configuración de prácticas sociales. Podemos sostener que existe una relación entre tres elementos, a saber: (i) modos de comunicación; (ii) estructuración de la percepción, y (iii) evolución del imaginario y las acciones colectivas. Los cambios en el primer elemento condicionan/generan cambios en el segundo. La coevolución del primer y segundo elemento provoca a su vez la evolución en el tercero. Como por ejemplo, el paso del arte de la memoria (cuyo eje es la acumulación de experiencias de vidas) al saber racional (que se centra en el análisis «distanciado» de lo concreto) que produce un efecto desestructurador y reestructurador sobre la conciencia. Es el cambio de una cultura ligada al contexto, a otra centrada en el texto.
También es el profundo cambio de una cultura combinada al oído a una centrada en la vista. En la primera, la voz proviene del interior; en la segunda, la vista se adapta a la luz exterior. El oído une, envuelve al oyente; la vista aísla y distingue. El oído es un sentido multidireccional y unificador, mientras que el sentido de la vista es unidireccional y divisorio. El ideal del primero es la armonía y el ideal del segundo, la claridad y la distinción.
El objetivo del método cartesiano es el logro de un conocimiento claro y distinto (frente a lo oscuro y confuso). Desde este momento, la claridad y la distinción están entrañablemente unidas a la racionalidad instrumental. Las mismas reglas cartesianas acerca de la moralidad se centran en el orden, el examen, la distinción, etc., que contribuyen al despliegue de la racionalización.
La escritura se convierte en un instrumento de disciplinamiento, pero no sólo en el sentido de adecuación a un modelo de escritura, tal como proponen algunos autores (Querrien, 1994). La normalización y moralización operadas con la escritura, no deben restringirse al campo de las desviaciones formales del hecho de escribir, e incluso al contenido de lo que está escrito. Como muestra Ong, la escritura impone una mediación y un tipo de orden lógico en la comprensión del mundo (que en el fondo es ideológico). Por eso es posible hablar de una lógica escritural.
La escritura origina un lenguaje «libre de contextos», descontextualizado y descomprometido, que no puede ponerse en duda o cuestionarse directamente, porque el discurso escrito está separado (en el libro) de su autor. El que escribe, lo hace en un acto solipsista. El texto presenta un producto y esconde un proceso. Por eso, como señala Jack Goody, la escritura se consideró en un principio como instrumento de un poder secreto y mágico; poder que aprovecharon los «letrados» (y los maestros) para diferenciar su cultura de las culturas populares (Goody, 1977).
De allí que la alfabetización haya producido una insalvable distancia entre la sensibilidad oral y la organización escritural. Como la idea platónica -como forma visible, que no tiene voz, inmóvil, sin calidez ni interlocutor, aislada, separada del mundo vital-, desplazó al mundo oral, variable, cálido y comunicativo (Havelock, 1963). Es la escritura la que posibilita una introspección cada vez más articulada, mediante la separación del cognoscente y lo conocido, o la contraposición entre el sujeto y el objeto.
Por otro lado, las redes sociales que se configuran a partir de la Escuela y de la lógica escritural, han favorecido la efectividad de formas de control social en una mayor amplitud y la composición de una mayor cantidad de individuos en una red social que los identifica. En la red social escolar, el papel de los actores, el carácter de los vínculos, la centralidad y el tipo de relación existente (como elementos que componen las redes sociales) están muy bien definidos, y contribuyen en general al disciplinamiento.
El desplazamiento de las culturas orales primarias a la «lógica escritural» produjo la convicción de que la educación tiene que circular alrededor de la lectura y la escritura, justamente como posibilidades de obtener un conocimiento claro y distinto de la realidad. La escritura se convierte así en un patrimonio de la educación y se articula con un modo de transmisión de mensajes y con una forma de ejercicio del poder culturalmente centrada en el libro, como localización del saber y de «lo culto». Porque la escritura podía capturar la regularidad y normatizarla, como una forma de sobrepasar el decir a través de lo dicho, como forma de captura y regulación.
Más allá de haberse unido la escritura y la alfabetización al proceso del disciplinamiento, la alfabetización -unida al complejo imprenta/Escuela- puede sin embargo tener dos consecuencias: (a) la igualación social, en la medida en que la alfabetización se democratiza y universaliza, y el desarrollo de la participación popular y el poder de las masas; o (b) el acrecentamiento de la brecha entre sectores sociales, debido a que los sectores bajos no cuentan con las bases materiales necesarias para hacer correctamente el proceso acumulativo o de estructuración requerido por la lecto-escritura (cfr. Huergo, 1994).
4. Del «estado de naturaleza» a la sociedad
El paso del estado de naturaleza (sea visto según las descripciones de Hobbes, Locke o Rousseau) a la sociedad, es garantizado por la escolarización. La denominada «educación popular» tiene por objeto la incorporación de los individuos a la organización social y política moderna. Su finalidad, en principio, es la formación de un ciudadano capaz de vivir en el nuevo sistema.
Condorcet, quizá, pueda ser considerado el propulsor de la «educación democrática»; por eso percibió la necesidad de formar al ciudadano democrático. Horace Mann, en EE.UU. apostó a que la educación, como ilustración de los ciudadanos, era la base para la participación en la vida republicana. Por eso la Escuela pública debía ofrecer las mejores condiciones.
En Argentina, volvemos a Sarmiento. En un trabajo de 1853 (Sarmiento, 1856) analiza Sarmiento diversos factores demográficos, económicos, ocupacionales) a tener en cuenta, relacionados con la educación, para constituir la «sociedad civilizada». En síntesis, la tesis del Maestro es la siguiente. Existe una variable interviniente: la educación, en el marco del paso de la economía fundamentalmente ganadera, a la agropecuaria. A través de ella deben formarse productores capaces de ser agentes de cambio. Este proceso debería ser acompañado por políticas inmigratorias y civilizadoras, que favorezcan la formación de una «clase media» de agricultores. Indudablemente, está la marca de la experiencia del autor en EE.UU. y su conocimiento de Horace Mann.
El paso del «estado de naturaleza» a la sociedad se logra con la escolarización que tiende a formar pequeños propietarios de la tierra y sujetos de derechos políticos. La finalidad económico-política de la educación, sin embargo, debe estar garantizada por el paso de una estructura oligárquico-ganadera a otra democrático-agropecuaria. Esta apuesta de Sarmiento fracasó. En principio porque Sarmiento está pensando en la cultura de los colonos norteamericanos; casi como en la interpretación de la relación entre la ética protestante y la formación del capitalismo, de Weber. Pero además, porque la oligarquía ganadera (sostenedora de la cultura «natural» del gaucho) como grupo dominante, no permitió el cambio en el «modelo de desarrollo» ni en el modelo político hegemónico. La educación, entonces, no tuvo significación como formadora de sujetos, sino como escolarización tendiente al disciplinamiento. Esto porque copió no sólo un modelo de moralización, sino porque reprodujo (como se ve en Sarmiento, 1949) en las Escuelas la disciplina del trabajo mecánico propio de la revolución industrial. Sólo provocó que el paso del «estado de naturaleza» a la sociedad significara como normalización o asimilación de normas para la racionalización de la vida cotidiana.
En el paso del «estado de naturaleza» a la sociedad, como se ve, aparece la relación entre ethos y economía política. Y resuena el debate al respecto iniciado con distintas conceptualizaciones, como las de Marx y Weber, entre otros. Sin embargo, si bien el ethos (sea religioso, cultural, etc.) gravita en la formación cualitativa y en la extensión cuantitativa de un modelo; el modelo, a su vez, gravita en la configuración de ese ethos. Cuando se da uno sin el otro, es probable que ocurra lo que ocurrió con el modelo de Sarmiento, que el efecto sea sólo moralizador y, por tanto, disciplinador.
Por otro lado, el descreimiento de Sarmiento, y del Alberdi de las Bases, hacia el gaucho (en virtud de su «estado de naturaleza»), hace que la sociedad sólo pueda advenir por copia, por imitación, por sustitución. Alberdi lo expresa claramente: ¿podrá la educación lograr en el argentino la "fiebre de actividad y de empresa que lo haga ser el yankee hispanoamericano? (...) Haced pasar al roto, al cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción; en cien años no haréis de él un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente (...) No tendréis orden, ni educación popular, sino por el influjo de masas introducidas con hábitos arraigados de ese orden y buena educación" (Alberdi, 1992: caps. 13 y 15).
En el paso del «estado de naturaleza» a la sociedad, hay una situación que debe ser superada: la necesidad. El proceso se configura como paso del reino de la necesidad al reino de la autonomía, de la libertad. Inclusive, hay dos manera de percibir la libertad, como se observa en el epígrafe del capítulo 3 de Facundo. Sarmiento cita al inglés Francis B. Head, en francés: "Le Gaucho vit de privations, mais son luxe est la liberté. Fier d'une indépendance sans bornes, ses sentiments, sauvages comme sa vie, sont pourtant nobles et bons". La libertad de la civilización tiene relación con la sujeción, el gobierno que implica un orden regular, los límites de la propiedad, el capitalismo. La «otra libertad», la libertad sin límites en que «forma» la naturaleza, que crea una desasociación normal, plantea la necesidad de una sociedad que remedie la barbarie (Sarmiento, 1964: cap. 3).
El problema mítico de la superación de la necesidad, ha sido uno de los móviles de la conformación de las sociedades modernas. Argentina ha seguido, en los tiempos de la constitución del sistema educativo y de la escolarización, el camino de la repetición, de la imitación. Estaban de moda los congresos pedagógicos en Europa, se realizó el Primer Congreso Pedagógico en Argentina. La Ley 1420 de educación está «inspirada» en la Ley Ferry de Francia. La Escuela se construyó con el eje del «normalismo», donde los maestros europeos y norteamericanos transvasaban su propia cultura «normal» educativa a los futuros maestros argentinos. Pero estas imitaciones no garantizan la superación de la necesidad.
El par conceptual «estado de naturaleza»/sociedad, ha tenido funcionalidad política: en Hobbes con la monarquía absoluta; en Locke con la monarquía parlamentaria. La necesidad es el factor por el cual este paso es imprescindible. Sin embargo, la necesidad puede ser falsa, en el sentido en que es impuesta por intereses socioeconómicos a los individuos, para su represión (Marcuse, 1985). El par conceptual, que debe vincularse a la «teoría de la soberanía» y que sirve de basamento para el ordenamiento sociopolítico, responde a los intereses de los sectores dominantes.
Al analizar Foucault la sociedad occidental moderna, abordada a la luz de la teoría del derecho, observa que éste se encargará de legitimar el poder teniendo a la soberanía como discurso justificativo. "El discurso y la técnica del derecho han tenido esencialmente la función de disolver dentro del poder el hecho histórico de la dominación y de hacer aparecer en su lugar los derechos legítimos de la soberanía y la obligación legal de obediencia" (Foucault, 1993a: 25). En otras palabras, el poder necesita de un sujeto sometido; y dicho sometimiento necesita una justificación racional para ser aceptado por aquél. De este modo, la «teoría de la soberanía» encubre/disuelve la dominación. Con lo que la necesidad puede transformarse en un poderoso argumento e instrumento de sometimiento.
El «estado de naturaleza», en la constitución de lo político, ha sido asociado a la vida íntima, a las pasiones y a la familia. El individuo se produce con el paso a la sociedad y su organización racional. La Escuela es el lugar donde se produce la ruptura con el medio originario y la apertura al progreso de la sociedad, por obra del conocimiento y la participación en la sociedad racional (Touraine, 1994: 20 y 206). La constitución de lo político, así, está en directa oposición con la asociación natural, cuyo centro es la vida familiar (Arendt, 1993: 39). La escolarización debía instituir en el hombre esta especie de segunda vida: la vida política.
Trayectos nómadas: La analogía de la ciudad
La ciudad de La Plata es la ciudad en la que nací y en la que vivo, aunque siempre la he habitado desde la periferia, desde una posición suburbana. La ciudad, que frecuentemente nos habita, tiene recorridos que todavía no son viajes largos. Pero en esta ciudad hay, acaso, un destino pretrazado, que la diseña y que, a la vez, condiciona los recorridos. La ciudad de La Plata es una de las pocas ciudades planificadas de América Latina: una ciudad imaginada y dibujada antes de que existiera en 1882; una ciudad planeada por el imaginario positivista de orden, control y progreso.
Revisando los planos posibles de La Plata (los planos que revisó Pedro Benoit para que Dardo Rocha fundara una ciudad en las Lomas de la Ensenada) inmediatamente uno se encuentra con alternativas que confluyen en una misma idea: una ciudad diseñada, pensada, imaginada como complejo de dispositivos de control y vigilancia, que en el plano están expresados por las diagonales. Las diagonales que se diseñaron confluyen en los dos centros: el centro geográfico de la ciudad y el centro político. En ambos casos, se ven coronadas por dos plazas amplias: antes que ágoras potenciales, pensadas como espacios de paseo y recreación. Por las diagonales, eventualmente, las fuerzas del orden podrían recorrer más rápidamente el trayecto que va de la periferia al centro (que es el mismo que va del centro a la periferia).
Con el tiempo, el momento fuerte del disciplinamiento y la previsión del desorden (que implicó esos dispositivos de vigilancia a la manera de un panóptico urbano) se fue diluyendo y dejando paso a un disciplinamiento cuyo eje es el mercado. De ese modo, el centro de la ciudad se descentró no sólo geográficamente sino también en su significado: el centro es solamente el centro comercial, y por los otros centros (al fin lugares de paseo y recreación) sólo en algunas ocasiones hay episodios que son señales de oposiciones y resistencias a situaciones o estructuras políticas, económicas o culturales.
Sin dudas existe una analogía entre la ciudad, sus formas y recorridos, y los saberes nómades (o que se nomadizan en la posmodernidad). Saberes que son producidos como dominios por las diversas prácticas itinerantes, en este caso, de Comunicación/Educación. La idea de Francis Picabia que hace suya Mabel Piccini: "atravesar las ideas como se atraviesan las ciudades", tiene una inmensa riqueza. El campo de Comunicación/Educación tiene que atravesarse como se atraviesan las ciudades. La ciudad puede atravesarse por costumbre, según circuitos pretrazados o por calles que son siempre las mismas y que llegan siempre a los mismos destinos. Los transeúntes, en ese caso, están habitados por una especie de estancamiento en el cual las travesías acostumbradas o regulares obturan muchas otras posibles. Este es el caso del persistente imperialismo de la escolarización en comunicación/educación.
Pero, también, las ciudades pueden ser atravesadas no sólo por las diagonales diseñadas, sino por otras infinitas diagonales o recorridos oblicuos que conforman rupturas del estancamiento; y no tanto como rupturas prefiguradas, que de nuevo funcionan como diseños, sino como verdaderos itinerarios que acompañan y configuran imaginarios urbanos múltiples. He aquí una figura del nomadismo como posibilidad de inscribir, cada vez, nuevas trayectorias. Que los itinerarios y los transeúntes sean nómadas, no significa que la materialidad turbulenta sea nómada de manera absoluta. Sostener el nomadismo en las prácticas, los procesos y los sujetos significaría atomizarlos, percibirlos autónomamente de algunos puntos de referencia diagonales que han configurado, incluso, su nomadismo. Si no fuera así, ¿de qué modo comprender cómo sigue trabajando la hegemonía en este desbarajuste? o ¿cómo se articulan oposiciones y conformismos en estas convulsiones culturales?.
Finalmente, las ciudades pueden atravesarse atendiendo a las trazas, a las señales o a las marcas, como verdaderas estigmatizaciones, que han dejado en ellas el plano (como figura de un proyecto más amplio) y la memoria (como historia vivida en la traza); plano que articula a las tácticas del hábitat con las grandes estrategias geopolíticas; memoria que articula las biografías singulares con los tiempos largos de la historia. En ese caso, la constelación de itinerarios y configuraciones posibles hablan siempre de una relación con otros mundos en este mundo: macrotrayectos que condicionan y son condicionadas por las trayectorias, y que pueden ser nombrados como «trayectos de comprensibilidad». Por eso, antes de revisar los microprocesos de revoltura en la «comunicación en la educación», vamos a presentar algunos puntos de referencia que generan «trayectos de comprensibilidad» en el plano de las estrategias geopolíticas y la historia, donde se inscriben las nomádicas tácticas del hábitat y las biografías.
Pistas trasnversales: Trayectos de comprensibilidad de las revolturas culturales
¿Cuáles son los «trayectos de comprensibilidad» que operan como pistas transversales en la comprensión de un campo hoy, como el campo de Comunicación/Educación, traspasado por las revolturas culturales?. Atravesar Comunicación/Educación como se atraviesan las ciudades, significa considerar los macro-puntos de referencia que se articulan con los itinerarios y los transeúntes, como si fueran «trayectos de comprensibilidad».
1. En primer lugar, la revolución científico-tecnológica, como primer «trayecto de comprensibilidad». La noción de revolución científico-tecnológica alude, en primer lugar, a los descubrimientos y nuevos aprovechamientos en el área energética, al desarrollo de la biogenética, la producción de nuevos materiales (plásticos en lugar de aceros, por ejemplo) y, muy particularmente, a la aplicación de la tecnología electrónica a la información y a las comunicaciones, a los procesos de automatización generados por la robótica, a los sistemas de expertos y a la inteligencia artificial, que provocan sistemas de diseño, producción y administración más flexibles. Para la filósofa argentina Cristina Reigadas, los cambios operados en estos terrenos contribuyen a profundizar los reordenamientos políticos y económicos mundiales, produciendo una verdadera transmutación del horizonte cultural (Reigadas, 1987). Esta revolución posibilita la transnacionalización de la economía y de la información, que originan procesos crecientes de centralización (globalización) económica y descentralización política. Mutaciones en el diseño provocan un desplazamiento del denominado fordismo al toyotismo, como forma de organización por computación central y reticular mundializada, acompañado de nuevos sistemas flexibles de producción. Una de las consecuencias más rápidas y profundas de esta revolución es el cambio y el impacto que produce en el concepto y en las condiciones del trabajo humano. Un inmenso problema es la expulsión de enormes proporciones de trabajadores en todas las actividades, lo que significa la generación de una población excedente absoluta: no ya explotados o precarizados, sino sumidos en la marginalidad y la miseria.
Esta revolución ha estado acompañada por importantes cambios en las relaciones y en la estructura del poder mundial. El tránsito de los núcleos metropolitanos y el desenvolvimiento de procesos imperiales y neocoloniales (existentes hasta la Segunda Guerra Mundial), hacia una estructura de poder bipolar (EE.UU. y U.R.S.S.) con áreas de influencia desarrolladas o subdesarrolladas, después de la Segunda Gran Guerra, ha sido complejo y altamente conflictivo. Nuestra época se caracteriza por un acelerado descentramiento del poder y por la estructuración de un policentrismo mundial, que tiende a reproducir antiguas concepciones geoestratégicas (cfr. Argumedo, 1996). Además de la Europa integrada y del bloque del este asiático, uno de los polos de poder mundial es América, que significa (en principio) América Latina bajo la hegemonía norteamericana (evocando la Doctrina Monroe). La «nueva doctrina Monroe» está en el intento de hacer de América Latina una zona cautiva para los intereses de un declinante EE.UU., garantizando el control del mercado del 20% de los latinoamericanos: los ricos. Las presiones se orientan a la adscripción a las políticas del FMI y el Banco Mundial, al pago de la deuda externa y a las orientaciones de las políticas económicas nacionales para ingresar al «Primer Mundo».
2. El segundo «trayecto de comprensibilidad» es la globalización, que tiene más valor como artefacto lingüístico que como concepto. En cuanto noción proveniente de la economía, la postulación de la globalización, en la administración de los asuntos económicos y de las informaciones, designa el control de la producción, del intercambio financiero y de las transformaciones en las comunicaciones y la información por parte de megacorporaciones mundiales, y la relativa desregulación de los mercados. La globalización, en rigor, funciona de esta manera -en cuanto a la apertura y desregulación de mercados y el derrumbamiento de las fronteras comerciales- sólo en América Latina y algunas pocas otras regiones; esta apertura no funciona en muchos de los países denominados «desarrollados». En Estados Unidos, por ejemplo, hay cupos y «fronteras» comerciales, lo que contribuye a sostener que la regulación existe y que las estrategias de desregulación/globalización son una demanda-trampa para los países latinoamericanos, por ejemplo, como formas que favorecen la redefinición de nuevos mercados. Para Noam Chomsky la globalización de la economía, en realidad, sólo aporta nuevos mecanismos para colonizar y saquear grandes sectores (incluso del propio país), al poder trasladar la inversión y la producción a zonas de mayor represión y bajos salarios (Chomsky, 1996). Con lo que la globalización contribuye a una nueva tercermundialización en dos niveles: sometimiento, colonización y saqueo de la mayoría de los países, y dentro de cada país, de la mayoría de las poblaciones.
3. El tercer «trayecto de comprensibilidad» lo constituyen las políticas neoliberales. En el marco de la reestructuración del poder mundial (del orden bipolar al policentrismo del poder), favorecida por el desarrollo de las empresas transnacionales, entre otras cosas, el concepto-trampa de la globalización parece requerir de una condición. Esa condición es la desarticulación de los Estados y de los pilares de su soberanía (Argumedo, 1996). El despliegue de los modelos políticos neoliberales producen un triple equívoco. El primero se debe a la cooptación (que significa cuando se toma un término y se le da otro sentido) del concepto de democracia por parte del poder financiero, lo que contribuye a desarticular al Estado soberano. Si la democracia ofrecía posibilidades para que el pueblo juegue un significativo papel en la administración de los asuntos públicos, la «democracia» neoliberal se produce cuando imperan los procesos empresariales sin las interferencias del pueblo, que es considerado una amenaza. Otro equívoco es el planteamiento de la necesidad de construir un «Estado neoliberal», cuando el neomonetarismo trabaja sobre la base de un Estado saqueado y desarticulado. El neoliberalismo está constituido por un conjunto de políticas que organizan y garantizan (por vía del sometimiento, colonización y saqueo) la recaudación de recursos económicos y financieros para grandes grupos transnacionales. El tercer equívoco consiste en la postulada inclusión en el Primer Mundo. Esta inclusión significaría adoptar los beneficios de la revolución científico-tecnológica. Entretanto, los altos índices de desocupación y subocupación denuncian no sólo que esa revolución produce una descalificación acelerada de la población económicamente activa, sino que el neoliberalismo condena a nuestros pueblos a una rápida entrada en un círculo de precarización laboral y marginalidad.
Este tipo de equívocos y cooptaciones son propios de la época de restauración conservadora como estrategia frente a los desafíos planteados por la revolución científico-tecnológica. La conformación de un nuevo orden mundial había sido ya un pedido de justicia, equidad y democracia en la sociedad mundial, formulado por las sociedades del sur. Dicha petición, desoída, fue cooptada y audible en la voz de George Bush, que al usar la frase «nuevo orden mundial» le otorgará el sentido de una «nueva era imperial»: un sistema globalizado orquestado por ejecutivos del G-7, el FMI, el Banco Mundial y el GATT. El «orden neoconservador», sin embargo, se articula con formas previstas (casi planificadas) de oposición social, que contribuyen a hacer compatible la sensación de libertad en el reclamo de justicia con la seguridad nacional de la época anterior; esas formas se presentan bajo la denominación de «conflictos de baja intensidad» (cfr. Ezcurra, 1990) que -prolongándose durante toda la década- no alcanzan a conformar ni resistencias ni subversión del nuevo orden.
4. El cuarto «trayecto de comprensibilidad» es la sociedad de la comunicación. Es el filósofo Gianni Vattimo quien sostiene que la sociedad en la que vivimos es una sociedad de la comunicación generalizada: la sociedad de los medios masivos (Vattimo, 1990). Afirma Vattimo que en el nacimiento de una sociedad posmoderna los mass media tienen un papel determinante, no porque la hagan más transparente, sino porque la hacen más compleja y hasta caótica; caos en el que residen ciertas esperanzas de emancipación, ya que los medios han contribuido a disolver los puntos de vista centrales y los grandes relatos. Lejos de producir una sociedad totalitaria, los medios son los componentes de una explosión y multiplicación de diferentes visiones del mundo, que hace imposible la idea de una realidad. Las posibilidades de emancipación residen en la posibilidad de liberación de las diferencias que provocan los medios. Pero además, la sociedad de la comunicación hace que surja una nueva cultura, la cultura mediática, que indica la transformación que los medios y nuevas tecnologías han producido en la cultura, en los modos de conocer, en las representaciones, en los saberes, en las prácticas sociales. En este sentido, los medios y las tecnologías han tenido la capacidad de modelar el conjunto de la vida social (según lo afirma el semiólogo argentino Eliseo Verón). Entre otras cosas, la sociedad de la comunicación y la cultura mediática han contribuido a poner en crisis la lógica centrada en la escritura y la lectura y han dejado paso a la denominada «hegemonía audiovisual», en la que predomina la sensibilidad y la emotividad por sobre la abstracción.
Para Gilles Lipovetsky, en cambio, lo que caracteriza a esta sociedad posmoderna es el proceso de personalización, que significa un quiebre del orden disciplinario y un despliegue de lo singular y lo íntimo, unido a una revolución del consumo, que permite (para el autor) el desarrollo de los derechos y los deseos individuales (Lipovetsky, 1990). Con el crecimiento, como valor fundamental, de la realización personal y el respeto a la singularidad, el proceso de personalización ensancha las fronteras de la sociedad de consumo. En este contexto, el nuevo individualismo implica la diversificación al infinito de las posibilidades de elección, la descrispación de las viejas posturas político-ideológicas y la reducción de la carga emotiva invertida en lo público. Así adviene una sociedad donde la primacía la tiene la comunicación y la expresión, como una especie de psicologización de lo público. Las transiciones fundamentales son tres. La primera es de la disciplina a la autodisciplina, conjugada con la seducción, el mundo del placer y el consumo y acompañada con las nuevas tendencias de la democracia: la descentralización (como descompromiso del Estado y reconocimiento de particularidades) y la autogestión (como sistema cibernético de distribución y circulación de información). La segunda es la transición de lo público a lo privado, unido al éxtasis de la libertad personal y a una nueva socialización flexible que significa apatía frente a lo público. La tercera es la transición del capitalismo autoritario al hedonismo permisivo, que se articula con la despolitización, la desindicalización y las iniciativas individuales e informadas de consumo.
Como podrá apreciarse, todos los «trayectos de comprensibilidad» han contribuido a la reformulación de los modelos sociales, de las relaciones entre sectores, de la socialización, la socialidad y la sensibilidad, y de las definiciones nacionales en el contexto internacional. A su vez, impactan provocando nuevas reflexiones acerca de las dimensiones que mutuamente se definen contribuyendo a la comprensión del «nosotros» (y de nuestra matriz y situación latinoamericana): la estructuración socioeconómica, la conformación de identidades culturales y la definición de las relaciones con otras sociedades. Con lo que es imposible soslayar estos macro-puntos de referencia a la hora de investigar y de pensar la comunicación en la educación como desborde del proyecto de escolarización.
La comunicación en el entramado de la revoltura cultural: microprocesos de crisis de la escolarización
En la comunicación en la educación percibimos cómo la revoltura sociocultural ha puesto al descubierto el desborde de la escolarización y ha evidenciado su agonía; y lo percibimos en los microprocesos cotidianos, para los que los conceptos consagrados ya no nos sirven del todo. Atravesamos esta situación como itinerantes nómadas; y es una clave que la recorramos así, porque lo que se revuelve junto con los procesos y prácticas socioculturales son los saberes, a los que no tenemos que cerrar y sacralizar prematuramente.
1. Desarreglo del disciplinamiento social
En la actualidad el disciplinamiento ha sufrido un corrimiento hacia novedosas formas relacionadas con un nuevo régimen de la visibilidad, por un lado, y con la atomización de los cuerpos, por otro (Piccini, 1999). La desmaterialización de los contactos, a partir de las novedosas técnicas de la velocidad, hace que lo real se haya convertido en un lugar de tránsito, un territorio en el que el desplazamiento es un imperativo. Vivimos bajo el imperio de la inestabilidad social articulada con la fluctuación y la fugacidad, donde el mundo vivido es, en buena medida, el mundo visible gracias a los artificios de la técnica, que hacen del mundo un objeto de visión. El mundo vivido se convierte gradualmente en imagen que acontece afuera y, a la vez, se integra como una secuencia más dentro de las escenas de lo privado. Incluso el otro, como exterioridad irreductible, se desmaterializa, se deslocaliza y se ve sometido a la estética de la desaparición, diluyéndose su carácter concreto e histórico[1].
La experiencia cultural actual (más allá del diseño panóptico y de los imperativos pedagógicos de olvido del cuerpo) marca una novedosa forma de control del cuerpo que ha tomado la figura del peep-show (Urresti, 1994). La figura del peep-show sigue el sistema general de la discoteca; la discoteca como nueva cárcel: la cárcel de la liberación, donde se encierran sujetos que están obligados a divertirse. Muy diferente a la fiesta, donde se intentan satisfacer los deseos, la discoteca es más bien el lugar de creación de deseos, pero como nueva forma del control. Ya no es uno el que mira sin ser visto (como en el panóptico) sino uno que está en el centro «obscenamente» (en el centro de la escena) buscando ser mirado, para que otros gocen de esa posibilidad de mirarlo. Llamativamente, el que está en el centro supone que lo miran, pero no puede ver (por la luz que lo encandila, o por vidrieras oscuras) efectivamente a los otros. El peep-show inaugura una forma de control del cuerpo centrada en la atomización, en las iniciativas de autocontrol, en la búsqueda de autosatisfacción, donde el otro encarna una forma de vouyerismo.
Esta experiencia se revela en la llamativa competencia entre los niños y entre los jóvenes para ser sancionados en los espacios escolares. Pero siempre con una sanción que se reconoce revelándose como un juego, en el cual la norma carece de sentido regulador de las prácticas (o, al menos, se redefine su sentido). La figura del peep-show en la escuela parece también anudarse, por un lado, con la cultura de la impunidad y la corrupción (como imponente burla nacional de los adultos a la sanción) y, por otro, con prácticas que, excediendo o burlando la legalidad, se legitiman y se hacen públicas como formas de prestigio y trascendimiento socioeconómico. De este modo se trastoca el sentido del derecho: los derechos vienen a representar ventajas relativas y privilegios sectoriales.
Los corrimientos aparecen en las escenas escolares desarreglando las relaciones disciplinarias y sus imperativos. Pese a estas revolturas, el ímpetu disciplinario y normalizador permea en múltiples proyectos educativos. En concreto, la educación pretende disciplinar la entrada del mundo en la conciencia, un supuesto de la concepción «bancaria» denunciado por Paulo Freire, lo que implica dos cosas: que el educando es pasivo y que la institución escolar es la portadora y guardiana de «lo culto». Este disciplinamiento opera no sólo en el orden del conocimiento, sino en el de la cultura y de las prácticas. Como tal, conserva en el nicho escolar a «lo culto», escamoteando la realidad: ya no existe «lo culto», sino la cultura como complejidad y como pugna.
2. Impotencia de la racionalización
El escenario escolar se ha transformado en «campo de juego» donde se evidencia (de manera persistente) el conflicto entre el horizonte cultural moderno (racional) y los residuos culturales no-modernos (no racionales; cfr. Huergo, 1998). Los residuos culturales no-modernos, que no han alcanzado a ser ordenados y controlados por la racionalización moderna, revelan el modo en que se juega la hegemonía en el escenario escolar y en que es desafiada y contestada la cultura dominante. Estos residuos se redefinen a través de diferentes tácticas (de los débiles), aunque existen como dos formas paradigmáticas «posmodernas». Una, las «formas resistentes de afirmación» de determinadas matrices culturales, que hacen problemática el análisis de las resistencias exclusivamente en términos de negación (cfr. Huyssen, 1989: 312) y que evidencian la pugna por hacer reconocibles determinadas «señas» de identidad; de modo que no son simples «resentimientos», más propios del pulcro burgués (Kusch, 1975), sino formas afirmativas de resistencia. La otra, la emergencia de nuevas formas de exclusión sociocultural articuladas con una efectiva situación de condena a «ser inferior», resultante del cruce entre condiciones socioeconómicas de pobreza y empobrecimiento y matrices culturales o identitarias de los sujetos.
Pese a los esfuerzos (a veces paranoides) de la racionalización como obsesión por la claridad y la distinción frente a la oscuridad y confusión de los procesos y las prácticas culturales, con el desorden sociocultural emergen tres fenómenos a los que tenemos que prestar atención. El primero es que el ser alguien, caracterizado como una libertad rodeada de objetos, se articula con las nuevas modalidades de consumo que redefinen el horizonte del progresismo civilizatorio. Pero, además, que hacen que el ser alguien, un modo estable e hipostasiado de ser, sufra un corrimiento hacia el estar siendo fluctuante, evanescente y no localizable.
El segundo fenómeno es la creciente percepción de los jóvenes como violentos, delincuentes, desviados sociales o «incorregibles» (en el sentido de Foucault), lo que contribuye a tejer una criminalización de la juventud. En general, como señala Jesús Martín-Barbero, esto se debe a la imposibilidad de identificar a lo juvenil hoy desde las disciplinas (Martín-Barbero, 1998). Pero se suma esto también la criminalización de los niños que, como actores de una guerra contra los adultos, adquieren conductas que son interpretadas como un reflejo o como un efecto de lo que ven por televisión o de las acciones virtuales en las que se forman consumiendo los videogames.
El tercer fenómeno es el de la violencia como desarregladora de los procesos escolares en cuanto acción destructora, invasora o depredadora contra las escuelas o sus materiales (al menos esto es notable y creciente en el Conurbano bonaerense argentino, en San Paulo, etc.). Como una revancha de lo bárbaro, algunos grupos sociales emprenden un intento de destrucción de los precarios edificios escolares, de invasión de los mismos o de depredación de los magros materiales didácticos existentes en ellas. Pero, además, este fenómeno ha contribuido a la percepción de la violencia más allá de la rutinaria agresividad de la vida escolar; una violencia interpretada, en principio, como manifestación del distanciamiento y la pérdida del sentido de pertenencia de la escuela a la comunidad.
3. Desborde del «estatuto de la infancia»
La educación del niño entendida como preparación para, ignora y acalla las revolturas socioculturales contemporáneas: una cultura de lo efímero, una imagen del «joven» que deviene deseo para los adultos, una desarticulación entre «educación para el trabajo» y el mundo del empleo, una desigualdad globalizada en el mercado. Ignora y acalla, además, la emergencia de una cultura pre-figurativa en la que se produce un cambio en la naturaleza del proceso cultural: los pares reemplazan a los padres (Martín-Barbero, 1996). Sobre todo, la educación como preparación para ignora o acalla una revoltura en el «estatuto de la infancia». La revoltura, que alcanza a los sujetos de la educación, implica una crisis, corrimiento y redefinición de lo que fue el «estatuto de la infancia», no sólo originada por el consumo cultural de los niños (que no se corresponde con las los productos/ofertas del mercado para niños) o por la aparición (como expresan algunos europeos azorados) de los «teleniños», sino como consecuencia de la total depredación y precariedad sociocultural producida por los modelos neoliberales (cfr. Barberena y Fernández, 1997).
Jesús Martín-Barbero, siguiendo ideas de la antropóloga Margaret Mead, habla de la emergencia de culturas pre-figurativas. Sin embargo, necesitamos percibir y trabajar cómo se configuran esas culturas en una economía cultural más amplia: cómo esas emergencias culturales tienen un carácter diferenciado cuyo dramatismo está emparentado con las nuevas condiciones socioeconómicas del complejo globalización/neoliberalismo. Asistimos al dramático carácter socioeconómico de las culturas pre-figurativas, donde la pobreza y el empobrecimiento ha llevado al reemplazo del adulto por el niño y por el adolescente en el sostén económico de la familia. Con lo que cambia la naturaleza del proceso socioeconómico: el futuro, las edades y las etapas se alteran y provocan la configuración del desorden cultural.
En Argentina, al menos, cada vez más deben modificarse las condiciones de escolaridad o reformularse los contratos pedagógico-didácticos en algunas instituciones, debido a las características del niño-trabajador (precario), que -de paso- subvierten la idea de la educación del niño para el mundo del trabajo. Otra alteración está representada por las becas otorgadas por el gobierno de la Provincia de Buenos Aires a los niños y jóvenes escolarizados cuyas familias han sido caracterizadas como pobres por ciertos organismos de control y gestión de la acción social estatal. Frente a esas becas, se producen múltiples situaciones de uso y consumo de las mismas, configuradas por verdaderas tácticas de los débiles, de las cuales se valen cada vez más estos sectores para procurar quedar «colgados», más que insertos, en las nuevas condiciones del sistema socioeconómico. Esas becas se han convertido en el principal ingreso familiar, lo cual modifica los contratos de aprendizaje y de evaluación y promoción entre docentes y alumnos (ya que una desaprobación, por ejemplo, significaría el no cobro de la «beca-salario» percibido por los niños para el sostén familiar); pero, fundamentalmente, desordena y subvierte la misión de la institución escolar y las características de la escolarización.
Por otra parte, están perturbando crecientemente el orden de la infancia escolarizada los casos de niñas embarazadas, por ejemplo, a los 12 años; situación que no sólo pone en crisis la «normalidad» esperada en la institución escolar y en la escolarización, sino que desafía la construcción curricular; pero, además, en la tramitación burocrática trastoca la categoría de «adulto» encargado y responsable de la educación del «niño». Todo lo que contribuye a percibir que, de ser un derecho (que se correspondía con un deber de los padres en la legislación del siglo XIX), la educación pasó a ser a la vez un producto cultural objeto de consumos diferenciados acordes con la segmentación social y un escenario de resolución precaria y depredadora del ajuste social, donde el «menor» necesita actuar como un adulto.
4. Obsolescencia de la lógica escritural
El tradicional centramiento en el texto, en el libro como eje tecnopedagógico escolar y en el modo escalonado, secuencial, sucesivo y lineal de leer (que responde a una cierta linealidad del texto y a las secuencias del aprendizaje por edades o etapas), sumado al solipsismo de la lectura y la escritura, ha desencadenado una pavorosa desconfianza hacia la imagen, hacia su incontrolable polisemia, hacia la oscuridad de los lazos sociales que desencadena y hacia la confusión de las sensibilidades que genera (Martín-Barbero, 1996). La crisis de la lectura y la escritura, atribuida defensivamente por la escolarización a la cultura de la imagen, debería comprenderse como transformación de los modos de leer y escribir el mundo (no ya sólo el texto), como des-localización de los saberes y como desplazamiento de «lo culto» por las culturas.
A esto se suma el conflicto entre la lógica escritural y la hegemonía audiovisual. En general las mayorías populares latinoamericanas han tenido acceso a la modernidad sin haber atravesado un proceso de modernización económica y sin haber dejado del todo la cultura oral. Se incorporan a la modernidad no a través de la lógica escritural, sino desde cierta oralidad secundaria como forma de gramaticalización más vinculada a los medios y la sintaxis audiovisual que a los libros. Y esto emerge incontrolablemente en el escenario educativo. Aunque la pedagogía persista en un afán imperialista de lo escritural, de tal modo que la escritura siempre permita la «inscripción» o fijación del significado de los acontecimientos (lo cual siempre fue condescendiente con tiempos largos y grandes relatos) los fenómenos, los acontecimientos, los procesos y las prácticas de nuestra situación latinoamericana de fin de siglo son tan evanescentes, tan fugaces y tan veloces, que casi siempre es imposible fijar o inscribir su significado. Por lo que una pedagogía posmoderna debe (intuyo) inaugurar una trayectoria donde lo dicho sea subvertido por el decir, donde la utopía restrictiva pueda ser desbordada, desafiada y resistida por un arco de sueño social en el que todas las voces puedan reconocerse, superando la injusticia de las narrativas desde las que son habladas.
5. Las culturas toman su revancha: las resistencias
En tiempos de desorden cultural, de destiempos en la educación irrumpe una verdadera revancha de las culturas que evoca la imagen del palimpsesto como memoria borrada que borrosamente emerge en las entrelíneas con que escribimos el presente (Martín-Barbero, 1996). El conflicto se evidencia en las resistencias y las formas de lucha por las identidades culturales. Los ámbitos educativos son escenarios de pugnas culturales que las exceden; son los lugares donde diversas formas de resistencias se ponen de manifiesto (Huergo, 1998). Así, es imprescindible poner atención a la autonomía parcial (o «autonomía relativa») de las culturas que juegan en el escenario escolar, y al papel del conflicto y la contradicción existente en el proceso de reproducción social. Por este camino es posible comprender los modos en que trabaja la dominación política aun cuando los estudiantes rechacen desde sus culturas la ideología que está ayudando a oprimirlos. En esos casos, puede observarse en perspectiva cómo la oposición que impugna activamente la hegemonía de la cultura dominante pone en conflicto a la reproducción, pero puede también asegurar un destino de relegamiento a situaciones de desventaja socioeconómica. Particularmente en el escenario escolar, además, se visualiza cómo el drama de la resistencia (emparentado con el «drama del reconocimiento») está directamente relacionado con el esfuerzo de incorporar la «cultura callejera» al salón de clases (McLaren, 1995). Las resistencias, en ese caso, son formas de pelea en contra de que la escuela borre las identidades callejeras; son luchas contra la vigilancia y el disciplinamiento de la pasión y el deseo.
6. Debilitamiento de la legitimidad del maestro
Estamos presenciando un período de acelerada desarticulación entre la escuela y el imaginario de ascenso socioeconómico. Esto ha transformado a la escuela en un producto cultural, objeto de consumos diferenciados de acuerdo con la segmentación socioeconómica. La situación material que a la salida del trayecto escolar era modificada en virtud de la movilidad social (al menos en el imaginario) es hoy naturalizada a la entrada al trayecto escolar: según la situación material al momento de la matriculación, el consumo del producto cultural escolar será desigual.
En este contexto se modifica radicalmente la figura del maestro, que de «apóstol» pasa a ser dispensador de productos culturales; pero no ya como «propietario» de un saber, sino simplemente como un nuevo tipo de empleado de comercio. Esto se ve agravado por las condiciones materiales y simbólicas en las cuales el maestro realiza su tarea; si bien el maestro nunca fue un trabajador bien remunerado, la legitimación social de su tarea docente hacía que fuera una figura de prestigio para toda la sociedad.
Por otra parte, la microprocesualidad docente aparece en el imaginario crecientemente desajustada con los intereses de diferentes grupos o clases que eventualmente delegarían el derecho de violencia simbólica, y allí radica una de las claves de la creciente deslegitimación de la docencia. Su poder fue arbitrario, como lo señala Pierre Bourdieu, para imponer una arbitrariedad cultural (Bourdieu y Passeron, 1981); pero la acción pedagógica implicaba como condición social para su ejercicio la autoridad pedagógica y la autonomía relativa del docente que la ejercía (Ib.: 52). En ese sentido, los maestros (como emisores pedagógicos) aparecían automáticamente dignos de transmitir lo que transmitieran y, por lo tanto, autorizados para imponer su recepción (Ib.: 61). Esta descripción está absolutamente revuelta y la legitimidad del maestro está debilitada. El problema parece ser más amplio: ¿en qué sentido la escuela sigue siendo un sistema legítimo que ejerce violencia simbólica a través de la autoridad pedagógica, disimulando las relaciones de fuerza en que se funda su propia fuerza (Ib.: 44)?. En otros términos, ¿de qué modo continúa la escuela siendo un «aparato ideológico del Estado»?.
7. Redefinición del espacio público y nuevos modelos de ciudadanía
Hoy la palabra (argumentación pública y discusión racional[2]) que constituía lo público, aparece en los medios. Existen diversos modos de distinción entre lo público y lo privado en la actualidad. El modelo económico liberal sostiene que la administración estatal significa lo público y la economía de mercado es el recinto de lo privado. El modelo de la «virtud republicana» asocia lo público con la comunidad histórica y con la ciudadanía. Para un gran número de autores, lo público es un espacio fluido y polimorfo ligado a los medios, que garantiza la opinión pública; es decir: lo público se constituye en espacios massmediáticos. Con la sociedad de masas y de medios, se redefine el espacio público como "el marco mediático gracias al cual el dispositivo institucional y tecnológico propio de las sociedades posindustriales es capaz de presentar a un público los múltiples aspectos de la vida social" (Ferry, 1992: 19). En esta concepción, el espacio público no obedece a las fronteras nacionales de cada «sociedad civil», sino que es un medio de la humanidad «mundializada». Lo que trae aparejadas dos consecuencias: el espacio público está en gran medida atomizado y se multiplica y fragmenta, y se caracteriza por el espectáculo: la espectacularización del espacio público acontece en la medida de su massmediatización.
Hacia fines del siglo XX, y ligado con el problema de lo público y lo privado, se presenta otro problema crucial. Es el problema acerca de qué ciudadano (queremos/podemos) formar (o estamos formando) en los procesos educativos. En el siglo XIX, Domingo Faustino Sarmiento y otros pioneros de la educación pública tuvieron una percepción fundacional en torno a la formación de ciudadanos acordes a la etapa de organización nacional. La organización nacional requería cierta homogeneización de la cultura, una moralización de los trabajadores, orden y disciplina en la vida social cotidiana... Sarmiento anuda esas finalidades con la formación de un argentino capaz de ejercer la ciudadanía en un sentido moderno. Afirma Sarmiento en su obra Educación popular, en 1849, que la educación ha de "preparar a las naciones en masa para el uso de los derechos que hoy no pertenecen ya a tal o cual clase de la sociedad, sino simplemente a la condición de hombre".
Pero, ¿qué ocurre en los albores del siglo XXI?. Para Néstor García Canclini, el espacio público se constituye no ya por relaciones vinculadas al trabajo (como en Hegel y Marx) sino en los ámbitos de consumo. En el consumo se ejerce y constituye la ciudadanía (García Canclini, 1995). Los ciudadanos, en muchos casos, son considerados como «clientes». La lucha por la ciudadanía como lucha por el consumo es ciertamente un aspecto determinante en la significación de los modelos neoliberales cuya narrativa obedece a la «moral» del mercado. Para formar al ciudadano-consumidor, en la educación debe trabajarse la mayor «libertad» posible del consumidor frente al aumento constante de oferta de bienes. En otros casos, para formar al ciudadano-cliente se propone la formación de agentes microeconómicos que puedan desenvolverse con la mayor racionalidad posible en el mercado; a la vez amplían la categoría de clientes a un usuario de servicios que tiene que ejercer nuevos derechos.
En el marco de la «sociedad mediatizada», para John Keane existen tres tipos de «esferas públicas» (Keane, 1995): 1) las micropúblicas, donde centenares o miles de disputantes interactúan a nivel sub-Estado nacional (desde la charla de café, las Comunidades Eclesiales de Base, las aulas escolares, etc.); 2) las mesopúblicas, donde disputan millones de personas en el marco del Estado-nación (los periódicos, la televisión, etc.); y 3) las macropúblicas, donde disputan cientos de millones (desde coproducciones multinacionales, pasando por Reuter, por ejemplo, hasta Internet donde los disputantes están copresentes en forma virtual, como netizens en lugar de citizens). Las tres esferas interactúan y vuelven poroso al espacio público, y marcan el paso de la lexis como crítica y argumentación, al mundo de la opinión y el espectáculo. ¿Cómo formar ciudadanos (o netizens?) en este panorama del nuevo espacio público con tres esferas?.
Repensando la comunicación en la educación
Las verdaderas revolturas culturales actuales, permiten (como mínimo) pensar en un nuevo régimen de la educabilidad. El concepto de educabilidad había sido desarrollado por el pensamiento realista (especialmente neotomista) y por el pensamiento espiritualista, como la capacidad de ser educado, que respondía a una de las preguntas fundamentales de la pedagogía: ¿es posible educar?, y que se complementaba con la capacidad de educar o educatividad.
Seguramente si nos preguntamos hoy: ¿es posible educar?, nos pueda asaltar la tentación de elaborar una propuesta racionalizadora, normativa y regulativa de las prácticas educativas respecto del desorden cultural emparentado con las nuevas formas de la comunicación. Las obsesiones pedagógicas que ligan a la educación con una escolarización con sentido de disciplinamiento, han insistido en organizar racionalmente la revoltura cultural, cuando no la han negado. Pero las obsesiones de la pedagogía moderna se han visto desbordadas por una situación imposible de soslayar.
Desde allí nuestra respuesta a la pregunta iría por el lado de la «comunicación para la educación» entendida como, por un lado, la incorporación de medios de comunicación en la educación y, por otro, un cúmulo de estrategias que tienden a una armonía en la comunicación para favorecer la tarea educativa, que en general se ha sustentado en el desplazamiento hacia el «receptor» y el desplazamiento de la concepción «bancaria» hacia el feed-back o retroalimentación.
Aquí podemos observar un carácter instrumental en el uso de medios e incluso en el uso de la comunicación interpersonal o grupal para la educación. Recordemos que lo instrumental se centra en el instrumento, en la tejne desprovista de poiesis. La racionalidad instrumental tiene como interés propio de fondo la organización y disposición de «lo a la mano» (en el sentido heideggeriano), es decir: la mani-pulación, que implica el diseño de estrategias, que aspiran al control y dominio de la naturaleza y, por extensión, de los otros.
Sin embargo, no es en esta línea en que necesitamos pensar un nuevo régimen de educabilidad. Así como Georg Simmel pensó la socialidad como trama de diferentes relaciones e interacciones condensadas en la noción de «sociedad»[3] (Simmel, 1939), no es posible mantener nuestra vieja idea de educación, tan presente en las persistentes concepciones «bancarias». El aporte de Simmel al pensar la socialidad ha de ser una huella para pensar los nuevos modos de comunicación (transmisión/formación) de prácticas, saberes y representaciones en la trama de la cultura, como espacio de hegemonías.
Pero, ¿qué comunican, es decir, qué significados producen y qué sentidos adquieren todas estas formas de desorden o de oposición que se instalan en la educación y, de paso, dan una estocada mortal a la escolarización (que parece insistir en reformular estrategias agónicas de defensa)?.
En primer lugar, lo que comunica esta revoltura, todo este desorden, es que la comunicación, lejos de haber contribuido a configurar un mundo más armonioso, se encuentra con un mundo infinitamente más complejo y conflictivo: revela un mundo más desdichado. La utopía tecnológica según la cual los avances y las nuevas modalidades de comunicación mediada por tecnologías cada vez más sofisticadas estarían directamente vinculados con una vida social más armoniosa y más justa, no parece ser más que una ilusión.
En segundo lugar, el desorden cultural que irrumpe en los escenarios educativos comunica que la «comunicación para la educación», entendida como incorporación de medios de comunicación en la educación o como estrategias de armonización de la comunicación para educar, no harían más que reforzar la concepción instrumental en el uso de medios y tecnologías, la ilusión de la modernización por la manipulación de herramientas separadas de un proyecto pedagógico o el imperialismo racionalizador de la escolarización, lo que significa un placebo a una escolarización herida de muerte.
En tercer lugar, todo este desorden comunica que los niños cuentan, como sostiene el sugestivo título de un libro de Maritza López (López de la Roche y Gómez Fries, 1997). Más allá de la propuesta práctica de la autora, la idea de que los niños, o los educandos, cuentan contiene distintos sentidos:
los educandos «cuentan» como el otro: toda práctica de Comunicación/Educación tiene que partir del otro, de sus condiciones, de su «universo vocabular»[4], de las construcciones discursivas de que es objeto, de las situaciones que lo han oprimido y lo configuran como diferente. Pero «cuentan» como un otro no hipostasiado, separado, pura exterioridad, sino como un otro que pertenece a la trama del nos-otros. Una trama cultural de la que estamos hechos y de la que, definitivamente, no estamos separados los educadores/comunicadores;
los educandos «cuentan» en cuanto que relatan su realidad, hablan el mundo, lo dicen. Es decir: pronuncian su palabra. Esto tiene que llevarnos a lo que significa provocar el pronunciamiento de todas las voces y provocar la pregunta, como formas de generar una formación educativo-comunicacional, más allá de lo que «ya ha sido dicho», de los encasillamientos o las estigmtizaciones;
los educandos «cuentan» en el sentido en que construyen una memoria como acumulación narrativa que excede los discursos desde los que son narrados y el entrampamiento de la «gran conversación neoliberal», que exalta la diversidad y entiende al diálogo como un modo de dilatar y suspender el conflicto.
En cuarto lugar, este desorden alienta a imaginar formas de mayor expresividad cultural en nuestras producciones mediáticas, sean estas educativas o no, donde sea posible el conocimiento del contexto, el reconocimiento de nuestra situación y las posibilidades de transformación de una sociedad crecientemente depredadora. Para esto, alentar en la producción el proceso clave propuesto por el uruguayo Mario Kaplun: la prealimentación (Kaplún, 1989), incluso como práctica de investigación participante, que permite el reconocimiento del a quién de nuestra comunicación, para que el proceso no adquiera las características «bancarias» de comunicación/educación, donde se deposita en el otro lo que ha sido creado para el otro y no con él. Este tipo de producciones realizadas desde la prealimentación, alienten a su vez el diálogo, la participación y la creatividad como formas de democratización del espacio audiovisual y virtual, y que trabajen como respuesta alternativa frente a la proliferación de producciones que cercenan esas posibilidades vehiculizando las trampas ideológicas de la globalización e invadiendo el espacio audiovisual y virtual.
En quinto lugar, todo este desorden permite pensar la comunicación en la educación desde las rupturas y las discontinuidades, sin encasillar o estatuir prematuramente sus sentidos. Como lo propone Ilya Prigogine, ante el desorden y la inestabilidad en los procesos es necesario pensar una «dinámica ampliada», que vaya más allá de la dinámica característica de un estado de orden (cfr. Carletti, 1996). En realidad, con el alejamiento del equilibrio se entra en una situación de desorden, de caos o de crisis; las obturaciones que proclaman el regreso a formas ya desordenadas de enfrentar esa situación no hace más que retardar el surgimiento de «estructuras disipativas», en las cuales el desorden aparece como un generador productivo, como una promisoria esperanza que desafía nuestra creatividad, nuestra imaginación crítica y nuestra autonomía.
Pero, en sexto lugar, necesitamos situar el problema en los «trayectos de comprensibilidad» y comprender la tensión entre escolarización y autonomía en la trama comunicacional de la microesfera pública educativa, enmarcada en dos macro-atravesamientos:
1. un atravesamiento diacrónico que considere los «tiempos largos» que van de la protoglobalización (la conquista de América) a la tardoconquista (la globalización)[5], en un entramado que se resignifica y se rearticula continuamente a través de la historia;
2. un atravesamiento sincrónico, considerando el juego entre una imagen posmoderna de los efímero y lo equivalente en las relaciones de poder, por un lado, y una narrativa poscolonial que construye una trama donde no se diluye la observación de la materialidad pesada del poder denso, por otro.
La constelación de propuestas, de trayectorias de nuestra práctica, más que continuar el camino de las inscripciones, o contribuir a formular estrategias en el sentido de diseños y dispositivos de un lugar para que otros recorran, debe -acaso- permitir que los sujetos se reconozcan, que las voces se pronuncien y que las tácticas se articulen, traspasando las fronteras creadas por la escolarización y entretejiendo una comunicación que se reavive en formas de resistencia y transformación.
Salida: De la «educación para la comunicación» a la educación en comunicación
Repensar la comunicación en la educación en el sentido que venimos proponiendo, significa reconocer esa comunicación, en la trama del desorden cultural, en los ámbitos educativos. Pero, inmediatamente, significa desordenar todo un imaginario que ha sido tejido alrededor de la representación de «educación para la comunicación», poner en crisis ese imaginario y esa representación cristalizada y hacerlo, precisamente, desde la situación de las revolturas que revuelven el sentido de la educación misma.
El obstáculo clave en la mayoría de los proyectos de educación en comunicación ha sido, y es, naturalizar la dimensión escolarizante de la educación, haciendo que sólo fuera posible pensar y proyectar la «educación en comunicación» desde el anudamiento de un significante (la educación) con un significado (la escolarización). Como todo anudamiento imaginario, éste responde a determinados intereses de una «lógica identitaria conjuntista» construida a lo largo de la historia, que hace que esa representación imaginaria obture otras posibles y obnubile diferentes sentidos que quedan acallados.
Anudar la educación a la escolarización significa reducir el sentido de la educación: el alcance de la significación de la educación no logra sobrepasar la idea de escolarización, y esto penetra fuertemente en los proyectos de «educación en comunicación». En este horizonte restrictivo (represivo) naturalmente se producen ciertos desplazamientos representativo-conceptuales adyacentes: la «educación en comunicación» es entendida solamente como «educación para la comunicación», y esta significa, regularmente, «escolarizar la comunicación».
Esta significación, sin embargo, ha tenido dos alcances; el primero es el anteriormente enunciado: el sentido de «educación en comunicación» es «educación para la comunicación»; el segundo ha sido percibir los problemas y los procesos desde esa matriz restrictiva de sentido, es decir, percibir a la «comunicación en la educación» como una significativa perturbación a la educación; la comunicación, en la trama de la cultura, es la que viene a desordenar la «educación». Pero, en realidad, lo que viene a perturbar y desordenar la comunicación es la escolarización, contribuyendo a poner en crisis la hegemonía de una forma histórico-social de la educación: la esolarizada. Con todo, esta situación también permite alentar la reconstrucción de sentidos olvidados, perdidos o reprimidos por ese anudamiento entre educación y escolarización: la comunicación, en la trama de la cultura, viene a desordenar la matriz restrictiva de sentido y a producir «estructuras disipativas» de sentido, de manera que instaura la posibilidad de pensar, recrear e imaginar nuevos sentidos de la educación más allá de la escolarización. Esos nuevos sentidos tienen que reconectarse con la matriz de sentido que articula, en una dimensión histórico-social, a la educación con la autonomía.
La autonomía significa la "instauración de otra relación entre el discurso del Otro y el discurso del sujeto" (Castoriadis, 1993a, I: 178). Significa que nuestra palabra debe tomar el lugar del discurso del Otro (discurso que está en nosotros y nos domina, nos configura y nos actúa). En la «educación en comunicación», autonomía significa, entonces, instituir un campo para la palabra.
En el sentido psicoanalítico, la autonomía no debe entenderse como que lo inconsciente sea conquistado por la conciencia (como parece sugerir la máxima de Freud: "Wo es war, soll Ich werden"), lo cual constituye la finalidad de la «lógica identitaria conjuntista» (Castoriadis, 1993a) cuando instituye el pensamiento como «razón» (reconocible en todas las empresas histórico-sociales civilizadoras de «bárbaros», desde las conquistas hasta la globalización de la nueva derecha). Para Castoriadis, la frase de Freud debe completarse con "... donde Yo soy/es, Ello debe emerger" (Castoriadis, 1993b: 93), ya que con el surgimiento continuo, incesante e incontrolable de nuestra imaginación radical nos hacemos humanos y vivimos una existencia autónoma. «Pronunciar la palabra» no es ordenar racionalmente el mundo; la palabra no es logos. «Pronunciar la palabra» es liberar el flujo de las representaciones y los sueños; es, como afirmaba Paulo Freire, «pronunciar el mundo», un mundo que no se apoya en ninguna re-presentación «dada», sino en un sueño común. Porque la creación de la sociedad instituyente es, en cada momento, «mundo común» (kosmos koinos): posición (más allá de «lo puesto») de individuos y relaciones, de voces y sujetos, de significaciones y aprehensiones comunes.
La «educación en comunicación» es, inmediata y regularmente, imposible (al menos en relación con la autonomía), desde el punto de vista «lógico» (de la lógica identitaria). Esa imposibilidad consiste en que debe apoyarse en una autonomía aún inexistente, pero para ayudar a crear la autonomía del sujeto. Es decir: la imposibilidad de volver autónomos a quienes están en el marco de una sociedad heterónoma instituida, a la cual han interiorizado. La salida de esta aparente imposibilidad es la política, como hacer pensante que "tiene por objeto la institución de una sociedad autónoma y las decisiones relativas a las empresas colectivas" (Castoriadis, 1993b: 97). Un hacer pensante que sabe que no hay sociedad autónoma sin mujeres y hombres autónomas/os, ni a la inversa. La «educación en comunicación», entonces, es siempre política; es institución de la democracia como régimen del pensamiento colectivo y de la creatividad colectiva; es proyecto de autonomía en cuanto liberación de la capacidad de hacer pensante, que se crea en un movimiento sin fin (indefinido e infinito), a la vez social e individual (cfr. Castoriadis, 1993c).
La «educación en comunicación», en cuanto poder instituyente, trabaja postulando a los sujetos como autónomos (como punto de partida) para que, en la conquista y desarrollo de su autonomía, instituyan una sociedad autónoma con individuos autónomos, que rebasen las expectativas de efectividad, funcionalidad, organización racional, eficiencia, claridad y distinción, y que construyan la autonomía: imposibilidad lógica (del legein instituido) a la vez que íntegra y radical posibilidad creativa.
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Notas:
[1] Para los argentinos, hay otra estética que posee un contenido trágico. El arquetipo de nuestra posmodernidad es nada más ni nada menos que la «desaparición de los cuerpos», pero no en una forma figurada o virtual, sino como entramado del genocidio, que inauguró una nueva forma de hacer política desde la resistencia: las «Madres de Plaza de Mayo», encarnación de los cuerpos desaparecidos (de sus hijos).
[2] Véase sobre esta cuestión, y la relación entre lexis y praxis en la constitución de «lo público», Hannah Arendt, La condición humana, 1993 (Capítulo II: "La esfera pública y la privada").
[3] La «sociedad» constituye una representación imaginaria que contiene la totalidad de las variedades y la cristalización de la mutabilidad de toda/cualquier «sociedad».
[4] Entendido como «campo de significación» y no sólo reducido al vocabulario.
[5] Cuyo arquetipo, en nuestro caso argentino y en muchos países de América Latina, es la desaparición del otro.
La propuesta es suspender las evidencias construidas por una infinidad de proyectos y prácticas que han invadido y están saturando un imaginario que habla de «educación para la comunicación» o de «comunicación para la educación», sentidos que están ligados a la empresa de la escolarización. En el para de ambos sentidos, aparece como evidente un anudamiento significativo que atribuye a la comunicación una situación de causa para lograr efectos educativos, o a la educación una función para alcanzar la comunicación armoniosa. Suspender esas evidencias significa disminuir el peso de la gravedad causal y desarreglar las relaciones funcionales (cfr. Piccini, 1999); las lecturas y las soluciones «físicas» han sido desbordadas por la revoltura sociocultural que vivimos. ¿Qué significados adquiere la relación entre Comunicación y Educación en la revoltura sociocultural de fin de siglo?. ¿Cómo está atravesando a la institución educativa esa desorden sociocultural?. ¿Cuáles son las provocaciones para la investigación en Comunicación/Educación en medio de esta constelación aparentemente caótica de problemas?.
Suspender las evidencias de innumerables proyectos y prácticas destinados por el para, que les otorga sentido, significa atravesar los límites impuestos al futuro interrogándonos por la escolarización como un modo material de «comunicación en la educación»; es decir, preguntándonos por el sentido del pasado en la constitución histórica de determinados dominios de saber y regímenes de verdad que se producen, distribuyen, circulan, reproducen y consumen en torno a la escuela.
Entrada: Para una arqueología de la escolarización
En la lucha entre razón y saber ancestral, los procesos educativos se desarrollaron principalmente en una institución: la escuela. Uno de los núcleos organizacionales que permitió la inserción de las personas, los grupos y las sociedades en la modernidad es la escuela (junto con los mercados, las empresas y las hegemonías; cfr. Brunner, 1992). La escuela, que significó y significa una revolución en la manera de organizar los procesos de socialización, de habilitación para funcionar cotidianamente y de transmisión y uso de conocimientos, debe entenderse en relación con los otros núcleos organizacionales, y con los rasgos propios de la modernidad: la sociedad capitalista, la cultura de masas, la configuración de hegemonías y la democracia.
La escolarización alude a un proceso en que una práctica social como la escolar, va extendiéndose a nivel masivo en las sociedades modernas. De este modo, la escuela se va constituyendo como institución destinada a producir un determinado orden imaginario social y a reproducir las estructuras y organizaciones sociales modernas existentes.
A la escolarización tenemos que percibirla como íntimamente emparentada con:
* el disciplinamiento social de los sujetos y sus cuerpos y de los saberes,
* la racionalización de las práctica culturales cotidianas, oscuras y confusas,
* la construcción e identificación de un estatuto de la infancia,
* la producción de una lógica escritural, centrada en el texto o en el libro,
* la guerra contra otros modos de educación provenientes de otras formas culturales,
* la configuración de un encargado de la distribución escolarizada de saberes, prácticas y representaciones: el maestro moderno,
* la definición de un espacio público nacional y la consecuente formación de ciudadanos para esos Estados.
El proceso de escolarización interjuega con ciertos principios estructurales de nuestras sociedades. Los principios estructurales pueden definirse como las propiedades estructurales de raíz más profunda, que están envueltas en la reproducción de las totalidades societarias (Giddens, 1995: 54). Estos principios -sin ser exhaustivos- son: el disciplinamiento de la vida cotidiana, el paso de la cultura oral a la lógica escritural, el desplazamiento de la cultura «popular» por la cultura «culta» o "«letrada» y el reemplazo del «estado de naturaleza» por la vida de la sociedad. Estos principios pueden ofrecernos un criterio genealógico de análisis; pero su materialización en estos procesos, difícilmente pueden explicarnos del todo la escolarización hoy. Algunos de ellos han sido puestos en crisis en la actualidad, no sólo desde la dinámica sociocultural concreta, sino también desde la teoría.
1. Disciplinamiento de la vida cotidiana
La noción de disciplinamiento señala la «organización racional de la vida social cotidiana», a la que se considera irracional o no racional; esta organización se lograría (según el proyecto de la Ilustración) por el control que ejercen los «especialistas» sobre las esferas o estructuras de la racionalidad (cognoscitiva o científica, moral y estética o artística), y tiene como expectativas que la racionalidad (como principio organizador) promueva el control de las fuerzas naturales, comprenda al mundo y al individuo y logre así el progreso moral, la justicia y la felicidad del hombre (Habermas, 1988); es una organización que hace referencia a la racionalidad instrumental o técnica, entendida en su carácter controlador, manipulador y dominador de lo diferente y los diferentes.
El poder disciplinario necesita de un sujeto sometido; y dicho sometimiento necesita una justificación racional para ser aceptado por aquél (Foucault, 1993a). En la perspectiva de Foucault lo importante no es resolver quién tiene el poder y qué busca el poder, sino estudiar los lugares donde se implanta y produce sus efectos concretos (sujeción de los cuerpos, dirección de los gestos, régimen de los comportamientos). Lo importante es captar la instancia material de la sujeción en cuanto constitución de los sujetos a partir de los efectos de poder sobre los cuerpos periféricos y múltiples.
El poder se ejerce a través de una organización reticular. En esta red los individuos circulan, sufren y a la vez ejercen el poder; en éste sentido son sus elementos de recomposición. "En otras palabras, el poder no se aplica a los individuos, sino que transita a través de los individuos". El individuo no debe comprenderse como contrapuesto al poder sino que es un efecto del poder y un elemento de su composición (Foucault, 1993a: 27).
Este tipo de poder es uno de los grandes inventos de la sociedad burguesa, y ya no puede transcribirse en términos de soberanía. Este poder que ha sido fundamental en la constitución del capitalismo industrial, no es el poder de la soberanía, es el poder disciplinario. La figura de este poder disciplinario es el panóptico (de J. Bentham), que ha configurado desde la disposición de los espacios y los cuerpos, hasta las formas de las relaciones en cada institución.
Pero la disciplina no se juega en terrenos oscuros y mudos, no es sólo una disciplina de los sujetos, sino también de los saberes. Las disciplinas son portadoras de un discurso, crean aparatos de saber y conocimientos. El saber que producen las disciplinas es un saber clínico cuyo discurso se apoya sobre la norma; es el discurso de la normalización. Como tal, implica el poder de dominación sobre un campo de conocimientos. Y el portador de ese saber en la escuela (el educador) posee, entonces, el poder que le corresponde.
La escolarización va a contribuir significativamente al desplazamiento de las formas desordenadas de la cotidianidad al disciplinamiento social como concreción del anudamiento entre orden y control. Un disciplinamiento que, en la institución escolar, se disemina en rituales y rutinas, en secuencias de contenidos, en administración de espacios, en diseños arquitectónicos, y en los medios del buen encauzamiento, como la vigilancia jerárquica, el examen, la sanción normalizadora, la inspección, el registro; todos ellos articulados con la función de la mirada como mecanismo de control social (Foucault, 1976): lo que se puede ver está controlado, y en la medida en que se vigilan los sujetos y las acciones, se produce el orden social.
La escolarización como disciplinamiento es una estrategia de racionalización, cuyo objeto es remediar el hedor de las culturas populares, la oscuridad, la confusión, el desorden, el atraso. Y lo hace centrándose en la higiene, la sujeción, la corrección, la disciplina, el orden, la distinción, las buenas costumbres, la clasificación (Varela y Álvarez Uría, 1991). Razones de inferioridad, anormalidad, o de clase, han sido siempre los argumentos para la escolarización y el consecuente disciplinamiento del «otro». La naturaleza del «incorregible» (dice Foucault, 1993b), descalificado como sujeto de derecho, provocó -además- la institucionalización del «encierro».
La eficacia del control en la escolarización, ha estado vinculada con «las» efectoras del mismo: las maestras. Si de lo que se trata es de pasar de la «naturaleza» a la «sociedad civilizada», las maestras favorecen la internalización de la normatividad, representando no una violencia, sino el habitus familiar (del idion a superar). Para Sarmiento, la «ductilidad femenina», en un estado semibárbaro, es el mejor factor para la sumisión a la autoridad, para el orden y el control, porque afectiva y socialmente las mujeres están más cerca del «estado de naturaleza» a remediar (véase Sarmiento, 1949).
Puede observarse que la gratificación de las necesidades instintivas es incompatible con la sociedad civilizada; y de este modo acceder al «mito» del «estado de naturaleza», propio de la soberanía de la ananke. En teoría, el aumento de la productividad hace más real la promesa de una vida mejor y más feliz para todos; pero, en la práctica, la intensificación del progreso parece ir unida a la intensificación de la falta de libertad (Marcuse, 1981). Disciplinamiento, en esta línea, significa que el principio de realidad necesita de la represión del principio del placer; que el instinto y la naturaleza están fatalmente sujetos a la transformación cultural e histórica. Pero la historia del hombre es la historia de su represión, ya que la cultura restringe la estructura instintiva. De lo que resulta que la represión/restricción es la precondición esencial para el progreso.
Pero el objeto de la escolarización es que la racionalización sea asumida como propia en la producción del individuo y del actor social. El sujeto mismo aprende a racionalizar el placer, aprende a sustituir el placer inmediato, irreprimido, el gozo por el juego, por el «placer» retardado, restringido, seguro, y por el trabajo. Según Herbert Marcuse, el resultado es que el individuo llega a ser un sujeto consciente, pensante y racional. La escolarización se hace cargo de la producción de un acontecimiento nodular: la sustitución del principio del placer por el de realidad, que es el gran suceso traumático en el desarrollo del género y del individuo. Se hace cargo del paso de las actividades sexuales a las económicas, en términos freudianos. Tanto el nivel ontogenético como el filogenético basados en la represión, necesitan del orden y el control racional, de un disciplinamiento de lo natural y de la libertad. La escolarización, como proceso «cultural», nos hace pagar el precio de la libertad, constituyéndose así en una grandiosa paradoja de la modernidad (que nos prometía esa libertad).
Sin embargo, la insatisfacción (la no gratificación) y el deseo reprimido, producto del ser dominado, deben ser redimidos (disueltos, asimilados, diluidos, aprovechados) mediante acciones sociales positivas. Podría afirmarse que la misma energía del deseo insatisfecho, aumenta el deseo, que es aprovechado por la sociedad capitalista para disciplinar, consumir, trabajar, producir, es decir: responder al principio de realidad, en el mismo acto de la represión del principio del placer.
Necesitamos aquí referirnos al psicoanálisis. "El psicoanálisis ha demostrado que son, predominantemente -si no exclusivamente-, impulsos instintivos sexuales los que sucumben a (la) represión cultural. Parte de ellos integra la valiosa cualidad de poder ser desviados de sus fines más próximos y ofrecer así su energía, como tendencias 'sublimadas', a la evolución cultural" (Freud, 1988, Vol. 15: 2740). Es claro que cuando Freud habla de energía que se ofrece (en forma sublimada) se está refiriendo a esa misma energía puesta al servicio, en este caso, de la sociedad capitalista, en las formas del trabajo y la acción social, ahora disciplinados o racionalizados. Incluso Freud, en el Esquema del psicoanálisis citado, habla de una doma de lo inmoral (lo instintivo-sexual), donde lo inmoral haría referencia a la negación de la moral capitalista, disciplinante, dominante.
El disciplinamiento hace que la función de las «descargas motoras» sea empleada en la «apropiada alteración de la realidad». Es decir, las energías del placer, son convertidas en acción. Con lo que las exigencias del principio del placer siguen existiendo bajo el principio de la realidad, pero transubstanciadas. Son puestas al servicio de la economía. Una de las finalidades claves de la escolarización, es provocar en los individuos esta transubstanciación del placer.
Pero si para perpetuar la vida humana ha sido necesaria una represión básica, la dominación social provoca una serie de restricciones que Marcuse denomina represión excedente. Además desarrolla el problema del principio de actuación (performance principle), que es la forma histórica dominante del «principio de la realidad» (Marcuse, 1981: 46). Los diferentes modos de dominación del hombre y la naturaleza, dan lugar a varias formas históricas del «principio de la realidad», que según sus intereses específicos, introducen controles adicionales sobre los indispensables para la vida social. Estos controles adicionales constituyen la represión excedente. En el caso de la sociedad moderna y capitalista, los controles adicionales están gobernados por el principio de actuación, que estructura a la sociedad de acuerdo con la actuación o performatividad económica. Por ejemplo, en nuestro sistema no es el trabajo lo opuesto al Eros, sino el trabajo alienado o enajenado.
Para lograr el disciplinamiento -además- la escolarización también va configurando «modos del deseo», de tal manera que las restricciones operan como una fuerza internalizada: el individuo «normal» vive su represión «libremente» y desea lo que se supone que (según el principio de actuación) debe desear (véase Marcuse, 1981: 54-55). En éstos términos, la racionalización estratégicamente desplegada en la escolarización (en cuanto disciplinamiento), produce más un performer que un transformer; un ejecutor eficaz que un actor social.
2. Cultura popular vs. cultura letrada
El estudio de las «culturas populares» en la modernidad ha sido objeto de diferentes disciplinas en los últimos años. Jesús Martín-Barbero describe un escenario representativo de lo que significa la modernidad sobre todo en Europa (Martín-Barbero, 1987; 1990). Pero su validez es indiscutible en cuanto muestra la constelación de situaciones que acompañaron el paso de una cultura «popular» a una cultura «letrada» (paso que aún hoy es objeto de discusión si en realidad fue dado).
Para Barbero, la modernidad es una irrupción que está ligada al capitalismo, la industrialización y el iluminismo, y para imponer este estilo de organización se necesita uniformar costumbres y combatir los poderes territoriales que desafían a la nueva disposición social. El problema del saber no es más que el asunto de un andamiaje ideológico para sostener el nuevo diseño, que se basa en el saber frío, lógico y racional de los varones. Desde allí, tal vez, debamos empezar a comprender por qué las culturas populares han sido asimiladas a la sensibilidad. Barbero va más allá: habla de la seducción femenina (misterio y opacidad), que también instaura una seducción por un tipo de saber, del cual el poco seductivo saber racional nada quiere saber.
La lucha por la hegemonía que se instaura, y que como tal es cruel e injusta, pretende (de parte de los «letrados») lograr un consenso que no podrían obtener de otro modo. El consenso que buscan, inclusive es contradictorio con sus procedimientos. Los hombres del «saber racional», la mayoría de las veces quemaron las brujas sin ningún tipo de comprobación (aunque defendieran la ciencia) sino sólo con la delación de algunos adulones o temerosos.
La escolarización jugó un papel clave porque enseñaba a los chicos un saber lógico y racional incompatible con la diversidad, el desorden y la confusión de creencias, expectativas, modos de transmisión y acciones populares. La escolarización hizo caer en desprestigio un conjunto de tradiciones y visiones del mundo que estaban fuertemente ligadas al pasado de cada región, y que vivían en la memoria.
En Latinoamérica, la pugna entre culturas ha tenido aristas particulares. Más allá de poder realizarse una lectura acerca de los cruces culturales, del lado «blando» o «duro» del impacto de la modernidad en América, del mestizaje como «matriz cultural», del sincretismo, del la heterogeneidad multitemporal y las hibridaciones, Rodolfo Kusch ha propuesto una doble comprensión (que implica una doble forma de situarse) necesaria para acceder a nuestra cultura. La dualidad entre sujeto pensante y sujeto cultural en América (Kusch, 1976), hace que debamos acceder a ella considerando dos presiones: la del hedor y la de la pulcritud; la del mero estar y la del ser alguien (Kusch, 1986). Por un lado, lo deseable: el progresismo civilizatorio, lo racional, lo fundante; por el otro, lo indeseable, el primitivismo bárbaro, lo irracional, lo arcaico, lo demoníaco. El hombre latinoamericano vive esta dualidad en la forma de dos presiones: la seducción por ser alguien (una libertad sin sujeto, pero rodeada de objetos) y el miedo a dejarse estar (una amenaza con la fuerza de lo bárbaro: el miedo a «ser inferior»).
Preexiste en la historia cultural latinoamericana un mito: el mito de la pulcritud, según el cual la civilización (la «pulcritud») y el progreso debe remediar la barbarie y el atraso (el «hedor»). Como contrapartida de este emprendimiento de mutación del ethos popular, el «hedor», lo que hay de profundo y creativo propio, fagocita la «pulcritud» y su «patio de objetos». La escolarización ha sido pensada como uno de los factores determinantes en este remedio de la barbarie y el atraso -o para la «miseria moral» y la «ignorancia» (Saviani, 1988), o en la mutación del ethos popular. La pulcritud que transmite la Escuela, como formadora del ser alguien, son los saberes «modernos», científicos, tecnológicos, y las pautas de vida, conductas y valores propios de Occidente. La escolarización permite la transmisión de un «patio de objetos» culturales y científicos, y la normalización, disciplinamiento o moralización de la vida «bárbara».
La dualidad aparece en los términos de civilización y barbarie en Domingo Sarmiento, como contraposición del «espíritu» y la «naturaleza» (Sarmiento, 1964). Es muy sugestiva la asimilación del gaucho y su cultura a la naturaleza, como en el capítulo segundo del Facundo, o en el retrato de Quiroga en el capítulo quinto. La sociedad civilizada, que implica el progreso material (modernización) y la perfección moral, debe construirse contra su propia naturaleza, con la idea de sustitución y no de complementación. En el esquema sarmientino, la relación entre el sujeto pedagógico y la Nación tiene un claro sentido «positivo» (el positum de la civilización es Europa) y no proviene del rescate de lo propio. Más bien la propuesta es encarar lo propio y, trocándole su destino, proyectarlo hacia la civilización. En este marco, las masas populares son vistas como hordas indisciplinadas, y la escolarización es una guerra contra ellas por medios no violentos (Facundo debe morir, y el arquetipo es Barranca Yaco; Sarmiento, 1964: capítulo 13). De allí que la «educación popular» no se dirija al sujeto popular, sino a la «población»: categoría que implica la indeterminación sociopolítica por la vía del arrollamiento de los sujetos (Puiggrós, 1994). La contradicción está en que la escolarización (en la teoría) pretende la participación de los sujetos en el sistema sociopolítico (Sarmiento, 1949); los mismos sujetos que ella contribuye a eliminar (en la práctica). La legitimación del nuevo sistema se da por exclusión del diferente.
La escolarización ha debido naturalizar (presentar como natural algo que no lo es) la puesta en funcionamiento de una maquinaria (la maquinaria escolar; Varela y Álvarez Uría, 1991), y lo ha hecho sobre la base de la institución del «estatuto de la infancia». Un «estatuto» implica que algo ha sido instituido o congelado, donde había (y hay) variabilidad y procesualidad, estableciendo un equilibrio precario o momentáneo (que se pretende permanente y estable) de algo que es dinámico y variable. En este caso, la definición de un «estatuto de la infancia» ha estado articulada con la categorización del infante como menor, la emergencia de un espacio específico destinado a la educación de los niños (el edificio institucional escolar) y la aparición de un cuerpo de especialistas de la infancia dotados de tecnologías específicas y de cada vez más elaborados códigos teóricos.
Con la escolarización, se construye la idea del menor, que comienza a pensar en forma «moderna» y empieza a «avergonzarse» del saber oscuro de su familia. De este modo se rompía la continuidad de una cultura tradicional y se desplegaba con gran fuerza homogeneizadora la nueva cultura «moderna». La escuela como utopía de protección de los niños, que niega la vida social, ha contribuido efectivamente a la aceptación del disciplinamiento social o del statu quo, que está representado por la imitación de la vida «excelente» (según Platón) o por la repetición de los modelos vivos (los maestros de Comenio).
El desplazamiento del «mero estar» hacia el «ser alguien» (que está unido a la idea del progreso como un fantasma, anudado con la obtención de y la pertenencia sobre un «patio de objetos» materiales o simbólicos) se concreta en la educación como preparación para: preparación del menor para la civilización prometida, para la vida futura, para el mundo adulto, para la vida social, para el mercado, para el mundo laboral. Los estatutos (como el de la infancia) tienen que ser considerados e investigados como nudos de hegemonía (según propone Raymond Williams, 1997), donde la fijeza que uno puede ver, por vía de la historización revelará el acallamiento de los conflictos y su suspensión a través de la de-signación de la realidad y los contendientes. Los «conceptos» instituidos (como el de «infancia» o «menor») llevan inscriptos conflictos materiales que pretenden acallar o suspender racionalizándolos.
3. De la oralidad a la escritura
La escolarización ha producido cambios drásticos en la cultura humana, como lo es el paso de las culturas orales a la lógica escritural. Para nosotros es casi imposible situarnos en una cultura oral primaria, ya que hemos sido alfabetizados. Combinando diferentes marcos conceptuales, podría caracterizarse esa situación como el estar para escuchar/ser escuchado. En una cultura como la hebrea aparece este imperativo en el semá del libro del Deuteronomio (cap. 6, versículo 4). La palabra oral no tiene presencia visual; el sonido puede ser evocado, pero no se puede detener. Por eso, en estas culturas tiene importancia el decir -más que lo dicho, en el sentido levinasiano (Levinas, 1971; 1993).
El saber está constituido por lo que se puede recordar. La cultura oral necesita para su transmisión de un interlocutor, que se piensen y digan cosas memorables y que se recurra al ritmo, la respiración y los gestos, como ayudas de la memoria. La construcción que registra y norma la comunicación es el refrán o proverbio, que expresa el ethos de la comunidad. La palabra oral está ligada a la experiencia, a los matices culturales agonísticos, a lo contextual.
Numerosas investigaciones (especialmente antropológicas) han permitido registrar el papel que jugó la escritura en la organización socio-política moderna. Está claro que la escritura no ha sido esencial (no ha sido la única causa) para el desarrollo de las asambleas en las que se desenvuelve la lucha política. Sin embargo, la escritura ha jugado un papel fundamental como instrumento del poder popular y de las masas (Goody, 1990: 152).
La alfabetización, asociada a la lógica escritural y a la escolarización, provoca procesos de los que nunca se vuelve. Más allá de lo que dan cuenta las investigaciones en cuanto a la influencia de la escritura en el proceso político moderno, en la economía de mercado, en la administración del Estado y en la organización jurídica (Goody, 1977; 1990), la alfabetización masiva, conjuntamente con la escolarización, ha producido un cambio drástico en las culturas. Antes que otra cosa, la escritura (como tecnología de la palabra) ha provocado una reestructuración de la conciencia (Ong, 1993: capítulo IV). De este modo, la alfabetización ocasiona un cambio drástico e irreversible en el ethos: aunque abre nuevas sendas al conocimiento y la cultura, cierra otras definitivamente.
La lógica escritural reemplazó a la cultura oral primaria como modo de comunicación, producción de conocimientos y configuración de prácticas sociales. Podemos sostener que existe una relación entre tres elementos, a saber: (i) modos de comunicación; (ii) estructuración de la percepción, y (iii) evolución del imaginario y las acciones colectivas. Los cambios en el primer elemento condicionan/generan cambios en el segundo. La coevolución del primer y segundo elemento provoca a su vez la evolución en el tercero. Como por ejemplo, el paso del arte de la memoria (cuyo eje es la acumulación de experiencias de vidas) al saber racional (que se centra en el análisis «distanciado» de lo concreto) que produce un efecto desestructurador y reestructurador sobre la conciencia. Es el cambio de una cultura ligada al contexto, a otra centrada en el texto.
También es el profundo cambio de una cultura combinada al oído a una centrada en la vista. En la primera, la voz proviene del interior; en la segunda, la vista se adapta a la luz exterior. El oído une, envuelve al oyente; la vista aísla y distingue. El oído es un sentido multidireccional y unificador, mientras que el sentido de la vista es unidireccional y divisorio. El ideal del primero es la armonía y el ideal del segundo, la claridad y la distinción.
El objetivo del método cartesiano es el logro de un conocimiento claro y distinto (frente a lo oscuro y confuso). Desde este momento, la claridad y la distinción están entrañablemente unidas a la racionalidad instrumental. Las mismas reglas cartesianas acerca de la moralidad se centran en el orden, el examen, la distinción, etc., que contribuyen al despliegue de la racionalización.
La escritura se convierte en un instrumento de disciplinamiento, pero no sólo en el sentido de adecuación a un modelo de escritura, tal como proponen algunos autores (Querrien, 1994). La normalización y moralización operadas con la escritura, no deben restringirse al campo de las desviaciones formales del hecho de escribir, e incluso al contenido de lo que está escrito. Como muestra Ong, la escritura impone una mediación y un tipo de orden lógico en la comprensión del mundo (que en el fondo es ideológico). Por eso es posible hablar de una lógica escritural.
La escritura origina un lenguaje «libre de contextos», descontextualizado y descomprometido, que no puede ponerse en duda o cuestionarse directamente, porque el discurso escrito está separado (en el libro) de su autor. El que escribe, lo hace en un acto solipsista. El texto presenta un producto y esconde un proceso. Por eso, como señala Jack Goody, la escritura se consideró en un principio como instrumento de un poder secreto y mágico; poder que aprovecharon los «letrados» (y los maestros) para diferenciar su cultura de las culturas populares (Goody, 1977).
De allí que la alfabetización haya producido una insalvable distancia entre la sensibilidad oral y la organización escritural. Como la idea platónica -como forma visible, que no tiene voz, inmóvil, sin calidez ni interlocutor, aislada, separada del mundo vital-, desplazó al mundo oral, variable, cálido y comunicativo (Havelock, 1963). Es la escritura la que posibilita una introspección cada vez más articulada, mediante la separación del cognoscente y lo conocido, o la contraposición entre el sujeto y el objeto.
Por otro lado, las redes sociales que se configuran a partir de la Escuela y de la lógica escritural, han favorecido la efectividad de formas de control social en una mayor amplitud y la composición de una mayor cantidad de individuos en una red social que los identifica. En la red social escolar, el papel de los actores, el carácter de los vínculos, la centralidad y el tipo de relación existente (como elementos que componen las redes sociales) están muy bien definidos, y contribuyen en general al disciplinamiento.
El desplazamiento de las culturas orales primarias a la «lógica escritural» produjo la convicción de que la educación tiene que circular alrededor de la lectura y la escritura, justamente como posibilidades de obtener un conocimiento claro y distinto de la realidad. La escritura se convierte así en un patrimonio de la educación y se articula con un modo de transmisión de mensajes y con una forma de ejercicio del poder culturalmente centrada en el libro, como localización del saber y de «lo culto». Porque la escritura podía capturar la regularidad y normatizarla, como una forma de sobrepasar el decir a través de lo dicho, como forma de captura y regulación.
Más allá de haberse unido la escritura y la alfabetización al proceso del disciplinamiento, la alfabetización -unida al complejo imprenta/Escuela- puede sin embargo tener dos consecuencias: (a) la igualación social, en la medida en que la alfabetización se democratiza y universaliza, y el desarrollo de la participación popular y el poder de las masas; o (b) el acrecentamiento de la brecha entre sectores sociales, debido a que los sectores bajos no cuentan con las bases materiales necesarias para hacer correctamente el proceso acumulativo o de estructuración requerido por la lecto-escritura (cfr. Huergo, 1994).
4. Del «estado de naturaleza» a la sociedad
El paso del estado de naturaleza (sea visto según las descripciones de Hobbes, Locke o Rousseau) a la sociedad, es garantizado por la escolarización. La denominada «educación popular» tiene por objeto la incorporación de los individuos a la organización social y política moderna. Su finalidad, en principio, es la formación de un ciudadano capaz de vivir en el nuevo sistema.
Condorcet, quizá, pueda ser considerado el propulsor de la «educación democrática»; por eso percibió la necesidad de formar al ciudadano democrático. Horace Mann, en EE.UU. apostó a que la educación, como ilustración de los ciudadanos, era la base para la participación en la vida republicana. Por eso la Escuela pública debía ofrecer las mejores condiciones.
En Argentina, volvemos a Sarmiento. En un trabajo de 1853 (Sarmiento, 1856) analiza Sarmiento diversos factores demográficos, económicos, ocupacionales) a tener en cuenta, relacionados con la educación, para constituir la «sociedad civilizada». En síntesis, la tesis del Maestro es la siguiente. Existe una variable interviniente: la educación, en el marco del paso de la economía fundamentalmente ganadera, a la agropecuaria. A través de ella deben formarse productores capaces de ser agentes de cambio. Este proceso debería ser acompañado por políticas inmigratorias y civilizadoras, que favorezcan la formación de una «clase media» de agricultores. Indudablemente, está la marca de la experiencia del autor en EE.UU. y su conocimiento de Horace Mann.
El paso del «estado de naturaleza» a la sociedad se logra con la escolarización que tiende a formar pequeños propietarios de la tierra y sujetos de derechos políticos. La finalidad económico-política de la educación, sin embargo, debe estar garantizada por el paso de una estructura oligárquico-ganadera a otra democrático-agropecuaria. Esta apuesta de Sarmiento fracasó. En principio porque Sarmiento está pensando en la cultura de los colonos norteamericanos; casi como en la interpretación de la relación entre la ética protestante y la formación del capitalismo, de Weber. Pero además, porque la oligarquía ganadera (sostenedora de la cultura «natural» del gaucho) como grupo dominante, no permitió el cambio en el «modelo de desarrollo» ni en el modelo político hegemónico. La educación, entonces, no tuvo significación como formadora de sujetos, sino como escolarización tendiente al disciplinamiento. Esto porque copió no sólo un modelo de moralización, sino porque reprodujo (como se ve en Sarmiento, 1949) en las Escuelas la disciplina del trabajo mecánico propio de la revolución industrial. Sólo provocó que el paso del «estado de naturaleza» a la sociedad significara como normalización o asimilación de normas para la racionalización de la vida cotidiana.
En el paso del «estado de naturaleza» a la sociedad, como se ve, aparece la relación entre ethos y economía política. Y resuena el debate al respecto iniciado con distintas conceptualizaciones, como las de Marx y Weber, entre otros. Sin embargo, si bien el ethos (sea religioso, cultural, etc.) gravita en la formación cualitativa y en la extensión cuantitativa de un modelo; el modelo, a su vez, gravita en la configuración de ese ethos. Cuando se da uno sin el otro, es probable que ocurra lo que ocurrió con el modelo de Sarmiento, que el efecto sea sólo moralizador y, por tanto, disciplinador.
Por otro lado, el descreimiento de Sarmiento, y del Alberdi de las Bases, hacia el gaucho (en virtud de su «estado de naturaleza»), hace que la sociedad sólo pueda advenir por copia, por imitación, por sustitución. Alberdi lo expresa claramente: ¿podrá la educación lograr en el argentino la "fiebre de actividad y de empresa que lo haga ser el yankee hispanoamericano? (...) Haced pasar al roto, al cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción; en cien años no haréis de él un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente (...) No tendréis orden, ni educación popular, sino por el influjo de masas introducidas con hábitos arraigados de ese orden y buena educación" (Alberdi, 1992: caps. 13 y 15).
En el paso del «estado de naturaleza» a la sociedad, hay una situación que debe ser superada: la necesidad. El proceso se configura como paso del reino de la necesidad al reino de la autonomía, de la libertad. Inclusive, hay dos manera de percibir la libertad, como se observa en el epígrafe del capítulo 3 de Facundo. Sarmiento cita al inglés Francis B. Head, en francés: "Le Gaucho vit de privations, mais son luxe est la liberté. Fier d'une indépendance sans bornes, ses sentiments, sauvages comme sa vie, sont pourtant nobles et bons". La libertad de la civilización tiene relación con la sujeción, el gobierno que implica un orden regular, los límites de la propiedad, el capitalismo. La «otra libertad», la libertad sin límites en que «forma» la naturaleza, que crea una desasociación normal, plantea la necesidad de una sociedad que remedie la barbarie (Sarmiento, 1964: cap. 3).
El problema mítico de la superación de la necesidad, ha sido uno de los móviles de la conformación de las sociedades modernas. Argentina ha seguido, en los tiempos de la constitución del sistema educativo y de la escolarización, el camino de la repetición, de la imitación. Estaban de moda los congresos pedagógicos en Europa, se realizó el Primer Congreso Pedagógico en Argentina. La Ley 1420 de educación está «inspirada» en la Ley Ferry de Francia. La Escuela se construyó con el eje del «normalismo», donde los maestros europeos y norteamericanos transvasaban su propia cultura «normal» educativa a los futuros maestros argentinos. Pero estas imitaciones no garantizan la superación de la necesidad.
El par conceptual «estado de naturaleza»/sociedad, ha tenido funcionalidad política: en Hobbes con la monarquía absoluta; en Locke con la monarquía parlamentaria. La necesidad es el factor por el cual este paso es imprescindible. Sin embargo, la necesidad puede ser falsa, en el sentido en que es impuesta por intereses socioeconómicos a los individuos, para su represión (Marcuse, 1985). El par conceptual, que debe vincularse a la «teoría de la soberanía» y que sirve de basamento para el ordenamiento sociopolítico, responde a los intereses de los sectores dominantes.
Al analizar Foucault la sociedad occidental moderna, abordada a la luz de la teoría del derecho, observa que éste se encargará de legitimar el poder teniendo a la soberanía como discurso justificativo. "El discurso y la técnica del derecho han tenido esencialmente la función de disolver dentro del poder el hecho histórico de la dominación y de hacer aparecer en su lugar los derechos legítimos de la soberanía y la obligación legal de obediencia" (Foucault, 1993a: 25). En otras palabras, el poder necesita de un sujeto sometido; y dicho sometimiento necesita una justificación racional para ser aceptado por aquél. De este modo, la «teoría de la soberanía» encubre/disuelve la dominación. Con lo que la necesidad puede transformarse en un poderoso argumento e instrumento de sometimiento.
El «estado de naturaleza», en la constitución de lo político, ha sido asociado a la vida íntima, a las pasiones y a la familia. El individuo se produce con el paso a la sociedad y su organización racional. La Escuela es el lugar donde se produce la ruptura con el medio originario y la apertura al progreso de la sociedad, por obra del conocimiento y la participación en la sociedad racional (Touraine, 1994: 20 y 206). La constitución de lo político, así, está en directa oposición con la asociación natural, cuyo centro es la vida familiar (Arendt, 1993: 39). La escolarización debía instituir en el hombre esta especie de segunda vida: la vida política.
Trayectos nómadas: La analogía de la ciudad
La ciudad de La Plata es la ciudad en la que nací y en la que vivo, aunque siempre la he habitado desde la periferia, desde una posición suburbana. La ciudad, que frecuentemente nos habita, tiene recorridos que todavía no son viajes largos. Pero en esta ciudad hay, acaso, un destino pretrazado, que la diseña y que, a la vez, condiciona los recorridos. La ciudad de La Plata es una de las pocas ciudades planificadas de América Latina: una ciudad imaginada y dibujada antes de que existiera en 1882; una ciudad planeada por el imaginario positivista de orden, control y progreso.
Revisando los planos posibles de La Plata (los planos que revisó Pedro Benoit para que Dardo Rocha fundara una ciudad en las Lomas de la Ensenada) inmediatamente uno se encuentra con alternativas que confluyen en una misma idea: una ciudad diseñada, pensada, imaginada como complejo de dispositivos de control y vigilancia, que en el plano están expresados por las diagonales. Las diagonales que se diseñaron confluyen en los dos centros: el centro geográfico de la ciudad y el centro político. En ambos casos, se ven coronadas por dos plazas amplias: antes que ágoras potenciales, pensadas como espacios de paseo y recreación. Por las diagonales, eventualmente, las fuerzas del orden podrían recorrer más rápidamente el trayecto que va de la periferia al centro (que es el mismo que va del centro a la periferia).
Con el tiempo, el momento fuerte del disciplinamiento y la previsión del desorden (que implicó esos dispositivos de vigilancia a la manera de un panóptico urbano) se fue diluyendo y dejando paso a un disciplinamiento cuyo eje es el mercado. De ese modo, el centro de la ciudad se descentró no sólo geográficamente sino también en su significado: el centro es solamente el centro comercial, y por los otros centros (al fin lugares de paseo y recreación) sólo en algunas ocasiones hay episodios que son señales de oposiciones y resistencias a situaciones o estructuras políticas, económicas o culturales.
Sin dudas existe una analogía entre la ciudad, sus formas y recorridos, y los saberes nómades (o que se nomadizan en la posmodernidad). Saberes que son producidos como dominios por las diversas prácticas itinerantes, en este caso, de Comunicación/Educación. La idea de Francis Picabia que hace suya Mabel Piccini: "atravesar las ideas como se atraviesan las ciudades", tiene una inmensa riqueza. El campo de Comunicación/Educación tiene que atravesarse como se atraviesan las ciudades. La ciudad puede atravesarse por costumbre, según circuitos pretrazados o por calles que son siempre las mismas y que llegan siempre a los mismos destinos. Los transeúntes, en ese caso, están habitados por una especie de estancamiento en el cual las travesías acostumbradas o regulares obturan muchas otras posibles. Este es el caso del persistente imperialismo de la escolarización en comunicación/educación.
Pero, también, las ciudades pueden ser atravesadas no sólo por las diagonales diseñadas, sino por otras infinitas diagonales o recorridos oblicuos que conforman rupturas del estancamiento; y no tanto como rupturas prefiguradas, que de nuevo funcionan como diseños, sino como verdaderos itinerarios que acompañan y configuran imaginarios urbanos múltiples. He aquí una figura del nomadismo como posibilidad de inscribir, cada vez, nuevas trayectorias. Que los itinerarios y los transeúntes sean nómadas, no significa que la materialidad turbulenta sea nómada de manera absoluta. Sostener el nomadismo en las prácticas, los procesos y los sujetos significaría atomizarlos, percibirlos autónomamente de algunos puntos de referencia diagonales que han configurado, incluso, su nomadismo. Si no fuera así, ¿de qué modo comprender cómo sigue trabajando la hegemonía en este desbarajuste? o ¿cómo se articulan oposiciones y conformismos en estas convulsiones culturales?.
Finalmente, las ciudades pueden atravesarse atendiendo a las trazas, a las señales o a las marcas, como verdaderas estigmatizaciones, que han dejado en ellas el plano (como figura de un proyecto más amplio) y la memoria (como historia vivida en la traza); plano que articula a las tácticas del hábitat con las grandes estrategias geopolíticas; memoria que articula las biografías singulares con los tiempos largos de la historia. En ese caso, la constelación de itinerarios y configuraciones posibles hablan siempre de una relación con otros mundos en este mundo: macrotrayectos que condicionan y son condicionadas por las trayectorias, y que pueden ser nombrados como «trayectos de comprensibilidad». Por eso, antes de revisar los microprocesos de revoltura en la «comunicación en la educación», vamos a presentar algunos puntos de referencia que generan «trayectos de comprensibilidad» en el plano de las estrategias geopolíticas y la historia, donde se inscriben las nomádicas tácticas del hábitat y las biografías.
Pistas trasnversales: Trayectos de comprensibilidad de las revolturas culturales
¿Cuáles son los «trayectos de comprensibilidad» que operan como pistas transversales en la comprensión de un campo hoy, como el campo de Comunicación/Educación, traspasado por las revolturas culturales?. Atravesar Comunicación/Educación como se atraviesan las ciudades, significa considerar los macro-puntos de referencia que se articulan con los itinerarios y los transeúntes, como si fueran «trayectos de comprensibilidad».
1. En primer lugar, la revolución científico-tecnológica, como primer «trayecto de comprensibilidad». La noción de revolución científico-tecnológica alude, en primer lugar, a los descubrimientos y nuevos aprovechamientos en el área energética, al desarrollo de la biogenética, la producción de nuevos materiales (plásticos en lugar de aceros, por ejemplo) y, muy particularmente, a la aplicación de la tecnología electrónica a la información y a las comunicaciones, a los procesos de automatización generados por la robótica, a los sistemas de expertos y a la inteligencia artificial, que provocan sistemas de diseño, producción y administración más flexibles. Para la filósofa argentina Cristina Reigadas, los cambios operados en estos terrenos contribuyen a profundizar los reordenamientos políticos y económicos mundiales, produciendo una verdadera transmutación del horizonte cultural (Reigadas, 1987). Esta revolución posibilita la transnacionalización de la economía y de la información, que originan procesos crecientes de centralización (globalización) económica y descentralización política. Mutaciones en el diseño provocan un desplazamiento del denominado fordismo al toyotismo, como forma de organización por computación central y reticular mundializada, acompañado de nuevos sistemas flexibles de producción. Una de las consecuencias más rápidas y profundas de esta revolución es el cambio y el impacto que produce en el concepto y en las condiciones del trabajo humano. Un inmenso problema es la expulsión de enormes proporciones de trabajadores en todas las actividades, lo que significa la generación de una población excedente absoluta: no ya explotados o precarizados, sino sumidos en la marginalidad y la miseria.
Esta revolución ha estado acompañada por importantes cambios en las relaciones y en la estructura del poder mundial. El tránsito de los núcleos metropolitanos y el desenvolvimiento de procesos imperiales y neocoloniales (existentes hasta la Segunda Guerra Mundial), hacia una estructura de poder bipolar (EE.UU. y U.R.S.S.) con áreas de influencia desarrolladas o subdesarrolladas, después de la Segunda Gran Guerra, ha sido complejo y altamente conflictivo. Nuestra época se caracteriza por un acelerado descentramiento del poder y por la estructuración de un policentrismo mundial, que tiende a reproducir antiguas concepciones geoestratégicas (cfr. Argumedo, 1996). Además de la Europa integrada y del bloque del este asiático, uno de los polos de poder mundial es América, que significa (en principio) América Latina bajo la hegemonía norteamericana (evocando la Doctrina Monroe). La «nueva doctrina Monroe» está en el intento de hacer de América Latina una zona cautiva para los intereses de un declinante EE.UU., garantizando el control del mercado del 20% de los latinoamericanos: los ricos. Las presiones se orientan a la adscripción a las políticas del FMI y el Banco Mundial, al pago de la deuda externa y a las orientaciones de las políticas económicas nacionales para ingresar al «Primer Mundo».
2. El segundo «trayecto de comprensibilidad» es la globalización, que tiene más valor como artefacto lingüístico que como concepto. En cuanto noción proveniente de la economía, la postulación de la globalización, en la administración de los asuntos económicos y de las informaciones, designa el control de la producción, del intercambio financiero y de las transformaciones en las comunicaciones y la información por parte de megacorporaciones mundiales, y la relativa desregulación de los mercados. La globalización, en rigor, funciona de esta manera -en cuanto a la apertura y desregulación de mercados y el derrumbamiento de las fronteras comerciales- sólo en América Latina y algunas pocas otras regiones; esta apertura no funciona en muchos de los países denominados «desarrollados». En Estados Unidos, por ejemplo, hay cupos y «fronteras» comerciales, lo que contribuye a sostener que la regulación existe y que las estrategias de desregulación/globalización son una demanda-trampa para los países latinoamericanos, por ejemplo, como formas que favorecen la redefinición de nuevos mercados. Para Noam Chomsky la globalización de la economía, en realidad, sólo aporta nuevos mecanismos para colonizar y saquear grandes sectores (incluso del propio país), al poder trasladar la inversión y la producción a zonas de mayor represión y bajos salarios (Chomsky, 1996). Con lo que la globalización contribuye a una nueva tercermundialización en dos niveles: sometimiento, colonización y saqueo de la mayoría de los países, y dentro de cada país, de la mayoría de las poblaciones.
3. El tercer «trayecto de comprensibilidad» lo constituyen las políticas neoliberales. En el marco de la reestructuración del poder mundial (del orden bipolar al policentrismo del poder), favorecida por el desarrollo de las empresas transnacionales, entre otras cosas, el concepto-trampa de la globalización parece requerir de una condición. Esa condición es la desarticulación de los Estados y de los pilares de su soberanía (Argumedo, 1996). El despliegue de los modelos políticos neoliberales producen un triple equívoco. El primero se debe a la cooptación (que significa cuando se toma un término y se le da otro sentido) del concepto de democracia por parte del poder financiero, lo que contribuye a desarticular al Estado soberano. Si la democracia ofrecía posibilidades para que el pueblo juegue un significativo papel en la administración de los asuntos públicos, la «democracia» neoliberal se produce cuando imperan los procesos empresariales sin las interferencias del pueblo, que es considerado una amenaza. Otro equívoco es el planteamiento de la necesidad de construir un «Estado neoliberal», cuando el neomonetarismo trabaja sobre la base de un Estado saqueado y desarticulado. El neoliberalismo está constituido por un conjunto de políticas que organizan y garantizan (por vía del sometimiento, colonización y saqueo) la recaudación de recursos económicos y financieros para grandes grupos transnacionales. El tercer equívoco consiste en la postulada inclusión en el Primer Mundo. Esta inclusión significaría adoptar los beneficios de la revolución científico-tecnológica. Entretanto, los altos índices de desocupación y subocupación denuncian no sólo que esa revolución produce una descalificación acelerada de la población económicamente activa, sino que el neoliberalismo condena a nuestros pueblos a una rápida entrada en un círculo de precarización laboral y marginalidad.
Este tipo de equívocos y cooptaciones son propios de la época de restauración conservadora como estrategia frente a los desafíos planteados por la revolución científico-tecnológica. La conformación de un nuevo orden mundial había sido ya un pedido de justicia, equidad y democracia en la sociedad mundial, formulado por las sociedades del sur. Dicha petición, desoída, fue cooptada y audible en la voz de George Bush, que al usar la frase «nuevo orden mundial» le otorgará el sentido de una «nueva era imperial»: un sistema globalizado orquestado por ejecutivos del G-7, el FMI, el Banco Mundial y el GATT. El «orden neoconservador», sin embargo, se articula con formas previstas (casi planificadas) de oposición social, que contribuyen a hacer compatible la sensación de libertad en el reclamo de justicia con la seguridad nacional de la época anterior; esas formas se presentan bajo la denominación de «conflictos de baja intensidad» (cfr. Ezcurra, 1990) que -prolongándose durante toda la década- no alcanzan a conformar ni resistencias ni subversión del nuevo orden.
4. El cuarto «trayecto de comprensibilidad» es la sociedad de la comunicación. Es el filósofo Gianni Vattimo quien sostiene que la sociedad en la que vivimos es una sociedad de la comunicación generalizada: la sociedad de los medios masivos (Vattimo, 1990). Afirma Vattimo que en el nacimiento de una sociedad posmoderna los mass media tienen un papel determinante, no porque la hagan más transparente, sino porque la hacen más compleja y hasta caótica; caos en el que residen ciertas esperanzas de emancipación, ya que los medios han contribuido a disolver los puntos de vista centrales y los grandes relatos. Lejos de producir una sociedad totalitaria, los medios son los componentes de una explosión y multiplicación de diferentes visiones del mundo, que hace imposible la idea de una realidad. Las posibilidades de emancipación residen en la posibilidad de liberación de las diferencias que provocan los medios. Pero además, la sociedad de la comunicación hace que surja una nueva cultura, la cultura mediática, que indica la transformación que los medios y nuevas tecnologías han producido en la cultura, en los modos de conocer, en las representaciones, en los saberes, en las prácticas sociales. En este sentido, los medios y las tecnologías han tenido la capacidad de modelar el conjunto de la vida social (según lo afirma el semiólogo argentino Eliseo Verón). Entre otras cosas, la sociedad de la comunicación y la cultura mediática han contribuido a poner en crisis la lógica centrada en la escritura y la lectura y han dejado paso a la denominada «hegemonía audiovisual», en la que predomina la sensibilidad y la emotividad por sobre la abstracción.
Para Gilles Lipovetsky, en cambio, lo que caracteriza a esta sociedad posmoderna es el proceso de personalización, que significa un quiebre del orden disciplinario y un despliegue de lo singular y lo íntimo, unido a una revolución del consumo, que permite (para el autor) el desarrollo de los derechos y los deseos individuales (Lipovetsky, 1990). Con el crecimiento, como valor fundamental, de la realización personal y el respeto a la singularidad, el proceso de personalización ensancha las fronteras de la sociedad de consumo. En este contexto, el nuevo individualismo implica la diversificación al infinito de las posibilidades de elección, la descrispación de las viejas posturas político-ideológicas y la reducción de la carga emotiva invertida en lo público. Así adviene una sociedad donde la primacía la tiene la comunicación y la expresión, como una especie de psicologización de lo público. Las transiciones fundamentales son tres. La primera es de la disciplina a la autodisciplina, conjugada con la seducción, el mundo del placer y el consumo y acompañada con las nuevas tendencias de la democracia: la descentralización (como descompromiso del Estado y reconocimiento de particularidades) y la autogestión (como sistema cibernético de distribución y circulación de información). La segunda es la transición de lo público a lo privado, unido al éxtasis de la libertad personal y a una nueva socialización flexible que significa apatía frente a lo público. La tercera es la transición del capitalismo autoritario al hedonismo permisivo, que se articula con la despolitización, la desindicalización y las iniciativas individuales e informadas de consumo.
Como podrá apreciarse, todos los «trayectos de comprensibilidad» han contribuido a la reformulación de los modelos sociales, de las relaciones entre sectores, de la socialización, la socialidad y la sensibilidad, y de las definiciones nacionales en el contexto internacional. A su vez, impactan provocando nuevas reflexiones acerca de las dimensiones que mutuamente se definen contribuyendo a la comprensión del «nosotros» (y de nuestra matriz y situación latinoamericana): la estructuración socioeconómica, la conformación de identidades culturales y la definición de las relaciones con otras sociedades. Con lo que es imposible soslayar estos macro-puntos de referencia a la hora de investigar y de pensar la comunicación en la educación como desborde del proyecto de escolarización.
La comunicación en el entramado de la revoltura cultural: microprocesos de crisis de la escolarización
En la comunicación en la educación percibimos cómo la revoltura sociocultural ha puesto al descubierto el desborde de la escolarización y ha evidenciado su agonía; y lo percibimos en los microprocesos cotidianos, para los que los conceptos consagrados ya no nos sirven del todo. Atravesamos esta situación como itinerantes nómadas; y es una clave que la recorramos así, porque lo que se revuelve junto con los procesos y prácticas socioculturales son los saberes, a los que no tenemos que cerrar y sacralizar prematuramente.
1. Desarreglo del disciplinamiento social
En la actualidad el disciplinamiento ha sufrido un corrimiento hacia novedosas formas relacionadas con un nuevo régimen de la visibilidad, por un lado, y con la atomización de los cuerpos, por otro (Piccini, 1999). La desmaterialización de los contactos, a partir de las novedosas técnicas de la velocidad, hace que lo real se haya convertido en un lugar de tránsito, un territorio en el que el desplazamiento es un imperativo. Vivimos bajo el imperio de la inestabilidad social articulada con la fluctuación y la fugacidad, donde el mundo vivido es, en buena medida, el mundo visible gracias a los artificios de la técnica, que hacen del mundo un objeto de visión. El mundo vivido se convierte gradualmente en imagen que acontece afuera y, a la vez, se integra como una secuencia más dentro de las escenas de lo privado. Incluso el otro, como exterioridad irreductible, se desmaterializa, se deslocaliza y se ve sometido a la estética de la desaparición, diluyéndose su carácter concreto e histórico[1].
La experiencia cultural actual (más allá del diseño panóptico y de los imperativos pedagógicos de olvido del cuerpo) marca una novedosa forma de control del cuerpo que ha tomado la figura del peep-show (Urresti, 1994). La figura del peep-show sigue el sistema general de la discoteca; la discoteca como nueva cárcel: la cárcel de la liberación, donde se encierran sujetos que están obligados a divertirse. Muy diferente a la fiesta, donde se intentan satisfacer los deseos, la discoteca es más bien el lugar de creación de deseos, pero como nueva forma del control. Ya no es uno el que mira sin ser visto (como en el panóptico) sino uno que está en el centro «obscenamente» (en el centro de la escena) buscando ser mirado, para que otros gocen de esa posibilidad de mirarlo. Llamativamente, el que está en el centro supone que lo miran, pero no puede ver (por la luz que lo encandila, o por vidrieras oscuras) efectivamente a los otros. El peep-show inaugura una forma de control del cuerpo centrada en la atomización, en las iniciativas de autocontrol, en la búsqueda de autosatisfacción, donde el otro encarna una forma de vouyerismo.
Esta experiencia se revela en la llamativa competencia entre los niños y entre los jóvenes para ser sancionados en los espacios escolares. Pero siempre con una sanción que se reconoce revelándose como un juego, en el cual la norma carece de sentido regulador de las prácticas (o, al menos, se redefine su sentido). La figura del peep-show en la escuela parece también anudarse, por un lado, con la cultura de la impunidad y la corrupción (como imponente burla nacional de los adultos a la sanción) y, por otro, con prácticas que, excediendo o burlando la legalidad, se legitiman y se hacen públicas como formas de prestigio y trascendimiento socioeconómico. De este modo se trastoca el sentido del derecho: los derechos vienen a representar ventajas relativas y privilegios sectoriales.
Los corrimientos aparecen en las escenas escolares desarreglando las relaciones disciplinarias y sus imperativos. Pese a estas revolturas, el ímpetu disciplinario y normalizador permea en múltiples proyectos educativos. En concreto, la educación pretende disciplinar la entrada del mundo en la conciencia, un supuesto de la concepción «bancaria» denunciado por Paulo Freire, lo que implica dos cosas: que el educando es pasivo y que la institución escolar es la portadora y guardiana de «lo culto». Este disciplinamiento opera no sólo en el orden del conocimiento, sino en el de la cultura y de las prácticas. Como tal, conserva en el nicho escolar a «lo culto», escamoteando la realidad: ya no existe «lo culto», sino la cultura como complejidad y como pugna.
2. Impotencia de la racionalización
El escenario escolar se ha transformado en «campo de juego» donde se evidencia (de manera persistente) el conflicto entre el horizonte cultural moderno (racional) y los residuos culturales no-modernos (no racionales; cfr. Huergo, 1998). Los residuos culturales no-modernos, que no han alcanzado a ser ordenados y controlados por la racionalización moderna, revelan el modo en que se juega la hegemonía en el escenario escolar y en que es desafiada y contestada la cultura dominante. Estos residuos se redefinen a través de diferentes tácticas (de los débiles), aunque existen como dos formas paradigmáticas «posmodernas». Una, las «formas resistentes de afirmación» de determinadas matrices culturales, que hacen problemática el análisis de las resistencias exclusivamente en términos de negación (cfr. Huyssen, 1989: 312) y que evidencian la pugna por hacer reconocibles determinadas «señas» de identidad; de modo que no son simples «resentimientos», más propios del pulcro burgués (Kusch, 1975), sino formas afirmativas de resistencia. La otra, la emergencia de nuevas formas de exclusión sociocultural articuladas con una efectiva situación de condena a «ser inferior», resultante del cruce entre condiciones socioeconómicas de pobreza y empobrecimiento y matrices culturales o identitarias de los sujetos.
Pese a los esfuerzos (a veces paranoides) de la racionalización como obsesión por la claridad y la distinción frente a la oscuridad y confusión de los procesos y las prácticas culturales, con el desorden sociocultural emergen tres fenómenos a los que tenemos que prestar atención. El primero es que el ser alguien, caracterizado como una libertad rodeada de objetos, se articula con las nuevas modalidades de consumo que redefinen el horizonte del progresismo civilizatorio. Pero, además, que hacen que el ser alguien, un modo estable e hipostasiado de ser, sufra un corrimiento hacia el estar siendo fluctuante, evanescente y no localizable.
El segundo fenómeno es la creciente percepción de los jóvenes como violentos, delincuentes, desviados sociales o «incorregibles» (en el sentido de Foucault), lo que contribuye a tejer una criminalización de la juventud. En general, como señala Jesús Martín-Barbero, esto se debe a la imposibilidad de identificar a lo juvenil hoy desde las disciplinas (Martín-Barbero, 1998). Pero se suma esto también la criminalización de los niños que, como actores de una guerra contra los adultos, adquieren conductas que son interpretadas como un reflejo o como un efecto de lo que ven por televisión o de las acciones virtuales en las que se forman consumiendo los videogames.
El tercer fenómeno es el de la violencia como desarregladora de los procesos escolares en cuanto acción destructora, invasora o depredadora contra las escuelas o sus materiales (al menos esto es notable y creciente en el Conurbano bonaerense argentino, en San Paulo, etc.). Como una revancha de lo bárbaro, algunos grupos sociales emprenden un intento de destrucción de los precarios edificios escolares, de invasión de los mismos o de depredación de los magros materiales didácticos existentes en ellas. Pero, además, este fenómeno ha contribuido a la percepción de la violencia más allá de la rutinaria agresividad de la vida escolar; una violencia interpretada, en principio, como manifestación del distanciamiento y la pérdida del sentido de pertenencia de la escuela a la comunidad.
3. Desborde del «estatuto de la infancia»
La educación del niño entendida como preparación para, ignora y acalla las revolturas socioculturales contemporáneas: una cultura de lo efímero, una imagen del «joven» que deviene deseo para los adultos, una desarticulación entre «educación para el trabajo» y el mundo del empleo, una desigualdad globalizada en el mercado. Ignora y acalla, además, la emergencia de una cultura pre-figurativa en la que se produce un cambio en la naturaleza del proceso cultural: los pares reemplazan a los padres (Martín-Barbero, 1996). Sobre todo, la educación como preparación para ignora o acalla una revoltura en el «estatuto de la infancia». La revoltura, que alcanza a los sujetos de la educación, implica una crisis, corrimiento y redefinición de lo que fue el «estatuto de la infancia», no sólo originada por el consumo cultural de los niños (que no se corresponde con las los productos/ofertas del mercado para niños) o por la aparición (como expresan algunos europeos azorados) de los «teleniños», sino como consecuencia de la total depredación y precariedad sociocultural producida por los modelos neoliberales (cfr. Barberena y Fernández, 1997).
Jesús Martín-Barbero, siguiendo ideas de la antropóloga Margaret Mead, habla de la emergencia de culturas pre-figurativas. Sin embargo, necesitamos percibir y trabajar cómo se configuran esas culturas en una economía cultural más amplia: cómo esas emergencias culturales tienen un carácter diferenciado cuyo dramatismo está emparentado con las nuevas condiciones socioeconómicas del complejo globalización/neoliberalismo. Asistimos al dramático carácter socioeconómico de las culturas pre-figurativas, donde la pobreza y el empobrecimiento ha llevado al reemplazo del adulto por el niño y por el adolescente en el sostén económico de la familia. Con lo que cambia la naturaleza del proceso socioeconómico: el futuro, las edades y las etapas se alteran y provocan la configuración del desorden cultural.
En Argentina, al menos, cada vez más deben modificarse las condiciones de escolaridad o reformularse los contratos pedagógico-didácticos en algunas instituciones, debido a las características del niño-trabajador (precario), que -de paso- subvierten la idea de la educación del niño para el mundo del trabajo. Otra alteración está representada por las becas otorgadas por el gobierno de la Provincia de Buenos Aires a los niños y jóvenes escolarizados cuyas familias han sido caracterizadas como pobres por ciertos organismos de control y gestión de la acción social estatal. Frente a esas becas, se producen múltiples situaciones de uso y consumo de las mismas, configuradas por verdaderas tácticas de los débiles, de las cuales se valen cada vez más estos sectores para procurar quedar «colgados», más que insertos, en las nuevas condiciones del sistema socioeconómico. Esas becas se han convertido en el principal ingreso familiar, lo cual modifica los contratos de aprendizaje y de evaluación y promoción entre docentes y alumnos (ya que una desaprobación, por ejemplo, significaría el no cobro de la «beca-salario» percibido por los niños para el sostén familiar); pero, fundamentalmente, desordena y subvierte la misión de la institución escolar y las características de la escolarización.
Por otra parte, están perturbando crecientemente el orden de la infancia escolarizada los casos de niñas embarazadas, por ejemplo, a los 12 años; situación que no sólo pone en crisis la «normalidad» esperada en la institución escolar y en la escolarización, sino que desafía la construcción curricular; pero, además, en la tramitación burocrática trastoca la categoría de «adulto» encargado y responsable de la educación del «niño». Todo lo que contribuye a percibir que, de ser un derecho (que se correspondía con un deber de los padres en la legislación del siglo XIX), la educación pasó a ser a la vez un producto cultural objeto de consumos diferenciados acordes con la segmentación social y un escenario de resolución precaria y depredadora del ajuste social, donde el «menor» necesita actuar como un adulto.
4. Obsolescencia de la lógica escritural
El tradicional centramiento en el texto, en el libro como eje tecnopedagógico escolar y en el modo escalonado, secuencial, sucesivo y lineal de leer (que responde a una cierta linealidad del texto y a las secuencias del aprendizaje por edades o etapas), sumado al solipsismo de la lectura y la escritura, ha desencadenado una pavorosa desconfianza hacia la imagen, hacia su incontrolable polisemia, hacia la oscuridad de los lazos sociales que desencadena y hacia la confusión de las sensibilidades que genera (Martín-Barbero, 1996). La crisis de la lectura y la escritura, atribuida defensivamente por la escolarización a la cultura de la imagen, debería comprenderse como transformación de los modos de leer y escribir el mundo (no ya sólo el texto), como des-localización de los saberes y como desplazamiento de «lo culto» por las culturas.
A esto se suma el conflicto entre la lógica escritural y la hegemonía audiovisual. En general las mayorías populares latinoamericanas han tenido acceso a la modernidad sin haber atravesado un proceso de modernización económica y sin haber dejado del todo la cultura oral. Se incorporan a la modernidad no a través de la lógica escritural, sino desde cierta oralidad secundaria como forma de gramaticalización más vinculada a los medios y la sintaxis audiovisual que a los libros. Y esto emerge incontrolablemente en el escenario educativo. Aunque la pedagogía persista en un afán imperialista de lo escritural, de tal modo que la escritura siempre permita la «inscripción» o fijación del significado de los acontecimientos (lo cual siempre fue condescendiente con tiempos largos y grandes relatos) los fenómenos, los acontecimientos, los procesos y las prácticas de nuestra situación latinoamericana de fin de siglo son tan evanescentes, tan fugaces y tan veloces, que casi siempre es imposible fijar o inscribir su significado. Por lo que una pedagogía posmoderna debe (intuyo) inaugurar una trayectoria donde lo dicho sea subvertido por el decir, donde la utopía restrictiva pueda ser desbordada, desafiada y resistida por un arco de sueño social en el que todas las voces puedan reconocerse, superando la injusticia de las narrativas desde las que son habladas.
5. Las culturas toman su revancha: las resistencias
En tiempos de desorden cultural, de destiempos en la educación irrumpe una verdadera revancha de las culturas que evoca la imagen del palimpsesto como memoria borrada que borrosamente emerge en las entrelíneas con que escribimos el presente (Martín-Barbero, 1996). El conflicto se evidencia en las resistencias y las formas de lucha por las identidades culturales. Los ámbitos educativos son escenarios de pugnas culturales que las exceden; son los lugares donde diversas formas de resistencias se ponen de manifiesto (Huergo, 1998). Así, es imprescindible poner atención a la autonomía parcial (o «autonomía relativa») de las culturas que juegan en el escenario escolar, y al papel del conflicto y la contradicción existente en el proceso de reproducción social. Por este camino es posible comprender los modos en que trabaja la dominación política aun cuando los estudiantes rechacen desde sus culturas la ideología que está ayudando a oprimirlos. En esos casos, puede observarse en perspectiva cómo la oposición que impugna activamente la hegemonía de la cultura dominante pone en conflicto a la reproducción, pero puede también asegurar un destino de relegamiento a situaciones de desventaja socioeconómica. Particularmente en el escenario escolar, además, se visualiza cómo el drama de la resistencia (emparentado con el «drama del reconocimiento») está directamente relacionado con el esfuerzo de incorporar la «cultura callejera» al salón de clases (McLaren, 1995). Las resistencias, en ese caso, son formas de pelea en contra de que la escuela borre las identidades callejeras; son luchas contra la vigilancia y el disciplinamiento de la pasión y el deseo.
6. Debilitamiento de la legitimidad del maestro
Estamos presenciando un período de acelerada desarticulación entre la escuela y el imaginario de ascenso socioeconómico. Esto ha transformado a la escuela en un producto cultural, objeto de consumos diferenciados de acuerdo con la segmentación socioeconómica. La situación material que a la salida del trayecto escolar era modificada en virtud de la movilidad social (al menos en el imaginario) es hoy naturalizada a la entrada al trayecto escolar: según la situación material al momento de la matriculación, el consumo del producto cultural escolar será desigual.
En este contexto se modifica radicalmente la figura del maestro, que de «apóstol» pasa a ser dispensador de productos culturales; pero no ya como «propietario» de un saber, sino simplemente como un nuevo tipo de empleado de comercio. Esto se ve agravado por las condiciones materiales y simbólicas en las cuales el maestro realiza su tarea; si bien el maestro nunca fue un trabajador bien remunerado, la legitimación social de su tarea docente hacía que fuera una figura de prestigio para toda la sociedad.
Por otra parte, la microprocesualidad docente aparece en el imaginario crecientemente desajustada con los intereses de diferentes grupos o clases que eventualmente delegarían el derecho de violencia simbólica, y allí radica una de las claves de la creciente deslegitimación de la docencia. Su poder fue arbitrario, como lo señala Pierre Bourdieu, para imponer una arbitrariedad cultural (Bourdieu y Passeron, 1981); pero la acción pedagógica implicaba como condición social para su ejercicio la autoridad pedagógica y la autonomía relativa del docente que la ejercía (Ib.: 52). En ese sentido, los maestros (como emisores pedagógicos) aparecían automáticamente dignos de transmitir lo que transmitieran y, por lo tanto, autorizados para imponer su recepción (Ib.: 61). Esta descripción está absolutamente revuelta y la legitimidad del maestro está debilitada. El problema parece ser más amplio: ¿en qué sentido la escuela sigue siendo un sistema legítimo que ejerce violencia simbólica a través de la autoridad pedagógica, disimulando las relaciones de fuerza en que se funda su propia fuerza (Ib.: 44)?. En otros términos, ¿de qué modo continúa la escuela siendo un «aparato ideológico del Estado»?.
7. Redefinición del espacio público y nuevos modelos de ciudadanía
Hoy la palabra (argumentación pública y discusión racional[2]) que constituía lo público, aparece en los medios. Existen diversos modos de distinción entre lo público y lo privado en la actualidad. El modelo económico liberal sostiene que la administración estatal significa lo público y la economía de mercado es el recinto de lo privado. El modelo de la «virtud republicana» asocia lo público con la comunidad histórica y con la ciudadanía. Para un gran número de autores, lo público es un espacio fluido y polimorfo ligado a los medios, que garantiza la opinión pública; es decir: lo público se constituye en espacios massmediáticos. Con la sociedad de masas y de medios, se redefine el espacio público como "el marco mediático gracias al cual el dispositivo institucional y tecnológico propio de las sociedades posindustriales es capaz de presentar a un público los múltiples aspectos de la vida social" (Ferry, 1992: 19). En esta concepción, el espacio público no obedece a las fronteras nacionales de cada «sociedad civil», sino que es un medio de la humanidad «mundializada». Lo que trae aparejadas dos consecuencias: el espacio público está en gran medida atomizado y se multiplica y fragmenta, y se caracteriza por el espectáculo: la espectacularización del espacio público acontece en la medida de su massmediatización.
Hacia fines del siglo XX, y ligado con el problema de lo público y lo privado, se presenta otro problema crucial. Es el problema acerca de qué ciudadano (queremos/podemos) formar (o estamos formando) en los procesos educativos. En el siglo XIX, Domingo Faustino Sarmiento y otros pioneros de la educación pública tuvieron una percepción fundacional en torno a la formación de ciudadanos acordes a la etapa de organización nacional. La organización nacional requería cierta homogeneización de la cultura, una moralización de los trabajadores, orden y disciplina en la vida social cotidiana... Sarmiento anuda esas finalidades con la formación de un argentino capaz de ejercer la ciudadanía en un sentido moderno. Afirma Sarmiento en su obra Educación popular, en 1849, que la educación ha de "preparar a las naciones en masa para el uso de los derechos que hoy no pertenecen ya a tal o cual clase de la sociedad, sino simplemente a la condición de hombre".
Pero, ¿qué ocurre en los albores del siglo XXI?. Para Néstor García Canclini, el espacio público se constituye no ya por relaciones vinculadas al trabajo (como en Hegel y Marx) sino en los ámbitos de consumo. En el consumo se ejerce y constituye la ciudadanía (García Canclini, 1995). Los ciudadanos, en muchos casos, son considerados como «clientes». La lucha por la ciudadanía como lucha por el consumo es ciertamente un aspecto determinante en la significación de los modelos neoliberales cuya narrativa obedece a la «moral» del mercado. Para formar al ciudadano-consumidor, en la educación debe trabajarse la mayor «libertad» posible del consumidor frente al aumento constante de oferta de bienes. En otros casos, para formar al ciudadano-cliente se propone la formación de agentes microeconómicos que puedan desenvolverse con la mayor racionalidad posible en el mercado; a la vez amplían la categoría de clientes a un usuario de servicios que tiene que ejercer nuevos derechos.
En el marco de la «sociedad mediatizada», para John Keane existen tres tipos de «esferas públicas» (Keane, 1995): 1) las micropúblicas, donde centenares o miles de disputantes interactúan a nivel sub-Estado nacional (desde la charla de café, las Comunidades Eclesiales de Base, las aulas escolares, etc.); 2) las mesopúblicas, donde disputan millones de personas en el marco del Estado-nación (los periódicos, la televisión, etc.); y 3) las macropúblicas, donde disputan cientos de millones (desde coproducciones multinacionales, pasando por Reuter, por ejemplo, hasta Internet donde los disputantes están copresentes en forma virtual, como netizens en lugar de citizens). Las tres esferas interactúan y vuelven poroso al espacio público, y marcan el paso de la lexis como crítica y argumentación, al mundo de la opinión y el espectáculo. ¿Cómo formar ciudadanos (o netizens?) en este panorama del nuevo espacio público con tres esferas?.
Repensando la comunicación en la educación
Las verdaderas revolturas culturales actuales, permiten (como mínimo) pensar en un nuevo régimen de la educabilidad. El concepto de educabilidad había sido desarrollado por el pensamiento realista (especialmente neotomista) y por el pensamiento espiritualista, como la capacidad de ser educado, que respondía a una de las preguntas fundamentales de la pedagogía: ¿es posible educar?, y que se complementaba con la capacidad de educar o educatividad.
Seguramente si nos preguntamos hoy: ¿es posible educar?, nos pueda asaltar la tentación de elaborar una propuesta racionalizadora, normativa y regulativa de las prácticas educativas respecto del desorden cultural emparentado con las nuevas formas de la comunicación. Las obsesiones pedagógicas que ligan a la educación con una escolarización con sentido de disciplinamiento, han insistido en organizar racionalmente la revoltura cultural, cuando no la han negado. Pero las obsesiones de la pedagogía moderna se han visto desbordadas por una situación imposible de soslayar.
Desde allí nuestra respuesta a la pregunta iría por el lado de la «comunicación para la educación» entendida como, por un lado, la incorporación de medios de comunicación en la educación y, por otro, un cúmulo de estrategias que tienden a una armonía en la comunicación para favorecer la tarea educativa, que en general se ha sustentado en el desplazamiento hacia el «receptor» y el desplazamiento de la concepción «bancaria» hacia el feed-back o retroalimentación.
Aquí podemos observar un carácter instrumental en el uso de medios e incluso en el uso de la comunicación interpersonal o grupal para la educación. Recordemos que lo instrumental se centra en el instrumento, en la tejne desprovista de poiesis. La racionalidad instrumental tiene como interés propio de fondo la organización y disposición de «lo a la mano» (en el sentido heideggeriano), es decir: la mani-pulación, que implica el diseño de estrategias, que aspiran al control y dominio de la naturaleza y, por extensión, de los otros.
Sin embargo, no es en esta línea en que necesitamos pensar un nuevo régimen de educabilidad. Así como Georg Simmel pensó la socialidad como trama de diferentes relaciones e interacciones condensadas en la noción de «sociedad»[3] (Simmel, 1939), no es posible mantener nuestra vieja idea de educación, tan presente en las persistentes concepciones «bancarias». El aporte de Simmel al pensar la socialidad ha de ser una huella para pensar los nuevos modos de comunicación (transmisión/formación) de prácticas, saberes y representaciones en la trama de la cultura, como espacio de hegemonías.
Pero, ¿qué comunican, es decir, qué significados producen y qué sentidos adquieren todas estas formas de desorden o de oposición que se instalan en la educación y, de paso, dan una estocada mortal a la escolarización (que parece insistir en reformular estrategias agónicas de defensa)?.
En primer lugar, lo que comunica esta revoltura, todo este desorden, es que la comunicación, lejos de haber contribuido a configurar un mundo más armonioso, se encuentra con un mundo infinitamente más complejo y conflictivo: revela un mundo más desdichado. La utopía tecnológica según la cual los avances y las nuevas modalidades de comunicación mediada por tecnologías cada vez más sofisticadas estarían directamente vinculados con una vida social más armoniosa y más justa, no parece ser más que una ilusión.
En segundo lugar, el desorden cultural que irrumpe en los escenarios educativos comunica que la «comunicación para la educación», entendida como incorporación de medios de comunicación en la educación o como estrategias de armonización de la comunicación para educar, no harían más que reforzar la concepción instrumental en el uso de medios y tecnologías, la ilusión de la modernización por la manipulación de herramientas separadas de un proyecto pedagógico o el imperialismo racionalizador de la escolarización, lo que significa un placebo a una escolarización herida de muerte.
En tercer lugar, todo este desorden comunica que los niños cuentan, como sostiene el sugestivo título de un libro de Maritza López (López de la Roche y Gómez Fries, 1997). Más allá de la propuesta práctica de la autora, la idea de que los niños, o los educandos, cuentan contiene distintos sentidos:
los educandos «cuentan» como el otro: toda práctica de Comunicación/Educación tiene que partir del otro, de sus condiciones, de su «universo vocabular»[4], de las construcciones discursivas de que es objeto, de las situaciones que lo han oprimido y lo configuran como diferente. Pero «cuentan» como un otro no hipostasiado, separado, pura exterioridad, sino como un otro que pertenece a la trama del nos-otros. Una trama cultural de la que estamos hechos y de la que, definitivamente, no estamos separados los educadores/comunicadores;
los educandos «cuentan» en cuanto que relatan su realidad, hablan el mundo, lo dicen. Es decir: pronuncian su palabra. Esto tiene que llevarnos a lo que significa provocar el pronunciamiento de todas las voces y provocar la pregunta, como formas de generar una formación educativo-comunicacional, más allá de lo que «ya ha sido dicho», de los encasillamientos o las estigmtizaciones;
los educandos «cuentan» en el sentido en que construyen una memoria como acumulación narrativa que excede los discursos desde los que son narrados y el entrampamiento de la «gran conversación neoliberal», que exalta la diversidad y entiende al diálogo como un modo de dilatar y suspender el conflicto.
En cuarto lugar, este desorden alienta a imaginar formas de mayor expresividad cultural en nuestras producciones mediáticas, sean estas educativas o no, donde sea posible el conocimiento del contexto, el reconocimiento de nuestra situación y las posibilidades de transformación de una sociedad crecientemente depredadora. Para esto, alentar en la producción el proceso clave propuesto por el uruguayo Mario Kaplun: la prealimentación (Kaplún, 1989), incluso como práctica de investigación participante, que permite el reconocimiento del a quién de nuestra comunicación, para que el proceso no adquiera las características «bancarias» de comunicación/educación, donde se deposita en el otro lo que ha sido creado para el otro y no con él. Este tipo de producciones realizadas desde la prealimentación, alienten a su vez el diálogo, la participación y la creatividad como formas de democratización del espacio audiovisual y virtual, y que trabajen como respuesta alternativa frente a la proliferación de producciones que cercenan esas posibilidades vehiculizando las trampas ideológicas de la globalización e invadiendo el espacio audiovisual y virtual.
En quinto lugar, todo este desorden permite pensar la comunicación en la educación desde las rupturas y las discontinuidades, sin encasillar o estatuir prematuramente sus sentidos. Como lo propone Ilya Prigogine, ante el desorden y la inestabilidad en los procesos es necesario pensar una «dinámica ampliada», que vaya más allá de la dinámica característica de un estado de orden (cfr. Carletti, 1996). En realidad, con el alejamiento del equilibrio se entra en una situación de desorden, de caos o de crisis; las obturaciones que proclaman el regreso a formas ya desordenadas de enfrentar esa situación no hace más que retardar el surgimiento de «estructuras disipativas», en las cuales el desorden aparece como un generador productivo, como una promisoria esperanza que desafía nuestra creatividad, nuestra imaginación crítica y nuestra autonomía.
Pero, en sexto lugar, necesitamos situar el problema en los «trayectos de comprensibilidad» y comprender la tensión entre escolarización y autonomía en la trama comunicacional de la microesfera pública educativa, enmarcada en dos macro-atravesamientos:
1. un atravesamiento diacrónico que considere los «tiempos largos» que van de la protoglobalización (la conquista de América) a la tardoconquista (la globalización)[5], en un entramado que se resignifica y se rearticula continuamente a través de la historia;
2. un atravesamiento sincrónico, considerando el juego entre una imagen posmoderna de los efímero y lo equivalente en las relaciones de poder, por un lado, y una narrativa poscolonial que construye una trama donde no se diluye la observación de la materialidad pesada del poder denso, por otro.
La constelación de propuestas, de trayectorias de nuestra práctica, más que continuar el camino de las inscripciones, o contribuir a formular estrategias en el sentido de diseños y dispositivos de un lugar para que otros recorran, debe -acaso- permitir que los sujetos se reconozcan, que las voces se pronuncien y que las tácticas se articulen, traspasando las fronteras creadas por la escolarización y entretejiendo una comunicación que se reavive en formas de resistencia y transformación.
Salida: De la «educación para la comunicación» a la educación en comunicación
Repensar la comunicación en la educación en el sentido que venimos proponiendo, significa reconocer esa comunicación, en la trama del desorden cultural, en los ámbitos educativos. Pero, inmediatamente, significa desordenar todo un imaginario que ha sido tejido alrededor de la representación de «educación para la comunicación», poner en crisis ese imaginario y esa representación cristalizada y hacerlo, precisamente, desde la situación de las revolturas que revuelven el sentido de la educación misma.
El obstáculo clave en la mayoría de los proyectos de educación en comunicación ha sido, y es, naturalizar la dimensión escolarizante de la educación, haciendo que sólo fuera posible pensar y proyectar la «educación en comunicación» desde el anudamiento de un significante (la educación) con un significado (la escolarización). Como todo anudamiento imaginario, éste responde a determinados intereses de una «lógica identitaria conjuntista» construida a lo largo de la historia, que hace que esa representación imaginaria obture otras posibles y obnubile diferentes sentidos que quedan acallados.
Anudar la educación a la escolarización significa reducir el sentido de la educación: el alcance de la significación de la educación no logra sobrepasar la idea de escolarización, y esto penetra fuertemente en los proyectos de «educación en comunicación». En este horizonte restrictivo (represivo) naturalmente se producen ciertos desplazamientos representativo-conceptuales adyacentes: la «educación en comunicación» es entendida solamente como «educación para la comunicación», y esta significa, regularmente, «escolarizar la comunicación».
Esta significación, sin embargo, ha tenido dos alcances; el primero es el anteriormente enunciado: el sentido de «educación en comunicación» es «educación para la comunicación»; el segundo ha sido percibir los problemas y los procesos desde esa matriz restrictiva de sentido, es decir, percibir a la «comunicación en la educación» como una significativa perturbación a la educación; la comunicación, en la trama de la cultura, es la que viene a desordenar la «educación». Pero, en realidad, lo que viene a perturbar y desordenar la comunicación es la escolarización, contribuyendo a poner en crisis la hegemonía de una forma histórico-social de la educación: la esolarizada. Con todo, esta situación también permite alentar la reconstrucción de sentidos olvidados, perdidos o reprimidos por ese anudamiento entre educación y escolarización: la comunicación, en la trama de la cultura, viene a desordenar la matriz restrictiva de sentido y a producir «estructuras disipativas» de sentido, de manera que instaura la posibilidad de pensar, recrear e imaginar nuevos sentidos de la educación más allá de la escolarización. Esos nuevos sentidos tienen que reconectarse con la matriz de sentido que articula, en una dimensión histórico-social, a la educación con la autonomía.
La autonomía significa la "instauración de otra relación entre el discurso del Otro y el discurso del sujeto" (Castoriadis, 1993a, I: 178). Significa que nuestra palabra debe tomar el lugar del discurso del Otro (discurso que está en nosotros y nos domina, nos configura y nos actúa). En la «educación en comunicación», autonomía significa, entonces, instituir un campo para la palabra.
En el sentido psicoanalítico, la autonomía no debe entenderse como que lo inconsciente sea conquistado por la conciencia (como parece sugerir la máxima de Freud: "Wo es war, soll Ich werden"), lo cual constituye la finalidad de la «lógica identitaria conjuntista» (Castoriadis, 1993a) cuando instituye el pensamiento como «razón» (reconocible en todas las empresas histórico-sociales civilizadoras de «bárbaros», desde las conquistas hasta la globalización de la nueva derecha). Para Castoriadis, la frase de Freud debe completarse con "... donde Yo soy/es, Ello debe emerger" (Castoriadis, 1993b: 93), ya que con el surgimiento continuo, incesante e incontrolable de nuestra imaginación radical nos hacemos humanos y vivimos una existencia autónoma. «Pronunciar la palabra» no es ordenar racionalmente el mundo; la palabra no es logos. «Pronunciar la palabra» es liberar el flujo de las representaciones y los sueños; es, como afirmaba Paulo Freire, «pronunciar el mundo», un mundo que no se apoya en ninguna re-presentación «dada», sino en un sueño común. Porque la creación de la sociedad instituyente es, en cada momento, «mundo común» (kosmos koinos): posición (más allá de «lo puesto») de individuos y relaciones, de voces y sujetos, de significaciones y aprehensiones comunes.
La «educación en comunicación» es, inmediata y regularmente, imposible (al menos en relación con la autonomía), desde el punto de vista «lógico» (de la lógica identitaria). Esa imposibilidad consiste en que debe apoyarse en una autonomía aún inexistente, pero para ayudar a crear la autonomía del sujeto. Es decir: la imposibilidad de volver autónomos a quienes están en el marco de una sociedad heterónoma instituida, a la cual han interiorizado. La salida de esta aparente imposibilidad es la política, como hacer pensante que "tiene por objeto la institución de una sociedad autónoma y las decisiones relativas a las empresas colectivas" (Castoriadis, 1993b: 97). Un hacer pensante que sabe que no hay sociedad autónoma sin mujeres y hombres autónomas/os, ni a la inversa. La «educación en comunicación», entonces, es siempre política; es institución de la democracia como régimen del pensamiento colectivo y de la creatividad colectiva; es proyecto de autonomía en cuanto liberación de la capacidad de hacer pensante, que se crea en un movimiento sin fin (indefinido e infinito), a la vez social e individual (cfr. Castoriadis, 1993c).
La «educación en comunicación», en cuanto poder instituyente, trabaja postulando a los sujetos como autónomos (como punto de partida) para que, en la conquista y desarrollo de su autonomía, instituyan una sociedad autónoma con individuos autónomos, que rebasen las expectativas de efectividad, funcionalidad, organización racional, eficiencia, claridad y distinción, y que construyan la autonomía: imposibilidad lógica (del legein instituido) a la vez que íntegra y radical posibilidad creativa.
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Notas:
[1] Para los argentinos, hay otra estética que posee un contenido trágico. El arquetipo de nuestra posmodernidad es nada más ni nada menos que la «desaparición de los cuerpos», pero no en una forma figurada o virtual, sino como entramado del genocidio, que inauguró una nueva forma de hacer política desde la resistencia: las «Madres de Plaza de Mayo», encarnación de los cuerpos desaparecidos (de sus hijos).
[2] Véase sobre esta cuestión, y la relación entre lexis y praxis en la constitución de «lo público», Hannah Arendt, La condición humana, 1993 (Capítulo II: "La esfera pública y la privada").
[3] La «sociedad» constituye una representación imaginaria que contiene la totalidad de las variedades y la cristalización de la mutabilidad de toda/cualquier «sociedad».
[4] Entendido como «campo de significación» y no sólo reducido al vocabulario.
[5] Cuyo arquetipo, en nuestro caso argentino y en muchos países de América Latina, es la desaparición del otro.
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