Comunicación/Educación

Textos de la Cátedra de Comunicación y Educación

Nombre: jorgehue
Ubicación: Argentina

17 agosto 2011

Proyectos que vinculan la educación con la vida

PARA ROMPER EL ENCANTO DE LAS COSAS QUE SON

(Por Jorge Huergo)


“Cuando nos olvidamos es que hemos perdido, sin duda alguna,

menos memoria que deseo”.

Juan José Saer, El entenado

Si dijéramos que a la escuela moderna se le han metido por las ventanas, sin desearlo, la complejidad y la conflictividad sociocultural, tendríamos que reconocer que la escuela, hoy, es un espacio público con ventanas rotas, ni siquiera abiertas; porque no es la escuela la que quiere abrirlas sino que se rompen, y por ellas entra el mundo indisciplinado de la vida. Y ni la escuela ni los docentes saben qué hacer con eso, que desordena su sentido obsesivamente transparente. La escuela no está sólo en crisis; está desbordada.

En la imprescindible novela El entenado, Saer relata los años que vivió con los indios el grumete Francisco del Puerto, que había llegado al “Mar Dulce” con Solís. El joven marinero, ahora un anciano, recuerda lo ocurrido; y dice: “el cuerpo se acuerda, sin que la memoria lo sepa, de un aire hecho de la misma sustancia que lo envolviera, idéntico, en años enterrados”. En el Capítulo anterior desarrollamos esas marcas en el cuerpo y en las prácticas, aunque la memoria no supiera demasiado de aquellas tradiciones residuales. Ahora, en este segundo Capítulo, recogeremos otras memorias de las cuales parece que no queremos saber nada. Memorias de otras tradiciones que vincularon a la educación con la vida; con la variedad y riqueza del mundo de la vida tal como acontece. Tradiciones de las cuales, con suerte, no hemos perdido tanto la memoria sino, más que nada, el deseo. Pero es precisamente ese el deseo que en nuestro tiempo tendría que ser el proyecto. Sabiendo que, como siempre, “nombrar el ser ausente es romper el encanto de las cosas que son”, dice Herbert Marcuse, retomando una frase del poeta Paul Valèry. Y agrega: “es el comienzo de un mundo”.

El deseo –dice J.-F. Lyotard– es el movimiento de algo que va hacia lo otro como hacia lo que le falta a sí mismo. “Lo otro está presente en quien desea, y lo está en forma de ausencia. Quien desea ya tiene lo que le falta, de otro modo no lo desearía, y no lo tiene, puesto que de otro modo tampoco lo desearía”, afirma Lyotard. El deseo (de-sidera), dice, es la decepción del augur; pero la ausencia hecha presencia en el deseo puede ser la esperanza del proyecto. Instaurar el deseo rompiendo el encanto de las cosas que son, de eso se trata, que adviene de estas otras tradiciones pedagógicas, algunas de las cuales se presentan someramente en este Capítulo segundo.

El debate interno de Rousseau: entre el Contrato social y El Emilio

El siglo XVIII es el llamado “Siglo de las Luces” por la confluencia de corrientes intelectuales basadas en la razón, los métodos científicos, la propagación del saber y la modernización de la sociedad que lo caracterizan. Uno de los rasgos de la Ilustración es el amor a la naturaleza, pero que se concreta en el deseo de descubrir, mediante la aplicación de la razón y la observación, las leyes que la rigen. Si el Siglo de las Luces es predominantemente neoclásico (sometiendo la creación literaria a las reglas aristotélicas), crece el movimiento pre-romántico, que otorga prioridad a los sentimientos por encima de la razón. Esa prioridad que cobran los sentimientos explica la aparición, entre otros, del terror (“el sueño de la razón produce monstruos”, según el célebre grabado de Francisco de Goya de fines del siglo XVIII).

La obra del ginebrino Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) es de orientación diversa. Por su aguda crítica a la civilización y la cultura, y su audaz desprecio a la idea de un progreso o mejora de la humanidad fundamentado en el uso de la razón, Rousseau se convirtió en uno de los pensadores más atípicos de la Ilustración, anticipándose a las tesis que mantuvo posteriormente el Romanticismo. Frente a la fría racionalidad que funciona como reguladora de la sociedad, defenderá el sentimiento y la pasión como valores intrínsecos y esenciales al ser humano; valores que habían sufrido un enorme menoscabo y en cuyo desdén arraigaban los pilares de la cultura occidental.

Contra Hobbes, Rousseau concibe que el estado “natural” del hombre, antes de surgir la vida en sociedad, era bueno, feliz y libre. Rousseau analiza el tránsito del hipotético estado de naturaleza al estado social como una degeneración (no un progreso) producto de las desigualdades sociales que surgen con la propiedad privada, el derecho para protegerla, y la autoridad para que se cumpla ese derecho. Dice en el Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres, de 1754: “El primer hombre al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir ‘Esto es mío’ y encontró a gentes lo bastante simples como para hacerles caso, fue el verdadero fundador de la Sociedad Civil”. En El contrato social, Rousseau resume la degeneración del estado social del hombre en su célebre frase “el hombre nace libre, pero en todas partes se encuentra encadenado”. El hombre se vuelve menos feliz, menos libre y menos bueno. La idea del progreso es claramente atacada. De lo que se trata es que por la educación se desarrolle libremente la vida cuyo fin es la felicidad que consiste principalmente en el placer

Nacido en Ginebra el 28 de Junio de 1712, Rousseau pertenecía a una familia económicamente modesta y de religión protestante de la que recibió una deficiente educación. Huérfano de madre desde niño, su padre, relojero, aficionado a la música y bailarín, tuvo que huir de Ginebra por una disputa con un militar de buena familia, confiando su hijo al cuidado del pastor Lambercier hasta 1724, fecha en la que Rousseau comienza a trabajar en diferentes oficios. Entre 1729 y 1730, Rousseau deambula por numerosas ciudades dedicándose a enseñar música y en 1731 viaja por vez primera a París, donde trabaja como preceptor. Ganó un concurso de ensayos en 1750 con el Discurso sobre las ciencias y las artes, texto en el que mantenía una postura pesimista (que anticipó muchas de las tesis freudianas de El malestar de la cultura) y en la que se oponía abiertamente al pensamiento de los filósofos ilustrados defendiendo que las artes y las ciencias, fuentes de perversión y esclavitud, contribuían esencialmente a la degeneración y envilecimiento del hombre.

En 1762 se publican El Contrato Social y el Emilio o de la educación. Ambas serán prohibidas inmediatamente por el parlamento de París (después en Ginebra, en Holanda y en Berna), que ordena su detención, por lo que Rousseau se refugia en Neuchâtel, dependiente de Prusia. Estas obras se oponían de forma contundente al liberalismo de Montesquieu, al utilitarismo, así como a toda forma de aristocratismo ideológico o político.

En el Emilio, obra basada en la libertad y el naturalismo que anticipaba el sentimentalismo romántico, Rousseau hace un análisis de la educación comprendiendo los procesos mediante los cuales el niño se socializa y pierde su bondad e inocencia natural. Frente a la fría cultura racionalista y libresca, propone una educación que siga y fomente los procesos naturales humanos sin alterarlos y que se base en los sentimientos naturales del amor a sí mismo y del amor al prójimo. Criticando la pedagogía ilustrada, Emilio se educará a sí mismo para dar lugar a una nueva sociedad, más libre y cercana a su estado natural. El niño se educa como el “buen salvaje” reproduciendo la experiencia de Robinson (novela de Daniel Defoe, de 1719[1]) descubriendo por sí mismo, lo mejor de la cultura. Subraya allí la importancia de la expresión antes que la represión para que un niño sea equilibrado y librepensador.

Por el camino de considerar sistemáticamente la contraposición de los métodos jesuitas, Rousseau descubre al niño y lo hace el eje de la educación, contrariando la centralidad comeniana del maestro como modelo (cf. Palacios, 1989: 39-49). Descubre que el niño existe como un ser sustancialmente distinto del adulto: “La humanidad tiene su lugar en el orden de las cosas, y el niño el suyo en el orden de la vida humana; es necesario considerar al hombre en el hombre y al niño en el niño” (Rousseau, 2000: 71). Por eso el educador no debe partir del hombre ideal a formar en una sociedad moderna y capitalista (aún negando al niño) sino que tiene que comenzar por conocer al niño, sus características, sus disposiciones y sus inclinaciones, porque “cada edad y cada estado de la vida tiene su perfección conveniente, su especie de madurez peculiar” (Rousseau, 2000: 195).

El material, por así decirlo, es la naturaleza, no ya el conocimiento objetivo de las mayores realizaciones de la humanidad. El ambiente no es la escuela como un mundo apartado de la vida sino que es la vida misma, porque la educación es simplemente el desarrollo de la naturaleza (de la vida) del niño. El método, entonces, no es algo exterior, ordenado y racional; el método tiene que responder a las leyes de la evolución natural. La finalidad deja de ser disciplinar al niño para que viva conforme a la sociedad establecida, sino formar un hombre nuevo para una nueva sociedad. La gran equivocación de la educación tradicional se refiere al significado y la intencionalidad del aprendizaje. El educador se engaña cuando pretende que el niño preste atención a cuestiones de adultos que le son indiferentes y que representan el intento de que el niño se interese por el futuro. La nueva educación no se centra en el futuro a lograr sino en el movimiento de la vida presente.

Rousseau parte de la idea de “naturaleza”, que concientemente presenta como una utopía. El término “naturaleza” designa en Rousseau al medio ambiente y, a la vez, a la esencia de lo que el niño es; esto es, designa tanto el mundo de la vida como la vida misma del niño. De la naturaleza del niño forma parte la acción, que es la fuente del conocimiento, antes que las lecciones racionales de la cultura libresca. Antes que las palabras y los libros, el niño se forma por su sensibilidad y a través de la experiencia (cf. Rousseau, 2000: 47). Todos los movimientos de renovación educativa se alimentarán de este ideario y de su punto de partida: el interés del niño. Dice que en todo lo que el niño hace “pone un interés que causa risa y una libertad que gusta, manifestando a una la forma de su inteligencia y la esfera de sus conocimientos” (Rousseau, 2000: 200); “El interés actual es el único móvil que conduce con certeza y va lejos” (Rousseau, 2000: 132).

Con el Emilio, Rousseau es el precursor de una nueva educación. Si la educación tradicional estaba determinada por la sociedad, su propuesta es la de una educación para la libertad. Si el punto de partida es la naturaleza, el punto de llegada es la libertad. Dice: “… más apreciable de los bienes no es la autoridad, sino la libertad. El hombre verdaderamente libre sólo quiere lo que puede y hace lo que le place” (Rousseau, 2000: 78). Pero una libertad que debe experimentarse durante todo el proceso educativo, ya que la docilidad y la disciplina preparan para que el hombre adulto sea conformista y su guía sea otro (cf. Rousseau, 2000: 225).

Sin embargo, Rousseau se debate entre dos caminos, aunque sólo en uno de ellos aparece explícitamente el tema de la educación. Ambos tendrán como consecuencia dos grandes modos de ver la relación entre el Estado (en este caso, educador) y el mundo sociocultural:

  • Uno de esos caminos es el que somete al Estado (vía la educación) a todas las manifestaciones de la vida del pueblo. Esta dirección está animada por la célebre afirmación de Rousseau: no se puede formar a la vez un hombre y un ciudadano. “La armonía es imposible”, dice, “llevados a oponernos a la naturaleza o a las instituciones sociales, es forzoso escoger entre formar a un hombre o a un ciudadano, no pudiendo ser a la vez ambas cosas” (Rousseau, 2000: 12). Este camino, donde se opta por formar al ciudadano, es el que adopta la ley de 1884 al promover la formación del ciudadano (adulto), sin considerar al niño. En este caso, se asume la idea del Contrato Social, donde Rousseau expresa que el ciudadano es una creación racional que responde a la voluntad histórico-política (cf. Taborda, 1951, II: 172-173). Este, en definitiva, es el objetivo de la civilización modernizadora. Aquí está la interpelación de la política a través de la educación; el ciudadano es el sujeto educativo de la política, o dicho de otro modo, la política no reconoce en primer término a los sujetos y luego los educa, ella constituye los propios sujetos que forma.
  • El otro camino procura una adecuada determinación de los límites del Estado frente al mundo sociocultural de la vida. Esta dirección se orienta en un sentido humanista o humanizador, y es la que haría posible recuperar las tradiciones, las prácticas y las experiencias culturales. Aquí permea la idea del Emilio, donde (pese a las regulaciones existentes en la educación) el sujeto que se forma se corresponde con las tareas culturales de la pedagogía, con la marcha de la naturaleza que preside el desarrollo del niño. Con lo que, en esta posición, el poder burocrático y disciplinador del Estado es un enemigo de la formación plenamente humana, ya que pretende avasallar las manifestaciones de la vida (cf. Huergo, 2005: 124-125). Aquí está la interpelación de la cultura en la educación, por sobre la política; el niño es reconocido como tal en el largo proceso de formación del hombre.

Una política educativa que asumiera un tiempo de crisis, conflictividad y complejidad, debería partir de este reconocimiento de la cultura para, luego, producir la interpelación formativa. Sarmiento y los intelectuales de su época asumieron las ideas de Rousseau, pero en el caso de la formación del sistema educativo, las del Contrato social. Lo que evidencia una contradicción. Por momentos piensan en el “hombre”, como Rousseau en el Emilio, en otras ocasiones (la mayor de las veces) en el “ciudadano”, como Rousseau en el Contrato social. Es decir, asumen el discurso rousseauniano y, con él, la contradicción interna de ese discurso. Como mostrará Taborda, sin embargo, triunfará la idea del «ciudadano» por sobre la del hombre o, en otras palabras, el interés de la política por sobre una pedagogía cultural o político-cultural (Huergo, 2005: 95, nota 73).

Simón Rodríguez, el sujeto educativo latinoamericano y el viaje

Esta segunda memoria habla de una educación popular latinoamericana nacida al calor de las luchas de liberación. Simón Narciso de Jesús Rodríguez nació en Caracas la noche del 28 de octubre de 1769 y murió en Amotape, Perú, el 28 de febrero de 1854, a los 84 años. Fue el tutor, maestro y mentor del Libertador Simón Bolívar, quien decía que Rodríguez era el hombre más extraordinario del mundo. Fue bautizado el 14 de noviembre de 1769 como niño expósito[2]. En mayo de 1791 el Cabildo de Caracas le da un puesto como profesor en la “Escuela de Lectura y Escritura para niños”. En esa escuela tiene la oportunidad de ser el tutor del futuro Libertador Simón Bolívar (nacido en 1783), quien comenzó a vivir con el maestro Simón a los 12 años[3].

Varias características novedosas poseyeron sus prácticas e ideas educativas. En primer lugar, que el trabajo educativo requiere de una atmósfera propicia, capaz de facilitar los espacios para la comunicación. Un espacio pedagógico que se construye; Construirlo significaba progresar en la mutua comprensión, en ese proceso de entreaprendizaje, al que aludía don Simón Rodríguez. Otra cuestión es el valor que le otorga al coaprendizaje, partiendo de una fuerte crítica al sistema lacansteriano por su método memorista y su rígida disciplina. La clave pasa por lo compartido, por lo que puede ser aprendido de y con los demás. Resulta imposible el “interaprendizaje” si se parte de una descalificación de los otros. Es imposible aprender de alguien en quien no se cree, dice el maestro. De espíritu russoniano, Rodríguez consideraba que los niños debían preguntar y no repetir para obedecer a la razón y no a la autoridad. Por eso impulsó la interrogación mediante una “pedagogía de la pregunta” precursora de la de Freire. Paralelamente, propone una educación que enaltezca la sensibilidad. Pierden los niños el tiempo / leyendo sin boca y sin sentido / pintando sin mano y sin dibujo / calculando sin extensión y sin número. La enseñanza se reduce á fastidiarlos / diciéndoles, á cada instante y por años enteros,/ así---así---así y siempre así / sin hacerles entender/ por qué ni con qué fin…no ejercitan la facultad de pensar, y / se les deja o se les hace / viciar la lengua y la mano que son…los dotes más preciosos del hombre…No hay Interés, donde no se entrevé el fin de la acción… Lo que no se hace sentir no se entiende, y lo que no se entiende no interesa (Rodríguez, 1954: 210).

Más allá de esas características específicamente pedagógicas, acaso lo clave de recuperar esta memoria postergada sea su perspectiva político-cultural, que posee un valor insoslayable para nuestro tiempo. Su punto de partida es “la complejidad de lo iberoamericano y caribeño esa es una de las percepciones fuertes de Simón Rodríguez. En su captación de la multicausalidad de lo latinoamericano estriba probablemente la vigencia de su obra, así como la posibilidad de destrabar las razones de su postergación” (Puiggrós, 2005: 35). Negros, indios, mestizos, marginados, desamparados –los desarrapados, como él decía–, los pobres, no estaban en el lugar de “lo otro” o de lo ajeno donde lo ubicaron proyectos como el de Sarmiento o Alberdi. “Todos huyen de los Pobres / los desprecian o los maltratan / Alguien ha de pedir la palabra por ellos”, dice (Rodríguez, 1954: 191); “Porque, en vida de Bolívar, lo único que le pedí fue que se me entregase, de los Cholos más pobres, los más despreciados, para irme con ellos a los desiertos del Alto-Perú – con el loco intento de probar. Que los hombres pueden vivir como Dios manda que vivan” (Rodríguez, 1954: 349). El reconocimiento del sujeto latinoamericano lo hacía en virtud de razones culturales y socioeconómicas.

Estamos frente a un pensamiento inverso al de Sarmiento o Alberdi. Para Rodríguez la educación latinoamericana debía tener como base de sustentación a la población pobre, diferente de los blancos europeos, y marginada, a quienes consideraba con las mismas capacidades que las élites europeas o vernáculas y quienes, pese a la legalidad dominante, tenían iguales derechos a la educación. Ellos eran la base de un sistema educativo que jugara a favor de la liberación y de una democracia popular (cf. Puiggrós, 2005: 42). Mientras Sarmiento imaginaba a la instrucción como una “preparación para” la participación en la sociedad institucional, Rodríguez concebía la unidad entre sujeto cultural, educativo y político. “Sus contemporáneos primero lo acusaron de borracho, de loco, de embaucador” (cf. Puiggrós, 2005: 51). Les molestaba que pusiera energías en los pobres, los indios y los negros; pero más les molestaba que pensara que, a través de su instrucción, se iban a formar como ciudadanos e iban a poder ascender en la escala social.

Don Simón unía dos estrategias político-educativas: formar ciudadanos productores y desarrollar la industria y el comercio, motivándolas con políticas proteccionistas. En Sociedades americanas en 1828 expresa que “Sólo pido a mis contemporáneos una declaración que me recomiende a la posteridad como el primero que propuso, en su tiempo, medios seguros de reformar las costumbres para evitar revoluciones, empezando por la economía social, con una educación popular”. Cree en la igualdad de los hombres, de todos los hombres de los pueblos latinoamericanos. Pero no lo cree en abstracto, como si eso fuera una esencia, ni como si fuera el resultado del paso por el sistema educativo. Habla del reconocimiento de una igualdad de existencias que se hicieron desiguales no por razones naturales, sino por injusticias. Por eso la igualdad se logra y fortalece en el interjuego entre economía social y educación popular. Probablemente la idea de Simón Rodríguez se tornó fantasmal porque, siendo la mejor para el futuro, incumplida en su época, pervivió cargada de mandatos” (Puiggrós, 2005: 40). El legado de Rodríguez quedó en la historia latinoamericana como un deseo, como la presencia (siempre provocadora) de una ausencia. Un deseo que fue advertido por los sectores dominantes como cargado de poder, y por eso combatido e invisibilizado.

Pero el proyecto de Simón no era marginal. De haberlo sido, no hubiera alterado los nervios de tantos políticos, vecinos notables, generales y curas poderosos. Su carácter subversivo no está en la elección de un sujeto descalificado por las clases acomodadas y dirigentes para desarrollar su tarea pedagógica” (Puiggrós, 2005: 59). Hay otras razones vinculados con el propósito de que esos sujetos tuvieran un protagonismo político, con la insistencia en enseñar saberes del trabajo casi sin distinción de clase, y con el programa de enseñar a trabajar también a los ricos. El trabajo no es considerado una actividad más, sino como un principio pedagógico.

El proyecto de Rodríguez no terminaba en la constitución de un sistema de instrucción pública para sostener las Repúblicas nacientes. La propuesta del venezolano volvía locos a sus contemporáneos: la escuela era visualizada como un instrumento para promover a los sectores populares y no para disciplinarlos. Pero lo más revolucionario es que alienta a los pueblos latinoamericanos a construir el futuro con sus propias manos. Por eso, con tanta fuerza, oponía imitación a invención. No hay salida por la vía de la imitación de lo europeo, sino que desde este “nosotros” hay que inventar. Con esto rompe el círculo vicioso de la época en que las ideas iluminadas y las instituciones provenían de Europa, para gobernar y disciplinar “lo otro” latinoamericano. Más tarde, en el siglo XX, Saúl Taborda dirá que las instituciones imitadas cargan con conflictos que les dieron origen y que son propios de otros contextos, por eso fracasan o no dan respuestas adecuadas a los problemas de nuestros pueblos. La invitación de Don Simón es provocativa: “Inventamos o erramos”; y en tierra de pobreza e injusticia, no podemos darnos el lujo de errar. Hay que crear –para Rodríguez– la juntura de la docencia con el aprendizaje simultáneo de oficios, la Escuela Social y la educación popular, la coeducación, la formación de protagonistas de una democracia popular.

Simón Rodríguez, viajero incansable, cuya vida también estaba hecha de una trama de otros viajeros. Una de las notas más significativas de su pedagogía que se vincula con el mundo de la vida, es el viaje. En su caso, particularmente el viaje con Simón Bolívar.

En 1804, Simón Bolívar (con 21 años) busca en Europa a su maestro Simón (ahora de 35 años), a quien logra localizar en Viena. Quizás, en ese reencuentro, era el destino de Bolívar lo que el maestro quería ayudar a que naciera, por lo cual le siguió a París. Bolívar no ha mejorado del todo de una dolencia psíquica, y Simón Robinsón[4] le propone un paseo de rehabilitación, viajando a pie hasta Italia. Y parten. “Era el mes de marzo de 1805. Acompañado de Rodríguez salió de París Bolívar con la salud quebrantada” (cuenta Daniel Florencio O’Leary en sus Memorias de 1883) “Descansó algunos días en Lyon; siguieron luego los dos viajeros a pie, haciendo cortas jornadas por consejo de Rodríguez y como único medio, decía él, de que su discípulo recobrara la salud perdida”.

Viajando juntos por Europa… A pie se conversa, se lleva tal o cual libro, se dialoga y se discute, se miran otros espacios, otros paisajes, se conoce otra gente, se comenta acerca de los lugares por donde se pasa. En el viaje hay distintos olores, distintos colores, diferentes sonidos, músicas, canciones. El hombre se interroga e interroga al viaje: el viaje significa una serie de preguntas a las que se debe responder de manera fecunda. Toda esa tierra, de tanto historia y de tan variado paisaje –como un retorno a la naturaleza– educa y abre iniciativas. En los viajes a pie, en movimiento, se instala más la vida que en el reposo. Ya no es el maestro el que enseña; el educador es el viaje. El viaje es un espacio múltiple y móvil, con sus variaciones, que adviene proceso educativo.

Van a Milán y allí son testigos presenciales de la coronación de Napoleón Bonaparte, como Rey de Italia y de Roma. Arriban a Venecia –el nombre “Venezuela” significa pequeña Venecia– y les gusta muy poco la ciudad. Continúan por Ferrara, Padua y Bolonia, hasta Florencia, donde se quedan semanas, hasta satisfacerse. De ahí, a Roma, que aflige, pero entusiasma, anima al espíritu para los grandes sueños y promesas. Y con ese ímpetu dentro, el 15 de agosto de 1805, Robinson y Bolívar ascienden a una de las siete colinas de la ciudad. Suben al Monte Sacro, dialogan, discuten, recuerdan; se abren, de pronto, hacia el porvenir, como rasgando las nubes del tiempo; examinan la situación de la América sojuzgada; advierten la posibilidad de liberarla, destrozando la vasta red opresora; ven en lo profundo la fuerza que se requeriría para el reto y la acción. Y hacen un juramento que es el fruto educativo del viaje. Cuenta Rodríguez: “Y luego Bolívar, volviéndose hacia mí, húmedos los ojos, me dijo: Juro delante de usted, juro por el Dios de mis padres; juro por mi honor y juro por la patria, que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma, hasta que no haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español” (Rodríguez, 1975). Narra Bolívar: “Abrazándonos, juramos libertar a nuestra patria o morir en la demanda” (Bolívar, 1950).

El viaje ha sido una forma bien concreta, revolucionaria, con la vida latiente que la atraviesa, de experimentar lo educativo y el amor que suscita. Con el paso del tiempo, dirá Bolívar al General Santander: “Yo amo a ese hombre con locura. Fue mi maestro, mi compañero de viajes, y es un genio, un portento de gracia y talento, para el que lo sabe descubrir y apreciar. Todo lo que diga yo de Rodríguez no es nada en comparación con lo que me queda. Yo sería feliz si lo tuviera a mi lado” (cf. Bolívar, 1950). Como nuestro tiempo, si tuviera presente su ausencia, haciéndola proyecto.

La experiencia social en John Dewey

John Dewey (Burlington, Vermont, 20 de octubre de 1859Nueva York, 1º de junio de 1952) fue un filósofo, psicólogo y pedagogo estadounidense. Nació en el mismo año en el que Darwin publicó El origen de las especies, y Marx la Crítica de la economía política. En 1882 se trasladó a Baltimore y se matriculó en la Universidad Johns Hopkins. Le influyó especialmente el ambiente hegeliano de la universidad. La huella de Hegel se refleja en tres rasgos que le influyeron poderosamente: el gusto por la esquematización lógica, el interés por las cuestiones sociales y psicológicas, y la atribución de una raíz común a lo objetivo y a lo subjetivo, al hombre y a la naturaleza. Aunque también debe mencionarse la decisiva influencia que tuvo en su pensamiento William James, de quien asume algunas sobre la experiencia humana y sobre el sentido social de la educación[5]. Por eso los libros de historia de la filosofía o de la educación ubican a Dewey en el pragmatismo, a secas. Sin embargo, los pedagogos críticos norteamericanos, como Henry Giroux o Peter McLaren, lo rescatan como representante de una tradición pragmatista crítica (cf. McLaren, 1997: 48; 220).

Dewey fue un hombre de fe en la democracia, un progresista que aspiraba a la unificación de pensamiento y acción, de teoría y práctica. A principios del siglo XX, en Nueva York, tomó parte en muchas campañas políticas contra el imperialismo y el capitalismo norteamericanos. Defendió la igualdad de la mujer, incluyendo el derecho al voto. Fue cofundador, en 1929, de la Liga para una acción política independiente, fomentó el sindicalismo docente, alentó la ayuda a los intelectuales exiliados de los regímenes totalitarios. Pero nunca adhirió a ningún dogma social, religioso o político. Tuvo una gran influencia en el desarrollo del progresismo pedagógico, desempeñando un papel protagónico que abarca desde finales del XIX hasta la Primera Guerra Mundial. Fue el pedagogo más original, renombrado e influyente de los Estados Unidos, influyendo en varios países del mundo durante el curso de tres generaciones.

En “El niño y el programa escolar”, de 1902, sostiene que el currículum escolar ha exaltado las disciplinas científicas y la disciplina de los niños; en cambio, quienes como él colocan al niño en el centro de la práctica educativa, resaltan el interés. El punto de partida de los primeros es el lógico; el de los segundos, el psicológico (cf. Dewey, 1967: 29). Aquí está uno de los rasgos que caracterizan a la pedagogía llamada “nueva”. Pero con un sentido aún más amplio que el de un mero psicologismo o subjetivismo. En él está uno de los pilares de la tradición pedagógica crítica, que es “la convicción de que la enseñanza para el fortalecimiento personal y social es éticamente previa a cuestiones epistemológicas o al dominio de las habilidades técnicas o sociales que son priorizadas por la lógica del mercado” (McLaren, 1997: 49).

Dewey, desde un punto de vista histórico, toma como modelo a la educación humana más originaria, donde el niño aprende las prácticas sociales participando, mediante el juego y el trabajo. Aprende haciendo, sin necesidad de una institución particular para ello. Pero con la extensión social de la escritura, fue necesaria una educación más metódica y formal, que impartió la escuela. También hoy el niño aprende, antes pero también durante su paso por la escuela, participando en otros espacios sociales: la familia, la calle, el ambiente (los medios, tenemos que decir hoy). El conocimiento es más que palabras o abstracciones; se fragua en una experiencia práctica que es social a la vez. Uno de los grandes aportes de Dewey fue considerar que esa experiencia de aprender incluye tanto aprender una mentalidad como una posturalidad (cf. McLaren, 1995: 237). De cualquier modo, esos aprendizajes no los hace en vista de la escolarización.

Debemos detenernos en el alcance y el valor que otorga Dewey a la experiencia. Su concepto de experiencia no es el de los empiristas, que oponen el sujeto al objeto (producto de los debates clásicos entre contemplación y empiria del objeto o la naturaleza), contraponiendo a la vez teoría y práctica, o razón y sensibilidad. Para él, el empirismo clásico (sobre todo el inglés, de Hume y Berkeley) queda atrapado por un proceso de conocimiento. En cambio, para Dewey, “el hecho primario de la experiencia no es el conocer (en la sensación) sino el vivir. Y la vida es adaptación al ambiente, pero una adaptación que no es mera pasividad o receptividad, mero modelarse del organismo al ambiente, sino interacción recíproca” (Dewey, 1948: 7). Quiere decir que la experiencia, que primordialmente no tiene que ver con el conocimiento sino con la vida, es esa acción del ambiente sobre el organismo, a la vez que éste modifica continuamente al ambiente. Dicho en palabras de H. Arendt, el ser humano produce (en términos de cultura) su ambiente y las cosas, pero a su vez el ambiente y las cosas condicionan permanentemente al ser humano; a este conjunto de relaciones es a lo que Arendt llama “mundo” (que es precisamente la relación, con sentido, de esos elementos). Siguiendo con esta idea, la experiencia es siempre experiencia de mundo, en este caso, social. Pero Dewey agrega algo más; el mundo invita, incita, antes que nada, a la acción (incluso aunque se trate de la reflexión racional). Por eso la experiencia está estrechamente vinculada a la acción.

El método de esta experiencia indica la dirección que nos enseña a ser sensibles a todas las variadas fases de la vida. Ese método nos enseña a dejar la última palabra “al mundo vivido, al mundo sufrido y gozado tanto como al mundo lógicamente pensado. La experiencia debe tener presente que la ignorancia, el error, la locura, los comunes goces y alicientes de la vida, todo lo que en la existencia de precario e inestable, forma parte del ser experiencial, al igual que lo que se pretende que sea fijo y ordenado” (Dewey, 1948: 9). La experiencia, antes que abrir al juicio racional, abre a la vida.

Pero tal vez la nota más llamativa de su concepto de experiencia es la que tiene que ver con la exclusión de la dualidad sujeto–objeto. Su idea de experiencia está vinculada con una noción de realidad en constante dinamismo: el mundo como historia de la naturaleza toda, que incluye, sin distinción, a lo subjetivo y lo objetivo articuladamente. Prestemos atención a cuánta relación hay entre estas nociones y el pensamiento de Paulo Freire cuando considera al mundo como mediador, es decir, como vinculante o articulador entre los sujetos y los objetos, excluyendo la dualidad gnoseológica. Dice: “No hay realidad que no sea realidad de experiencia, ni hay experiencia que no sea de realidad. (…) No hay dualidad entre objeto experimentado y sujeto experimentante” (Dewey, 1952: 77); ambos polos deben percibirse como identificados.

La experiencia se hace posible en virtud del lenguaje y de un conjunto de significados comunes, que son métodos de operación que se van constituyendo a partir de la participación de los hombres en una obra o una práctica común para transformar la realidad según las necesidades de la comunidad. Los significados y la colaboración se establecen mediante la comunicación humana. “De todas las ocupaciones humanas, la comunicación es la más milagrosa. Y es un milagro que el fruto de la comunicación sea la participación y el compartir” (Dewey, 1948: 73). Esto funda el hecho de que la experiencia sea, ante todo, social; es la socialidad –dice Dewey– la que hace posible y necesaria la transformación del medio social por obra de un “espíritu”[6] subjetivo.

Para Dewey, la escolarización moderna nace por provocación del mundo en cambio: las técnicas científicas, la escritura, la complejidad de la cultura moderna, requieren de una educación formal, escolar. Si bien la educación primitiva y, luego, la social, es más vital y también aleatoria, la educación formal es más abstracta, superficial y menos influyente; pero posiblemente más amplia y completa.

Para este pedagogo, la educación es la suma de los procesos mediante los cuales una sociedad asegura su existencia y su desarrollo (ya perpetuándose, ya transformándose). Según la distinción anterior, podría decirse que, mientras en la educación escolar los niños aprenden la “sociedad”, en los espacios sociales no escolares los niños aprenden la “socialidad”; cuestión clave a tener en cuenta en nuestro tiempo. El desafío, para Dewey (y para nosotros) es articular uno con el otro género de educación.

Lo central es que la educación no tiene, como en otras pedagogías, una finalidad trascendental. Expresa: “La educación es, pues, un proceso de vida y no una preparación para la vida futura” (Dewey, 1967: 55). El fin de la educación es el propio proceso de construcción y reconstrucción social de la existencia. Por eso agrega: “El único modo de preparar al niño para la vida social es, a mi juicio, sumergirlo en la vida social”. La experiencia de la vida social es la que educa. Y lo hace como un proceso con dos aspectos imbricados: la estimulación de los poderes y capacidades del niño, y el reconocimiento de que esos estímulos provienen de la situación social en que el niño está (cf. Dewey, 1967: 52).

El proceso de la “educación social” (no escolar) ha sido frecuentemente reproductor de estructuras, situaciones y prácticas sociales. Lo que distinguía, en cambio, a la “educación escolar” era el horizonte político de una institución social, emparentado con un Estado nacional, sea ese horizonte conservar y perpetuar el orden de cosas, relaciones y pensamientos vigentes o, por el contrario, transformarlo en virtud de distintos modos de impugnar las injusticias y desigualdades, abriendo espacios para una praxis popular, con sentido democratizador o revolucionario. Este último horizonte es el que podríamos identificar como “educación popular”. Pero, necesariamente, para que hoy la educación popular no sea mero adoctrinamiento, ha de partir de aquella educación social que se produce en el mundo de la vida, estimando y activando aquellos espacios y organizaciones sociales que se inscriben en horizontes políticos populares, transformadores y democratizadores.

Volviendo a Dewey, en este sentido hace gala de su optimismo pedagógico y dice: “La educación es el método fundamental del progreso y de la transformación sociales[7]” (Dewey, 1967: 64). Pero con los acelerados cambios que se producen en el mundo actual, resulta imposible preparar a los niños y jóvenes para un futuro cada vez más móvil y obsolescente. En todo caso, prepararlos para la vida significa educar para que los niños y jóvenes reconozcan, en acción, sus potencialidades y puedan desarrollarlas (cf. Dewey, 1967: 54). Más aún, Dewey reconoce en las fuerzas juveniles, al rebelarse contra la autoridad y el estancamiento de las costumbres, las potencialidades que pueden activar las transformaciones necesarias para la sociedad, pero no el futuro, sino hoy (cf. Dewey, 1948: 93).

La escuela, por su parte, es para John Dewey una institución social, una forma de vida en común en la que se concentran medios para activar, movilizar y potenciar los poderes de los niños y los jóvenes, para su puesta en práctica social. Dice en Mi credo pedagógico, escrito en 1897: “La escuela debe representar la vida presente, una vida tan real y vital para el niño como la que vive en el hogar, en la vecindad o en un campo de juego” (Dewey, 1967: 55). La escuela tiene que representar y ser una forma de vida comunitaria (cf. Dewey, 1967: 56). De otro modo es una pobre sustitución de la realidad que, por pretenderse separada de la vida misma, fracasa en su potencialidad interpeladota y tiende a matar o reprimir el espíritu del niño o del joven. Ahora bien, la vida actual es tan compleja y vertiginosa que el niño y el joven, al ponerse en contacto con ella, experimentan confusión. Por eso, para Dewey, la escuela debe presentar la vida social actual en forma embrionaria (cf. Dewey, 1967: 55), pero nunca omitirla o aislarla de la institución; la escuela tiene que ser una miniature community. Comenta Giroux que el salón de clases tiene que ser visto como un terreno social y político en miniatura. La preocupación de Dewey en este sentido “no está representada por un conjunto de virtuosos objetivos conductuales, está reflejada en una participación activa en el proceso social” (Giroux, 1992: 272-273).

En esa microcomunidad (tan indisciplinada como la misma realidad social), uno de los métodos que propone Dewey, es el taller, en el que se aprende haciendo, vinculando experiencia con actividad. Dice en Education today, en 1940: “En un taller hay cierto desorden; no hay silencio; las personas no están obligadas a mantenerse en determinadas posiciones establecidas, a tener los brazos cruzados de tal manera, y los libros así y asá. Se hace una variedad de cosas y hay confusión, alboroto, producto de la actividad. Pero precisamente del trabajo, llevado a caso en colaboración con otros, resulta una disciplina especial”. La “disciplina” en la escuela debe tomarse como continuidad de la vida social. No se trata de establecer la disciplina del maestro, y encarnarla directamente en él, sino de incorporar la disciplina de la vida social en el niño (cf. Dewey, 1967: 57). Y el modo de incorporarla es a través de la experiencia social y la acción. La cooperación en la acción, en lugar de ser un esfuerzo clandestino frente a las “lecciones” del maestro, es un modo de la ayuda mutua en la actividad. Pero no bajo una forma de “caridad” que humilla a quien la recibe, sino como un modo recíproco de activar las potencialidades en la experiencia y la acción común.

La idea de democracia en la pedagogía de Dewey rebasó las visiones liberales y democráticas formales. La democracia, en su pedagogía, habla de una forma de vida comunitaria y, a la vez, de la dimensión política de la educación (cf. Giroux, 1993: 133). El sentido social de esta pedagogía está, no en la imposición externa que lleva al conformismo y al gregarismo, sino en colocar al niño en condiciones de ambiente social que interpele sus potencialidades. Lo que está en juego en nuestro tiempo de crisis y complejidad no es tanto la supervivencia de la institución escolar que, muchas veces, por desconocer la personalidad del niño y del joven, se hace azarosa y arbitraria, se excluye de la vida. Lo que está en juego es la significación educativa de la escuela para el niño y el joven, toda vez que entre ellos y la institución se produce fricción y des-reconocimiento y se favorece la desintegración del joven o el niño (cf. Dewey, 1967: 52-53). Por eso, la institución escolar (desde su regulación política hasta sus aspectos docentes) tiene que reconocer a su sujeto; tiene que interpretar constantemente sus “poderes, intereses y hábitos y saber lo que significan” (Dewey, 1967: 55); tiene que reconocer sus experiencias sociales y sus potencialidades, antes que descalificarlas presentando sólo sus incapacidades.

Pero la responsabilidad para que esto suceda, no está en el sistema educativo ni en las escuelas en particular, sino que es “el deber moral supremo de la comunidad” (Dewey, 1967: 65). La sociedad tiene que llegar a comprender lo que significa la escuela y a sentir la necesidad de dotar de poder al maestro, pero no un poder arbitrario, sino el poder correspondiente para realizar la misión de transformar la sociedad (cf. Dewey, 1967: 66). Porque la misión del maestro no es sólo educar a los niños; su principal misión es formar la verdadera vida social.

La pedagogía social

En el siglo XX, en la década del 80, nace la Pedagogía Social en Europa y pronto se extiende incluso en algunos países de Latinoamérica. Se dice de ella que es la ciencia práctica social y educativa (no formal), que fundamenta, justifica y comprende la normatividad más adecuada para la prevención, ayuda y reinserción, a través de servicios sociales, de quienes pueden padecer o padecen, a lo largo de toda su vida, deficiencias en la socialización o en la satisfacción de necesidades básicas amparadas por los derechos humanos. Incluso se habla del “educador social” como un profesional que genera contextos educativos y acciones mediadoras y formativas, posibilitando la incorporación del sujeto a la diversidad de las redes sociales y la promoción cultural y social, entendida como apertura a nuevas posibilidades de la adquisición de bienes culturales, que amplíen las perspectivas educativas, laborales, de ocio y participación social.

Desde esas posiciones se ha criticado a la Educación Popular, propiamente latinoamericana, por obsoleta o anacrónica, por estar referida a las décadas del 60 y el 70, por estar demasiado politizada y por no haber desarrollado un cuerpo teórico. A mi juicio, nada más absurdo, cuando la educación popular crece por todas partes. Por otra parte, nada más lejano a la vieja noción de “pedagogía social” que pretendemos rescatar como una tradición que puede contribuir a comprender algunas cuestiones que suceden en nuestro tiempo.

Aunque esta tradición es anterior (de hecho la encontramos, por ejemplo, en la paideia griega) vamos a considerar a filósofos y pedagogos tuvieron relativa influencia hacia fines del siglo XIX y principios del XX. El nombre “pedagogía social” lo debemos seguramente al pedagogo alemán neokantiano Paul Natorp (1854-1929)[8]. Sin embargo, lo que caracteriza a esta corriente es su visión de la educación. Para Wilhelm Dilthey (1833-1911)[9], por ejemplo, la educación es una función de toda la sociedad, y tiene dos motivos para afirmarlo. El primero, la formación de la personalidad en el tiempo como un proceso continuo de crecimiento; y eso lo revela simplemente la experiencia vivida (Erlebniz), la propia vivencia subjetiva. El segundo es que la sociedad adquiere valores y su conservación se da por una asimilación, sin que haya intención o planeación educativa, en diferentes espacios sociales; espacios que se convierten en coeducadores o “educadores colaboradores” cuando la educación se hace intencional y según un plan (cf. Dilthey, 1934). Idéntica afirmación la que años más tarde hará Eduard Spranger (1885-1963)[10]: “La sociedad realiza una multitud de funciones pedagógicas” (Spranger, 1958: 126).

Por su parte, Paul Natorp expresa que “la educación del individuo, en toda dirección esencial, está condicionada socialmente” (Natorp, 1913: 106). Y centrado en la idea de cultura, va a decir que el problema de la pedagogía es el problema de la formación cultural completa. Y ¿cómo se produce? Dice Natorp la cultura educa y, en ese sentido, “la voluntad educadora alcanza sólo influjo en cuanto sabe ganar la voluntad del educando y dirigirla hacia el fin querido” (Natorp, 1913: 118). Lo que quiere decir que no tendrá sentido la propuesta o interpelación formativa, si no hay reconocimiento subjetivo de la misma. En esta línea, Spranger sostiene que el proceso educativo se entrelaza en la totalidad de la cultura. El hombre sólo consigue una formación de su humanidad en virtud de las potencias educativas histórico-sociales de la humanidad en permanente formación (cf. Spranger, 1948). Donde haya un espacio con varias personas con un estilo de vida similar, ya habrá voluntad de propagarlo. De hecho, los diarios, las revistas, las asociaciones, las sociedades, crean nuevos saberes y educan (cf. Spranger, 1958: 120).

Sin embargo, si admitimos que los espacios sociales diversos tienden a educar y son potencialmente formativos (aunque no tengan la intención de hacerlo), necesitamos comprender que –como afirmará Georg Simmel (1858-1918)[11]– es imposible establecer uniformidades fijas y necesarias cuando hablamos de la sociedad; sólo es posibles abordar fenómenos de socialidad (cf. Simmel, 1937: 27). La sociedad es un nombre, en cierto sentido metafórico, abstracto; es la misma socialidad la que crea la idea de sociedad. En los espacios y grupos sociales es posible observar que la socialidad responde a intereses e impulsos que crean interacciones de dominación, competencia, imitación, solidaridad, exclusión (cf. Simmel, 1937: 3). Esto nos lleva, lejos de idealizar la función de educativa como acción de “toda” la sociedad, a percibir que todas esas funciones educativas son actos de poder (cf. Spranger, 1958: 127). En efecto, con la cultura se introducen en la educación oposiciones, antinomias, luchas de poderes (cf. Spranger, 1958: 119), y el reconocimiento de que la educación está relacionada con intereses económicos y de clase, que expresa a través de ella la voluntad de poder y de vivir de las distintas clases sociales (cf. Spranger, 1958: 125).

La sociedad, la cultura, los espacios y organizaciones sociales, son educativos en un doble sentido:

(a) Según Dilthey, la misma expresión educación se usa también cuando “la formación se produce como efecto de una acción de la que no sabemos si se dirigía intencionalmente a ese fin (…). En todo ello se suple a un sujeto que produce nuestra formación conforme a un plan” (Dilthey, 1934). Esto alude a dos cuestiones: sospecha de que los espacios socioculturales educan sin intencionalidad de hacerlo, por un lado, y suplencia del referente educador personalizado en el docente por un espacio que resulta referencia educativa, por otro. El hombre sólo se hace hombre mediante la comunidad humana; dice Natorp. Pero el hombre no crece aislado ni tampoco tan sólo uno al lado del otro bajo condiciones próximamente iguales, sino cada uno bajo el múltiple influjo de los otros y en reacción constante sobre tal influjo. El hombre particular es propiamente sólo una abstracción, como el átomo del físico. El hombre, por lo que respecta a todo lo que hace de él un hombre, no se presenta al principio como individuo particular para entrar después con otras en una comunidad, sino que, sin esta comunidad, no es de ningún modo hombre” (Natorp, 1913: 97). Y este proceso se produce sólo por la condición social y cultural del hombre, antes que ninguna intencionalidad, donde el influjo formativo es mutuo. Diríamos, con Dilthey, que la vida social es aprehendida “desde dentro”, en la experiencia de “sentirse vivir”; podría decirse: espontáneamente por el hecho de vivir en comunidad. Asimismo, que la educación es actuación de la cultura que incide vitalmente sobre el alma en formación. Como actividad eminentemente cultural, se realiza por medio de la interrelación del hombre con los procesos y los bienes culturales.

(b) El proceso formativo social se produce también a través de prácticas educativas que desarrollan, con mayor intencionalidad, distintos espacios y organizaciones sociales. “En todas las organizaciones sociales se revela una poderosa tendencia del pueblo a proteger su salud, su moralidad, sus estilos de vida, contra los perjuicios ocasionados por la cultura vigente” (Spranger, 1958: 127). A esto Spranger lo llama “poderes educativos libres” de los grupos y organizaciones sociales. Sin embargo, estos grupos entran en conflicto unos con otros, pero además hacen público el conflicto producido por diversas razones, por ejemplo, las sexuales, lo que hace que los movimientos feministas desarrollen sus propias prácticas educativas ligadas a su autoorganización (cf. Spranger, 1958: 125). Más desorganizadamente se generan conflictos alrededor de cuestiones generacionales; si bien se esperaba que fueran las generaciones adultas las que transmitieran la cultura a las jóvenes, porque “los adultos quieren imprimir su sello sobre la juventud, (emerge la pugna, en todos los tiempos de) los movimientos pedagógicos con los movimientos juveniles” (Spranger, 1958: 124). Con esto se avala la idea del crecimiento de movimientos sociales o culturales que, muchas veces por razones de voluntad de poder, producen acciones educativas intencionales a la par de desarrollar sus propias formas de organización.

Por otra parte, los espacios y organizaciones sociales son diferentes en cada sociedad y están determinados por la historia y la cultura. Spranger, en Formas de vida (1914) trata de descubrir la singularidad de los actos humanos y de los fenómenos psíquicos basándose en el análisis del “sentido” de los mismos, para lo cual es necesario recurrir a categorías capaces de captar el fenómeno en su singularidad y de establecer al mismo tiempo conexiones de sentido con los valores que fundamentan la conducta, que proceden de la historia de la cultura. Basándose en Spranger, esto le permite a Saúl Taborda contraponer al ideal sarmientito “oficial” ya cristalizado, el ideal de la cultura comunal y facúndica que está siempre realizándose y redefiniéndose; y allí la filosofía política especulativa es rebasada por los hechos pedagógicos particulares (cf. Huergo, 2005: 111-113).

En al experiencia del tiempo en que se vive, parece que todo tiene que desembocar en una pedagogía de la comprensión), ya que detrás de las acciones sociales educativas hay una lucha entre diferentes concepciones de mundo (cf. Spranger, 1958: 130-131). Esa comprensión debería realizarse en clave cultural e histórica, y no meramente pedagógica. Por un lado, admitiendo y observando la ligazón entre vivencia o experiencia vivida (Erlebniz), expresión de la misma y comprensión, lo cual permite la producción de sentido del mundo humano. Por otro lado, teniendo en cuenta que la experiencia de vida está siempre ahí; es siempre un presente en un constante transcurrir (expresa Dilthey en su Estructuración del mundo histórico por las ciencias del espíritu). De hecho, en el transcurso de la vida, la comprensión del todo (el sentido del mundo y de la vida) es extraída del significado de sus particularidades.

El propósito de una pedagogía social, en definitiva, es reconocer que la educación está condicionada socialmente, por un lado, y que las condiciones sociales de la cultura y las condiciones culturales de la vida social tienen que percibirse articuladamente (cf. Natorp, 1913: 106). Hay una tradición que sobrepasa los intereses de rehabilitación o de reinserción propias de la “nueva pedagogía social” entendida como profesión. Una tradición que puede permitirnos comprender los modos en que el mundo sociocultural educa y, a la vez, las formas en que las organizaciones y los movimientos sociales desarrollan prácticas educativas, frecuentemente inspirados en la educación popular. En ambos casos, reconociendo que lo educativo social está vinculado con luchas de poder.

Educación y vida en Celestin Freinet

Casi siempre, como decía Marcuse en El hombre unidimensional, nombrar el ser ausente es romper el encanto de las cosas que son. No siempre la llamada “educación nueva” o “escuela nueva”, en la práctica, ha tenido el sentido social y político que le dieron Dewey o Freinet. Muchas veces, en cambio, ha significado una transformación meramente pedagógica del espacio y los métodos educativos, pero sirviendo a los intereses de sectores privilegiados de la sociedad. No siempre rompieron el encantamiento producido por las formas “ideológicamente adecuadas” o establecidas de integrar a la educación con la sociedad. Necesitamos recuperar las pedagogías de Dewey y de Freinet, nombrar esas prácticas ausentes, como forma de activación del deseo, como azuzadores del fuego de un proyecto educativo con sentido político-cultural.

Célestin Freinet (uno de los más importantes innovadores en la educación del siglo XX) fue, ante todo, un maestro del pueblo, un educador popular. Nació en los Alpes franceses de Provenza, el 15 de octubre de 1896, donde fue pastor. Este hecho lo puso siempre en contacto con la naturaleza, con la tierra y con la gente en el seno de una familia humilde. Su origen campesino se traslució en toda su obra. Ser maestro de pueblo confirió el valor de que sus propuestas nacieran de la realidad escolar cotidiana.

En 1920, a los 24 años, en Bar-sur-Loup (al sur de Francia) este maestro se enfrenta con tres adversidades (cf. Kaplún, 1992). En primer lugar, quiere superar la enseñanza memorística, verbalista, escolástica, represiva y divorciada de la vida que hace tener a los niños actitudes pasivas y amorfas. Va descubriendo que “la memoria, por la que se interesa tanto la escuela, no es verdadera y preciosa sino cuando está integrada en el tanteo experimental, cuando está al servicio de la vida”; que “a nadie, niño o adulto, le gusta el control ni la sanción, que siempre significan una ofensa a la dignidad, sobre todo si se ejercen en público”, y que “el maestro debe hablar lo menos posible” (Freinet, 1974a). Además, su escuela es pobre y sólo tiene dos aulas y dos maestros para todos los grados. Una situación similar a la de muchísimas escuelas de pueblo que provoca la imaginación y la creatividad, antes que la inmovilidad. Finalmente, la guerra del catorce (la Primera Gran Guerra) le movilizó y en 1915, a los 19 años, es herido muy gravemente en un pulmón, de lo que nunca se recuperó completamente. Recibió la Cruz de Guerra y la Legión de Honor y pasó cuatro años de convalecencia. Freinet ha quedado con una salud precaria Por dificultades respiratorias y en su voz no puede decir la “lección” que se esperaba de un maestro: no puede hablar demasiado porque se ahoga.

Las tres adversidades contribuyen a que Célestin Freinet busque nuevas soluciones educativas. Y entonces introduce un medio de comunicación: compra con sus reducidos ahorros una imprenta manual, cuya publicidad vio en una revista para maestros. Al principio los niños hacían redacciones individuales sobre diversos temas, con las que se componía el Libro de Vida. Gradualmente la producción evolucionó hasta tomar la forma de un “periódico escolar”. En estas experiencias, el periódico escolar no fue considerado como actividad complementaria, ni entendido como mera “actividad extracurricular”, sino que fue concebido como el eje central y motor del proceso educativo. Con esta incentivación, los niños escribían y producían no para el cuaderno individual sino para comunicarlo, para compartirlo. Esto provocó una conexión con la realidad: los pequeños periodistas salían por el pueblo a hacer entrevistas, observaciones y encuestas sobre problemáticas de la comunidad, conocían las formas de vida de su pueblo y, a la vez, leían las noticias de los periódicos. Con todo eso, crecían en una comprensión crítica de la realidad.

De paso, el periódico escolar fue tejiendo la memoria colectiva del grupo que vivía un proceso de producción de conocimientos; y fue contribuyendo a la memoria del pueblo que lo leía. Cuando otros maestros de escuelas populares se enteran de la experiencia de Freinet la hacen suya y entonces los periódicos escolares se multiplican en zonas pobres y se establecen redes de intercambio y de diálogo a distancia. Para Freinet la educación es expresión, pero no hay expresión sin interlocutores. No existe ya la censura ni la corrección de los cuadernos; no hay “deberes”: el niño tiene que escribir para ser leído, porque sabe que va a comunicarse (cf. Freinet, 1975). Es decir, los niños aprenden por medio de la comunicación y del conocimiento y comprensión de la vida y del mundo.

De este modo, inició un movimiento nacional mediante sus artículos en la prensa profesional y política y su participación en los congresos internacionales de la “Nueva Educación” o “Escuela Nueva”. Conoció a los maestros y pedagogos de entonces: Ferrière, Claparède, Bovet y Cousinet, y leyó los clásicos de la pedagogía contemporánea al preparar las oposiciones a la inspección de educación primaria, que no pudo aprobar. Se distancia no sólo de la pedagogía tradicional, sino también de la nueva pedagogía en la versión burguesa.

Se interesó por el desarrollo de su pueblo, y es un activo miembro del sindicato de maestros y del Partido Comunista francés. En 1925 se trasladó a la URSS con una delegación sindical y allí conoció a la esposa de Lenin, Nadiezhda Krupskaia, Ministra de Educación. Cuando en 1928 se va de Bar-sur-Loup a Saint-Paul-de-Vence, donde ha sido trasladado con su mujer Elise, ya ha iniciado la parte fundamental de su obra: la imprenta, la correspondencia interescolar, la cooperativa escolar y, a nivel nacional, la Cooperativa de Enseñanza Laica (CEL). Freinet ya es conocido tanto a nivel nacional como internacional

Entre 1921 a 1935 el matrimonio Freinet profundiza y desarrolla el movimiento iniciado, pero sufre la hostilidad de un ayuntamiento derechista que consigue su traslado: los textos que escribían espontáneamente los alumnos criticaban a los notables del pueblo. Trasladados nuevamente a Bar-sur-Loup, no aceptan ese puesto a pesar de la buena acogida de padres y alumnos, renuncian y dedican todo su tiempo a desarrollar el movimiento y la Cooperativa de Enseñanza Laica, que se ha convertido en una verdadera empresa de producción de material y edición de documentos pedagógicos. En 1934 y 1935 Freinet, con el apoyo de los comunistas, consigue construir una escuela en Vence. Los alumnos son en su mayoría internos pertenecientes a las capas sociales desfavorecidas o a familias en apuros. Al empezar la Segunda Guerra Mundial se le considera peligroso por su militancia comunista y es internado en un campo de concentración, aunque después obtiene la libertad. Durante la guerra se une al maquis del Briançonnais y posteriormente lo dirige. Tras la liberación preside el Comité de Liberación de los Altos Alpes y reanuda su actividad en Vence. En 1953 Freinet es expulsado del Partido Comunista, del que disiente. Muere en Vence el 8 de octubre de 1966.

La historia de Célestin Freinet es la historia de “un equipo de maestros de la base, organizados como francotiradores, al margen de la ortodoxia docente y trabajando a contracorriente, incluso clandestinamente, para renovar la escuela del pueblo” (Freinet, 1975: 5). Esa renovación pasa por la centralidad de la vida en su pedagogía. Si en otras tradiciones se pensó que la vida misma es la “escuela”, para Freinet la clave es salvar a la escuela haciendo que la vida entre en ella. En una de sus obras escritas en el campo de concentración, La educación por el trabajo[12], dice que si la escuela “contra” la vida es fundamentalmente una escuela centrada en el adulto, la escuela “por la vida y para la vida” se centra en el niño y su verdadera educación (cf. Freinet, 1974b: 298). De allí que reclame “recobremos nuestra confianza en la vida y tengamos la seguridad de que es apta para que los niños asciendan hasta la cultura, la ciencia y el arte” (Freinet, 1972: 83).

La vida no es el ambiente o el entorno solamente. La vida une al niño con el mundo; o, dicho de otro modo, articula indisolublemente a la vida del mundo con la vida del niño. Esta concepción de la vida es fundamentalmente dinámica. Como en Dilthey, la vida no es un estado sino un transcurso y este transcurso es el que tiene que influir y orientar la nueva pedagogía (cf. Freinet, 1972). Su concepción de la vida no es abstracta sino que está basada en dos aspectos concretos: el mundo de la vida en el capitalismo y la vida del niño.

1. La escuela y la vida en el capitalismo y en la renovación pedagógica. Una de las mayores tareas de la enseñanza en el capitalismo es la de pretender separar la educación de la vida, aislar a la escuela de los hechos sociales y políticos que la determinan y condicionan (cf. Palacios, 1989: 92). De ese modo, dice Freinet, los adolescentes estarán desarmados ante las trampas políticas que se les tenderán y ante la explotación (cf. Freinet, 1975: 249). La escuela es un rito de iniciación obligado en la sociedad capitalista. Para eso, la escuela capitalista reclama esfuerzos, sufrimientos y sacrificios, con el objeto de ser respetada y temida. La escuela es hija y esclava del capitalismo; por eso Freinet reacciona contra ese estado de cosas y liga al niño con la vida en la educación pero desde otras convicciones. Para él la escuela tiene que renovarse porque es, cada vez más, la mayor y casi única posibilidad de elevación o ascenso social de los hijos del pueblo. Pero reconociendo, como lo hacía Spranger, que “no hay educación ideal, no hay más que educaciones de clase” (Freinet, 1975: 29).

2. La vida del niño en la educación. Freinet elabora una pedagogía centrada en niño, que parte del niño y pasa por la vida del niño. Hay que tomar al niño “no en el medio ideal que nos complacemos en imaginar, sino tal cual es, con sus impregnaciones y reacciones naturales y también con sus virtualidades insospechadas, sobre las cuales basaremos nuestro proceso educativo” (Freinet, 1974b: 110). Si no son tenidas en cuenta las diversas inquietudes del niño, sus necesidades, sus intereses más auténticos; si el maestro no es capaz de comprender al niño, se consagra el distanciamiento entre la escuela y la vida, que favorece al capitalismo. Las reacciones de los niños no son absurdas y sus conductas no son aleatorias, sino que son respuestas de sus potencias vitales. Por eso no hay que ponerles diques arbitrarios que son una inadmisible pérdida de energía (cf. Freinet, 1975). Más bien hay que permitir que la misma vida, la acción, el trabajo, ponga sus propios obstáculos o facilitadotes que vayan provocando el desarrollo de sus potencialidades.

El eje que vincula el mundo de la vida con la vida del niño es la educación por el trabajo. Cuando Freinet propone como método la educación por el trabajo, lo hace no sólo pensando que es en el trabajo donde la experiencia se realiza en la acción (a la manera de Dewey)[13]. El trabajo, que es también “juego-trabajo”, integrando ambas cosas, se da, por ejemplo, alrededor de la imprenta en la escuela. En torno a la imprenta se desarrolla una cadena de trabajos y juegos-trabajos que modifican por completo el rostro de las clases. Por ejemplo, la “correspondencia interescolar motivada” entre niños de escuelas alejadas, el periódico escolar como producto de textos escritos por los niños, eran actividades cargadas de interés para los niños. Pero el interés no es meramente una cuestión psicológica; se trata del interés de la clase social, que debe ser integrado en la enseñanza escolar (cf. Freinet, 1975); si no fuera así, el pensamiento infantil se desintegraría y aparecería el aburrimiento y el desinterés, que producen el divorcio entre la escuela y la vida.

Como vemos, en esta tradición popular, la escuela tendrá sentido en cuanto vincule la educación con la vida, pero con un sentido político relacionado con la dignificación de los sectores populares.

Saúl Taborda y la pedagogía comunal

Un lector desprevenido puede creer que el discurso del pedagogo cordobés Saúl Alejandro Taborda (1885-1944)[14] es nacionalista e idealista y que, en su crítica al pensamiento de Sarmiento y a la política educativa “oficial”, no hace más que montarse sobre la oposición civilización y barbarie, pero para hacer una apología del polo opuesto al ensalzado por Sarmiento, esto es: un discurso para indultar la “barbarie”. Nada más erróneo. Taborda no rescata las prácticas culturales, en cierto sentido “tradicionales”, sólo por el hecho de enaltecerlas, lo que significaría un peligroso modo de sustancializarlas, asociándolas a una pureza cultural originaria. Sus ensayos e investigaciones, en cambio, apuntan a reconectar los elementos que el liberalismo fundacional había disociado: las prácticas culturales con los procesos pedagógicos. Una reconexión que no sólo encarará como proyecto, sino fundamentalmente como rastreo histórico cultural. Y esto con vistas a vincular políticamente al pensamiento con la vida cotidiana, porque observa que “Un extraño apoliticismo ha hecho camino en la intelectualidad argentina. (Los intelectuales) se clausuran en un limbo en cuyo clima lo inmediato y cotidiano carece de sentido y de estimación. Tanto que en nuestra realidad concreta esta actitud cobra ya los pronunciados relieves de una escisión entre el pensamiento y la vida” (Taborda, 1933: 18). Su programa de pensamiento, en definitiva, tiene como propósito el desarrollo de una articulación entre la cultura y lo político (cf. Taborda, 1933: 20; 22).

Ante todo, las prácticas educativas están guiadas por un ideal. Pero ese ideal no es racional; el desprestigiado lado irracional, enigmático, oscuro y confuso de la fantasía y la representación poética -característica del bárbaro en Sarmiento- es el que produce el ideal. El ideal está contenido ya, pero todavía no del todo, en cualquier cultura, y está relacionado no sólo con el contexto social de su producción, sino también con el valor (cf. Taborda, 1951, II: 33). El ideal está siempre realizándose. Entonces, en las culturas está contenido el ideal, que se expresa en virtud del trabajo educativo, del proceso pedagógico. El ideal, antes que una fuga hacia un más allá misterioso o extraño o una quimera irrealizable, está en la naturaleza, es un producto histórico de la sociedad (cf. Taborda, 1951, II: 141).

Los rasgos fundamentales del “ideal formativo” son su dimensión histórica y su dimensión vital en el desenvolvimiento de una cultura. Por eso Taborda critica los “ideales” de la pedagogía “oficial”, centrados en lo que él llama “idoneidad” y “nacionalismo”, que poseen profundas raíces históricas y se rearticulan con los nuevos procesos sociales, sirviendo de paso a los intereses dominantes, en cada etapa, de la burguesía (cf. Taborda, 1951, II: 45; 47; 54-56). Las grandes estrategias educativas adoptadas por las políticas escolares argentinas, se basan en esos ideales. Precisamente, el escamoteo de las prácticas culturales, entre ellas el hecho educativo comunal –que Taborda rastrea en la historia de las comunas argentinas–, fue ejecutado por una acción estratégica centrada en lo que Taborda denomina “pedagogía política”, esto es: una pedagogía sometida a los designios del proyecto político hegemónico, sostenida por un minucioso y poderoso andamiaje institucional y por la recurrencia de un “discurso del orden” político educativo.

La concreción de esa pedagogía política se logra con la ley 1420, de 1884, de notorio cuño racionalista, y a través del régimen de los programas, de modo que, antes que nazca un niño esos programas pueden enunciar cuáles serán las facultades que el niño trae (cf. Taborda, 1951, II: 170). La centralidad y supremacía de los programas anula los términos de la realidad educativa: el niño concreto, el “cada niño”, y el educador en cuanto hombre (cfr. Taborda, 1951, II: 191). De este modo, queda consagrado el método educativo racionalista “que prescinde de las peculiares disposiciones de ‘cada niño’ -el niño concreto- y del sesgo propio de su fluencia vital” (Taborda, 1951, II: 171).

Otra cuestión criticada por Taborda es que Sarmiento soslayó, al imaginar la pedagogía “oficial”, todas las manifestaciones culturales y educativas anteriores (la “pedagogía comunal”), pero no por razones específicamente educativas, sino por motivos estratégico-políticos. La obra Educación popular de Sarmiento, para Taborda, refleja su fascinación por el ideario revolucionario francés y por la filosofía cartesiana, de modo que “calcula” los modos en que, a través de la educación, se formará el tipo de hombre destinado a vivir y realizar una determinada estructura política. Queda claro en esa obra de Sarmiento, que lo que importa es la educación del elector y la preparación de los hombres para el trabajo en el capitalismo (cf. Taborda, 1951, II: 224-225). Rehusó considerar las cualidades de la educación provinciana para reemplazarla por una escuela “atiborrada de ciencia hecha, medida y dosada” (Taborda, 1951, II: 226), por saberes envasados y sometidos a la linealidad y uniformidad, que pueden ser valiosos pero en otros contextos. Con lo que Taborda pone en discusión los modos de producción de los saberes sociales transmisibles a través de la educación. Los saberes, para él, deberían provenir de las culturas comunales, y no de ideologías capitalistas que se pretenden “revolucionarias” y que refuerzan el individualismo, la utilidad y la ganancia (cf. Taborda, 1951, II: 225-226). De cualquier forma, lo que importa es saber en qué medida el plan fue exitoso, en qué grado se ha hecho efectivo el desplazamiento de ideal. Lo que implicaría preguntar si la superposición de la estrategia civilizatoria logra ahogar del todo las prácticas culturales populares y los procesos educativos que producen; y, de otro lado, interrogar si esas prácticas culturales y formas populares educativas no emergen indisciplinadamente en el pulcro escenario de la escuela “civilizada” y disciplinada (cf. Huergo, 2005: 121).

Taborda presenta (de manera indiciaria a la vez que prematura) algunas de las notas de una pedagogía crítica. Reconoce que el ideal de la política educativa recoge el concepto de humanidad del racionalismo, donde la educación es la herramienta para la inclusión y la igualdad sociales (cf. Taborda, 1951, II: 186-187). Pero precisamente es en la educación donde, por todas partes, las contradicciones y las desigualdades se ponen de manifiesto. Y, contra el optimismo pedagógico, deja en claro que las contradicciones sociales son la médula de las sociedades de clases, por lo que todas sus producciones (inclusive la escolar) se corresponden y reproducen ese estado de cosas. La única vía que posibilita una transformación social es la construcción política, articulada con la cual debería imaginarse una educación diferente, dialécticamente contribuyente a la transformación social. (cf. Taborda, 1951, II: 189).

Taborda acoge con simpatía las nuevas corrientes pedagógicas donde “todo hacer pedagógico que quiera ser fiel a las exigencias del tiempo debe tratar a la niñez como niñez y a la juventud como juventud” (Taborda, 1951, II: 197). Pero, en su caso, una renovación pedagógica articulada con la propia experiencia histórica: el llamado movimiento de la juventud de la reforma universitaria de 1918, que “reclama con la urgida viveza de lo irracional la instauración de una pedagogía que se ocupe de la niñez como niñez y a la juventud como juventud”; por eso, la posición de Taborda “se ahínca en el fenómeno del expresionismo juvenil y trasmuta la enseñanza intelectualista acentuando el valor de la enseñanza de la vivencia” (Taborda, 1951, II: 184). La vivencia, junto al trabajo, son dos novedosos acentos pedagógicos de ese tiempo contra el intelectualismo. Otra de las cuestiones más notables respecto al proceso educativo se refiere al rescate y reconocimiento de la sensibilidad, como así también de lo sexual. En este caso, llama a explorar y conocer la “erótica juvenil”, cuya significación es tan diferente a la del adulto, antes de llenar a los jóvenes (por ignorancia de los adultos-educadores) con un inventario de cosas propias de adultos (cf. Taborda, 1951, II: 297).

El problema de la participación estudiantil en el gobierno escolar, como se sabe, le valió la acusación de anarquizador cuando Taborda fue Rector del Colegio Nacional de la Universidad de La Plata. Pero, más allá de eso, pone de relieve la articulación de política, pedagogía y juventud en su pensamiento y acción. Vale la pena recordar estos hechos.

En 1921 es nombrado rector del Colegio Nacional de la Universidad de la Plata en el que emprende diversas reformas pedagógicas, tendientes a revalorizar la personalidad del estudiante secundario. Su presencia no fue bien vista por la derecha, pero fue recibida con entusiasmo y grandes expectativas por los estudiantes. Las reformas estaban centradas en la apelación a la educación estética y a una mayor vinculación entre docentes y alumnos, y sustituyó la disciplina patriarcal y exterior por un régimen de autocontrol. Otro elemento crucial de la conducción de Taborda fue su proyecto sobre la creación de una Casa del Estudiante para el encuentro pleno de educadores y educandos, con vistas a efectivizar la función social que se le reclamaba en forma creciente a la Universidad[15]. La Casa del Estudiante, planeada por Taborda, fue concebida también como el sitio donde iba a lograrse la fusión definitiva entre estudiantes y obreros.

En marzo de 1921, Taborda aparecía asediado por diversos intereses materiales (de docentes tradicionales y autoritarios desplazados) y discrepancias ideológicas, especialmente por quienes estaban al frente de la universidad: el Dr. Carlos Melo, como presidente, y el Ing. Eduardo Huergo, en calidad de vicepresidente, que pedía la expulsión de Taborda por haber generado el caos y la anarquía en el Colegio. Pero Melo resuelve por su cuenta clausurar el colegio y suspender al rector. La “Asociación Pro Cultura Secundaria” –presidida por un militar– y un comité anónimo de estudiantes del Colegio Nacional, levantando la bandera de la argentinidad, denunciaron que el colegio se había convertido en un centro de perversión moral e intelectual para la juventud, pues no se respetaban en él a los profesores y se caía en prácticas irreverentes –como fumar y tocar la guitarra (con Taborda icluido), decir obscenidades, reunirse con mujeres, apoyar a los obreros huelguistas, o asistir libremente a clase. En semejante contexto, Taborda era tildado de traidor a la patria, también por sus simpatías con la Revolución Rusa y por propagar ideas libertarias antinacionales.

Taborda se niega a entregar el Colegio, desconociendo la decisión de Melo, a quien acusa de estar guiado por un “estrecho patrioterismo de caldo gordo”. Los adherentes a Taborda lo postulaban como mártir de la Reforma, debido a su confianza en la capacidad juvenil para transformar el mundo mediante las ideas y el amor. El 17 de marzo de 1922, Taborda, junto con el alumnado, tomaron el edifico del colegio para asegurar el dictado de las clases ante la clausura impuesta por Melo. Más tarde, cuando el Consejo Superior decide separarlo de sus funciones, Taborda se atrinchera dentro del establecimiento con una guardia estudiantil permanente que se opone a esa medida. El Ing. Huergo, nuevo presidente de la Universidad, hace efectiva la expulsión. Deriva la cuestión al poder judicial, el cual resuelve rodear el colegio, cortarle el teléfono, la electricidad, la luz y el agua, hasta que el 20 de abril se dispone la intervención policial que desaloja el local y detiene a los ocupantes. Además se “secuestraría” allí material bibliográfico (subversivo) –como el libro Páginas Rojas y la revista libertaria Quasimodo.

Más allá de estos hechos, Taborda piensa la política educativa como una política cultural que tiene como nudo significativo fuerte la presentación de dos cuestiones provocativas: una cultura articulada con lo político en lo comunalista y facúndico, por un lado, y una percepción de los procesos históricos como permanente dialecticidad entre tradición y revolución, por otro. Lo que las acciones estratégicas provenientes del programa civilizatorio han hecho es soslayar, a la vez que intentar arrasar, lo comunal y facúndico con sus prácticas culturales, e ignorar, por un esfuerzo de copia y superposición, la dialéctica entre memoria, o tradición, y revolución (cf. Huergo, 2005: 128).

Taborda arremete contra las instituciones copiadas (cf. Taborda, 1951, II: 207-208), porque cargan con las contradicciones que les dieron origen, pero que son propias de otros contextos. Precisamente lo que las instituciones y las políticas “oficiales” pretenden soslayar, arrasar, someter, son las expresiones y las prácticas provenientes de las comunas[16]. La idea más fuerte, quizás, es que las comunas argentinas “han cumplido sin solución de continuidad, antes y después de la unidad nacional, tareas docentes auténticas y eficaces” (Taborda, 1951, II: 198). Ellas han logrado “productos espirituales que aspiran al reconocimiento (de la) preexistencia de un determinado estilo de vida y de una determinada manera de cumplir la voluntad docente de su respectiva cultura” (Taborda, 1951, II: 199). Taborda está sosteniendo la idea, en primer lugar, de que no sólo existió una “educación comunal” antes de la unidad nacional, sino que sigue existiendo en el presente; en todos los casos, las prácticas culturales educativas comunales experimentan una situación de “no-reconocimiento” y buscan continuamente el reconocimiento. En segundo lugar, Taborda está afirmando que las comunas poseen un estilo de vida y que la cultura de las comunas ha desarrollado la docencia (desanudada del sentido unívoco escolar). En las comunas los padres y preceptores, los vecindarios, las iglesias, las familias y los cabildos educaban a los niños articulando su tarea con los ideales de los círculos y los núcleos sociales comunitarios (cf. Taborda, 1951, II: 199). Esta idea desarregla muchos de los desarrollos de la reflexión didáctica, en la medida en que descentra el papel del docente como enseñante personificado en la figura del maestro, integrando la reflexión sobre el alcance “docente” (sobre el carácter de enseñantes) de los diversos espacios sociales y comunitarios. Por otra parte, aparece insinuada aquí una idea de “educación pública” ampliada a los distintos espacios públicos y a los diferentes modos de formación pública de sujetos (cuyo carácter es político-educativo, dado que lo político –para Taborda– tiene su referenciamiento en lo comunitario).

Todos los espacios públicos, todos los ámbitos sociales y culturales vinculados al medio comunitario, son educativos, y son “enseñantes”, son docentes (y tienen su propia didáctica). Sin embargo, alejarse radicalmente del sentido escolarizador de la docencia, no es un obstáculo para que Taborda incluya en esos espacios y ámbitos, acaso como uno privilegiado, a la escuela, ya que la escuela “estaba en el alma del pueblo” (Taborda, 1951, II: 199; aunque se refiere a una escuela como espacio público o comunidad educativa comunal, y no a la escuela copiada del sistema francés). Por lo demás, esa escuela no es una escuela, por así decirlo, “culturalista”, sino que se articula con lo político. La mención que hace Taborda del maestro Mariano Cabezón resulta ilustrativa en este sentido[17].

El segundo aspecto fuerte del pensamiento de Saúl Taborda es el de la dialéctica tradición/revolución. Para él, la actividad del espíritu (en un sentido histórico) supone el juego dialéctico entre dos cuestiones: “la memoria de las relaciones ya obtenidas, la memoria que nos trae –de tradere, de donde tradición– esas relaciones, y la revolución, esto es, la actitud en la que el espíritu vuelve sobre una relación adquirida y la convierte en un nuevo problema. Consiste, pues, en un movimiento decantador que va perpetuamente de la tradición a la revolución” (Taborda, 1951, II: 228). Las transformaciones necesitan de las raíces; es una memoria de valores para la recreación permanente de la cultura; lo cual no supone cristalizar una consigna inerte para un recorrido previsto, sino estimular el movimiento de la fantasía creadora (cf. Roitemburd, 1998: 164). Taborda está aludiendo al sentido residual de la tradición. Una tradición no en el sentido de superposición de elementos inertes del pasado en el presente, sino una tradición considerada en su sentido histórico y no meramente folklórico. La “actividad” de lo residual fundamentalmente consiste en aquel “movimiento” permanente que señala Taborda, es decir: en la capacidad de articulación de algo que se trae del pasado con algo que se crea en el presente, conviertiéndose o actualizándose como problema (cf. Huergo 2005: 133-134). Solamente una estrategia política que responde a intereses extraculturales y que, por eso, soslaya la cultura, es capaz de operar la peligrosa dislocación que significa olvidar la tradición (así como también lo es repetirla, sin aceptar la revolución). Para Taborda, la dislocación tuvo distintas dimensiones. En su dimensión educativa, se disoció la “revolución” educativa de las tradiciones de la pedagogía comunal, y también de los espacios que educan por fuera de la escuela.

Todo el desarrollo del pensamiento de Taborda adquiere un sentido más pleno al incorporar la cuestión de lo político. Quedará claro que es clave en Taborda la diferenciación entre lo político de la vida popular y “la política” del liberalismo oficial. Para él, el sentido de lo político está relacionado con las prácticas culturales populares diferentes (y no monolíticas), contrariamente al traslado del ideal de “la política” a la educación (cf. Taborda, 1951, II: 202). En esta línea de análisis, la pedagogía tiene un acentuado sentido político y tiene como tarea la formación del hombre político en la vida de la comunidad (cf. Taborda, 1951, II: 212). Pero “la política” oficial ha implicado una despolitización de lo político en la educación, al dar las espaldas a los espacios, a los movimientos y a las culturas de la comunidad. Porque lo político es aquello que se hunde en el suelo nutricio de un fondo de emociones, deseos, quereres, y representaciones, que es el pueblo de carne y hueso, tan desestimado por el intelectualismo político y pedagógico dominantes (cf. Taborda, 1936).

La educación liberadora: Paulo Freire

Hay una idea de época (de finales la década del 60) sobre la muy mentada y polisémica “educación liberadora” (un “concepto estelar” de ese tiempo), que se expresa en un Documento, que comienza denunciando la existencia de marginados de la cultura, analfabetos, y especialmente los indígenas, cuya situación educativa es inhumana, y niños excluidos de los sistemas educativos, cuyo contenido es abstracto y formalista y no alentador del espíritu crítico. Denuncia que los sistemas educativos están orientados al mantenimiento de las estructuras injustas y al “tener más”, y son pragmatistas e inmediatistas. Dice que la tarea de la educación no es incorporar a los oprimidos a las estructuras dominantes. Luego expresa el Documento que la educación liberadora “es la que convierte al educando en sujeto de su propio desarrollo”; que es un “medio clave para liberar a los pueblos de toda servidumbre”; que es, en definitiva, “la nueva educación que requieren nuestros pueblos en el despertar de una nueva sociedad”. Y allí se inscribe el papel de medios de comunicación y movimientos juveniles que tienden a crear una cultura popular y a aumentar el deseo de transformación. Es necesaria, afirma el Documento, la democratización de la educación, que es un ideal que está lejos de conseguirse. Asegura que la responsabilidad de todos los latinoamericanos es la liberación. Este Documento de Educación es el que publican los Obispos de Iglesia latinoamericana en la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, realizada en Medellín en 1968 (cf. CELAM, 1968: 69-72). Recoge tanto algunas experiencias que vinculaban a la Iglesia con movimientos revolucionarios como el pensamiento mismo del pedagogo y pensador brasileño Paulo Freire (1921-1997)[18], quien ofició se asesor u orientador en la comisión dedicada al tema Educación en Medellín.

Freire fue durante décadas un educador de adultos, un educador popular. Recién en los 60, a partir de sus propias prácticas, Freire empieza a escribir, contribuyendo a construir una referencia indiscutible para eso que en los 60 se llamó educación liberadora, pero que es más conocido como el movimiento de educación popular. La obra de Freire que, indudablemente, ha sido más reconocida y ha operado un quiebre que excede el pensamiento pedagógico es Pedagogía del oprimido, que significa una aportación latinoamericana fundamental al proceso de organización política de los sectores sociales subordinados, al enfatizar el reconocimiento de la situación de opresión, como una situación de violencia, y la estrategia general de trabajo revolucionario con los oprimidos y no para ellos, como lo son las políticas asistencialistas[19].

Entre muchos otros, que no abordaremos, uno de los temas centrales de Pedagogía del oprimido es el del diálogo. En el diálogo se nos revela la palabra, que es el diálogo mismo. Un diálogo que debe entenderse de dos maneras: como superador de la mera conversación o de las palabrerías y como un alerta frente al activismo. Lo que pone Freire en el centro de esta cuestión, es la doble dimensión del diálogo: la acción y la reflexión, articuladas entre sí. Sin embargo, lo más relevante de la propuesta de Freire es el alcance del diálogo en cuanto modo de pronunciar la palabra: “decir la palabra verdadera es transformar el mundo (...) Existir, humanamente, es pronunciar el mundo, es transformarlo” (Freire, 1970: 99-100). Lo que permite resaltar el anudamiento entre diálogo y transformación, cuestión central del pensamiento freireano.

El diálogo indica un tipo de comunicación para construir la verdad, que nadie posee de manera absoluta; en este sentido instaura un principio de derecho a la igualdad cognitiva al rechazar toda verdad prescriptiva o dicha para otros (en virtud de un poder desigual en las relaciones de fuerza). El diálogo se opone al “anti-diálogo”, propio de la educación bancaria; por eso la educación dialógica es la que niega los comunicados y genera la comunicación (cf. Freire, 1970: 85), ya que esta comunicación permite a los hombres emerger de la dominación y la opresión y trabajar por su liberación. Hay un sentido crítico-político del diálogo: el trabajo con los otros y no para ellos (como en el asistencialismo, el paternalismo o el adoctrinamiento), lo que luego deviene trabajo sobre o contra los oprimidos. El diálogo es praxis, es acción más reflexión, y posee un alcance político indiscutible, afirmando así la politicidad de la educación en dos sentidos: uno relacionado con la democratización de los espacios sociales y los trabajos culturales y el otro vinculado con la intervención transformadora (sobre la base de aquel requisito) en el mundo social y cultural.

El diálogo –dice Freire– es este encuentro de los hombres, mediatizados por el mundo, para pronunciarlo no agotándose, por lo tanto, en la mera relación yo-tu” (Freire, 1970: 101). El diálogo en principio es “encuentro”; lo que no implica que sea ni armonioso ni orientado a un acuerdo de los dialogantes. El diálogo puede ser conflictivo ya que es el resultado del encuentro de personas que ni siquiera se agota en la relación “yo-tu”, por lo cual tampoco es sólo una construcción verbal o una conversación. Por el contrario, el diálogo es un largo proceso de construcción que se va concretando en la praxis que, a su vez, alimenta al diálogo a través de la problematización. Finalmente, es un encuentro entre hombres “mediatizados” por el mundo. Esto quiere decir que el mundo es el articulador del encuentro en tanto los hombres son seres en y con en el mundo y en cuanto esa relación hombre-en/con-el-mundo alimenta o genera el encuentro y produce la praxis transformadora.

Parece que Freire nada dice acerca del sentido cultural del diálogo o sobre la dimensión dialógica de las prácticas culturales. Pero si prestamos atención a su obra, este aspecto aparece vinculado con el tema del reconocimiento del universo vocabular. Con el estudio del universo vocabular no sólo se obtendrán los vocablos con sentido existencial, y por tanto de mayor contenido emocional, sino también aquellos típicos del pueblo: sus expresiones particulares, vocablos ligados a la experiencia de los grupos, de los que el educador forma parte. (...) Las palabras generadoras deberían salir de este estudio y no de una selección hecha por nosotros en nuestro gabinete, por más técnicamente bien escogidas que estuviesen” (Freire, 1969: 109; 111). Freire afirma que la obtención del universo vocabular no es un trabajo meramente tecnicista, sino que implica un involucramiento del educador en el pueblo. La búsqueda misma, la investigación realizada por el educador, es ya dialógica y da origen a la posibilidad misma del diálogo. Para Freire (1970: 112), el “universo vocabular” es el conjunto de palabras o el lenguaje con que los sujetos interpretan el mundo; contiene los temas y problemas que son más significativos para los educandos, y que tienen relación con los temas preponderantes en una época. En este sentido, la educación popular o liberadora debe provenir del reconocimiento del universo vocabular de los grupos populares.

Por lo demás, en el reconocimiento del universo vocabular ocurren dos procesos. Un primer proceso es el reconocimiento del diálogo cultural para poder generar (o instaurar, como dice Freire) la acción dialógica o el diálogo como estrategia de trabajo cultural. El segundo, que abarca la totalidad de esta estrategia, es el reconocimiento mismo; esto es, no se trata sólo de “conocer” el universo vocabular como algo extraño, exótico o separado. El señalamiento de Freire acerca de la participación del educador en el mismo campo lingüístico que el pueblo, instala un principio que se aleja de toda ilusión idealista, en cuanto a la existencia de plataformas exteriores desde las cuales pensar o diseñar las acciones. Pero, además, de lo que se trata el “reconocimiento” es de la conciencia y sensibilidad hacia la diferencia, su consideración como subjetividad dialogante, como sujeto cultural e histórico activo (cf. Huergo, 2005: 201). El orden del reconocimiento habla de las matrices y de los formatos culturales. De manera que las diferencias (constituidas a través de historias de lucha material y simbólica y constitutivas de nuestra identidad) no se configuran en o por la acción dialógica, sino que se “encuentran» y se «reconocen” en ella (y no siempre de manera armoniosa y feliz); y al reconocerse y encontrarse se refiguran. Y se encuentran a partir de encuentros y de reconocimientos previos, multitemporales; a partir de matrices de sentido que anteceden esos encuentros y reconocimientos; matrices ya constituidas pero en permanente proceso de constitución, precisamente en esos acontecimientos de encuentro y reconocimiento (cf. Huergo y Fernández, 2000: 186-187).

Otro tema central es el de la alfabetización, que apunta a una participación consciente de las masas en lo político; en este sentido, es una praxis cultural. En su perspectiva crítica de la alfabetización, en Acción cultural para la libertad, se articulan dos elementos básicos de la formación subjetiva: la experiencia y el lenguaje. Freire parte de la consideración de que en una estructura de dominación el lenguaje y la experiencia están alienados (cf. Freire, 1975: 8). Las maneras de hablar y pensar el mundo, en estos casos, constituyen un reflejo del pensamiento y del lenguaje propios de las sociedades dominantes (cf. Freire, 1975: 9). Más adelante sostiene que, en la cultura del silencio, “las masas están “mudas”, es decir, están impedidas de participar creadoramente en las transformaciones de su sociedad” (Freire, 1975: 30). Esto quiere decir que no pueden pronunciar su palabra ni hacer su experiencia propia. Para Freire, la cultura del silencio obstaculiza el saber de las masas: las masas no saben que es posible apropiarse del lenguaje y vivir una experiencia de transformación, creación y recreación (Freire, 1975: 30). Y esto se debe a que, en una estructura de dominación, los dominados han incorporado o internalizado los valores dominantes (cf. Freire, 1975: 36) que contienen dos mitos culturales: el de su inferioridad cultural y el de su ignorancia.

En este sentido, los oprimidos, en una cultura de dominación, creen que el lenguaje es neutral y que la experiencia está determinada. El propósito de la alfabetización crítica, entonces, es político cultural en cuanto liberación de la cultura de dominación o “cultura del silencio”. Pero esto se hace posible sólo en la medida en que se devuelve la articulación entre lenguaje y experiencia, entre hablar la palabra y transformar la realidad, entre palabra y acción (cf. Freire, 1975: 29). Tal articulación, no obstante, se logra como “acto de conocimiento” que se produce y se constituye en la praxis y que es el rasgo distintivo de los procesos educativos (cf. Freire, 1975: 7). Allí Freire resalta la articulación entre experiencia transformadora y lenguaje desmitificado en la alfabetización crítica. “Sólo en la medida en que (el dominado) alcance a comprender, a sentir y a conocer su mundo particular, a través de una experiencia práctica de transformación colectiva del mismo, su pensamiento y su lenguaje ganarán un significado más allá de aquel mundo que lo dominaba” (Freire, 1975: 9). Este interjuego de la experiencia con el lenguaje se completa con la desnaturalización y la desmitificación de los significados dominantes; lo que abre la posibilidad de una experiencia transformadora, colectiva e individual.

La percepción de Freire acerca de la articulación entre “acto de conocimiento” y condiciones de dominación contribuye a poner en el centro del problema de la alfabetización la vinculación entre poder y conocimiento. El significado distinto que el instalado por el lenguaje dominante, surge de la práctica cultural de transformación (cf. Freire, 1975: 9), lo que permite vivir la experiencia de expresar la voz, como superación de la cultura del silencio, pronunciar la palabra y crear las condiciones para un nuevo modo de experiencia.

En el marco de estas perspectivas se hace posible comprender qué entiende Freire por el proceso de lectura y escritura. Enseñar/aprender a leer y escribir, en primer lugar, no es una acción técnica y mecánica, sino que tal enseñanza y aprendizaje se asume desde el supuesto de que la acción del hombre es histórica (cf. Freire, 1975: 18-19). Enseñar/aprender a leer y escribir es una estrategia político cultural precisamente porque supone que la historia es posibilidad y no mero determinismo. Lo central de la enseñanza/aprendizaje de la lectura y la escritura, para Freire, está en la articulación entre texto y contexto, además de la vinculación de la experiencia con el lenguaje. La alfabetización crítica, en cuanto concientización, debe permitir una re-lectura del mundo y no sólo del texto (Freire, 1991: 94). Y en cuanto praxis, debe avalar nuevas formas de re-escritura del mundo y también del texto. Allí está su politicidad: “Siempre vi la alfabetización de adultos –dice Freire– como un acto político y un acto de conocimiento, por eso mismo como un acto creador” (Freire, 1991: 104). Las sucesivas y articuladas formas de lectura y escritura del mundo y la palabra se anudan a la vinculación de la lectura crítica de la realidad con “ciertas prácticas claramente políticas de movilización y de organización (que pueden) constituirse en un instrumento para lo que Gramsci llamaría acción contrahegemónica” (Freire, 1991: 107).

Entre las obras dialógicas de Paulo Freire, Hacia una pedagogía de la pregunta, un diálogo con el filósofo chileno Antonio Faúndez, es quizás la más significativa en cuanto a una definitiva integración en su perspectiva del pensamiento del filósofo italiano Antonio Gramsci. Aparece aquí con mayor vigor la noción de hegemonía y el concluyente desarrollo de una mirada política acerca de la cultura, que le permite hacer evidente la politicidad de la cultura. A partir de su experiencia existencial, Freire llega a tres premisas básicas acerca de la cultura. En primer lugar, las culturas y sus expresiones no son ni mejores ni peores, sino diferentes entre sí (cf. Freire y Faúndez, 1986: 29). En segundo lugar, a partir de su experiencia en Guinea-Bissau y sus diálogos con Amílcar Cabral, percibe las contradicciones en el interior de las culturas (cf. Freire y Faúndez, 1986: 140-141). En tercer lugar, enunciará una suprema contradicción lógica, pero una insoslayable certeza cultural: lo esencial de la identidad, contrariamente a la percepción regular (que considera esencial a lo común o a lo similar), es lo diferente (cf. Freire y Faúndez, 1986: 36).

La percepción política de las culturas, las identidades y las diferencias, lo llevan a una nueva valorización del cuerpo y de la sensibilidad, negados en las concepciones positivistas y liberales dominantes (cf. Freire y Faúndez, 1986: 32) y a una crítica del respeto al otro y del límite a la propia libertad impuesto por la libertad del otro (cf. Freire y Faúndez, 1986: 33). Desde el punto de vista político, la lucha político-cultural considera al otro no como límite, sino como plenificación y compromiso, incluso desde el cuerpo y la sensibilidad. Una cultura del silencio no sólo comprende la prescripción de silencio para el otro, sino también la imposición del propio silencio frente al “límite” de los diferentes. Dice: “El diálogo se da cuando reconocemos y aceptamos que el otro es diferente” (Freire y Faúndez, 1986: 42).

Desde estas posiciones, Freire propone la discusión sobre dos problemas en una política cultural: el de la sensibilidad popular y el de las resistencias culturales. En ambos está presente la dimensión transformadora del trabajo cultural que tiene en cuenta cómo los espacios sociales, los productos culturales y sus sentidos y las diferencias cargan marcas relacionadas con el poder. Desde el punto de vista teórico, Freire asume a Gramsci para abordar el problema de la sensibilidad popular; desde la perspectiva política, evoca a Amílcar Cabral y el Che Guevara. Lo que tenemos que hacer es unir el sentir y la comprensión para alcanzar lo verdadero. (...) Guevara y Cabral jamás renunciaron a esta comunión. (...) La lectura crítica de la realidad tiene que juntar la sensibilidad a lo real y, para adquirir esta sensibilidad o desarrollarla, precisa de la comunión con las masas” (Freire y Faúndez, 1986: 45-46).

El problema de las resistencias culturales, es leído desde una perspectiva política. En el mundo cotidiano se establece una lucha entre la ideología dominante y las resistencias culturales que le ofrecen los sectores dominados. La comprensión crítica de cómo se dan las cosas en el mundo de lo cotidiano, puede ser muy útil al analista político en su entendimiento de cómo la ideología dominante no llega a someter toda la expresión cultural, no llega a someter la creatividad popular (...). A veces, podemos ser llevados en una comprensión acrítica, a pensar que todo lo que se halla en la cotidianidad popular es pura reproducción de la ideología dominante, pero habrá también, contradiciéndola, marcas de la resistencia, en el lenguaje, en la música, en el gusto de las comidas, en la religiosidad popular, en la comprensión del mundo” (Freire y Faúndez, 1986: 42). La lucha político-cultural contra la ideología dominante no parte de ideas, sino de los elementos concretos de resistencia cultural popular (de las mañas de los oprimidos, cf. Freire y Faúndez, 1986: 64), un germen de lucha ya existente desde los sectores populares (cf. Freire y Faúndez, 1986: 43). Precisamente la recaída en posiciones voluntaristas, intelectualistas o autoritarias tienen que ver con no querer conocer esas formas de resistencia en las masas populares y afirmar en ellas sólo reproducción de la ideología dominante. “La comprensión crítica de las expresiones culturales de resistencia de las clases sociales oprimidas, es fundamental para la estructuración de planes de acción político-culturales” (Freire y Faúndez, 1986: 64).

La comunicación/educación popular

La historia de la educación popular es compleja no sólo por los significados que en distintos momentos se le otorgó a esa idea, sino también por las prácticas diversas que se adscribieron y se identifican con ese nombre. La idea “educación popular” estaba en Sarmiento, Andrés Bello o José Pedro Varela, proveniente en gran medida de las concepciones igualitarias del norteamericano Horace Mann que ayudaron a la organización de la educación primaria en toda América (cf. Mantovani, 1958). En efecto, uno de los rasgos de esta idea es que los niños de todas las clases deben asistir a la escuela pública, que tiene que ofrecer las mejores condiciones y maestros bien preparados, aportando a la formación social y moral. Pero también las raíces de la educación popular están en los reclamos de las clases pobres en España por acceder a la educación de que gozaban los hijos de sus patrones. De hecho, las mujeres pobres, en las comunas integradas españolas, eran quienes criaban y cuidaban a los hijos de los sectores pudientes, y necesitaban esos nuevos saberes (que los niños iban dominando) para poder comunicarse con ellos según os nuevos códigos y realizar mejor su tarea. Ideas de educación popular que posteriormente fueron muy fuertes en José Vasconcelos, José Martí, José Carlos Mariátegui, etc. En todos los casos, los mayores obstáculos para su desarrollo fueron la pobreza y el privilegio de la pobreza, las desigualdades sociales y las tradiciones coloniales, la subestimación de las poblaciones indígenas, los problemas alimentarios de los sectores populares, las dificultades en la salud de los trabajadores, el trabajo precoz de los niños (cf. Mantovani, 1958: 47-48).

Sobre la base de un interesante inventario de experiencias, hecho y discursos de “alternativas pedagógicas registrado por APPEAL, desde 1876 hasta 1986, y de algunos elementos para una educación de adultos en Argentina (cf. Puiggrós y otros, 1988: 337-371), es posible sintetizar algunos momentos o características de la “educación popular” a través de la historia:

  • Proyectos ligados a los Estados nacionales: instrucción pública, masividad de la escolarización, moralización y formación cívica, social y moral.
  • Proyectos vinculados con antagonismos de clase: en el marco de las luchas de la clase obrera y campesina. Experiencias del anarquismo, el socialismo y el comunismo. Se desenvuelven entre la resistencia al aparato educativo oficial, el desarrollo de sociedades populares de educación (bibliotecas, cooperativas, etc.), hasta la difusión cultural y la formación de cuadros.
  • Proyectos ligados a las décadas nacionalistas populares (peronismo, varguismo, cardenismo): se realizan programas de alfabetización masiva, apuesta al “pueblo” como actor político orgánico, educación profesional y de oficios (incluso Universidad Obrera).
  • Proyectos ligados a centros innovadores: extensión universitaria, experiencias de educación activa y pedagogía nueva, difusión de innovaciones tecnológicas.
  • Proyecto continental centrado en la contradicción opresores/oprimidos (contexto de la lucha latinoamericana por la liberación): educación barrial, movimientos revolucionarios, educación-comunicación popular: campesina y aborigen, experiencias eclesiales de base, sindicatos, radios comunitarias, populares y educativas.

A diferencia de la educación de adultos, la educación popular ha tenido una orientación colectiva y política y es distintiva de América Latina; procura proporcionar a las clases populares elementos para su supervivencia en el orden social vigente o para desafiarlo; tiene como propósito, en los casos de la alfabetización, concientizar o elevar el nivel de conciencia política del pueblo (cf. Torres, 1993).

Pero cabe agregar aquí otra esfera que está relacionada con el crecimiento de la “comunicación popular”, en principio caracterizada como una “comunicación educativa”. En este sentido es significativo volver a observar la relativa complejidad histórica de los procesos y experiencias de comunicación en América Latina. Hay todo un movimiento político-cultural vinculado a las radios que marcó una historia de la comunicación comunitaria, popular, alernativa, etc. que necesitamos rescatar para comprender nuestra situación presente. Sin ánimo de hacer esta historia, sólo habría que señalar que, en 1947, Radio Sutatenza (en Colombia) se vinculó con procesos educativos no formales, instalando la referencialidad comunitaria. Fue fundada por José Joaquín Salcedo, un cura que leía a Hegel, Marx y Engels. Cuentan que el cura le metió un radio transistor en la camisa a cada uno de los campesinos y comenzó a transmitir desde una rudimentaria emisora programas de mejoramiento de prácticas culturales del campo, higiene familiar y desarrollo integral humano. Vale la pena recordar que Radio Sutatenza fue fuertemente criticada por otro cura, Camilo Torres, luego miembro de la guerrilla colombiana del ELN.

Sin embargo, muchas de estas radios entablaron relaciones con movimientos insurgentes. A fines de los cuarenta, en Bolivia, aparecen las radios mineras, que se hacen fuertes desde la revolución de 1952. Estas radios, que en los sesenta eran veintiséis, se caracterizaron por ser sindicales pero, principalmente, por constituir núcleos de reunión comunitaria y el eje de la convocatoria a las asambleas populares y a la lucha social. En Argentina, por ejemplo, el fenómeno de las llamadas “radios populares” tiene auge en los setenta. Por lo general, estas experiencias poseen, como rasgos comunes, la promoción de la comunicación participativa, dialógica y alternativa, en el sentido de que avalan y permiten la expresión de “otras voces” más allá de las dominantes. Hay una notable inspiración freireana en todo esto.

Hacia los 70 se constituye la Asociación Latinoamericana de Educación Radiofónica (ALER). En 1973, todos los miembros de ALER operaban como escuelas radiofónicas y ofrecían programas de alfabetización y de educación básica. Poco después abandonan la estrategia de comunicación educativa relacionada con el formato escolar. ALER ha alentado con la experiencia de la Radio educativa la posibilidad de dialogar con el oyente y de representar a los sectores populares (marginados urbanos y rurales), con lo cual ofrece una respuesta en el sentido de provocar situaciones de comunicación educativa. Por esos años se constituyen otras organizaciones y espacios de comunicación popular educativa o de comunicación/educación popular ligados a la iglesia de la liberación. En este línea, ha sido muy reconocida la trayectoria, desde 1970, del Instituto de Cultura Popular (INCUPO) por su labor en comunicación y educación popular de aborígenes y campesinos del nordeste argentino.

En la década del 80, el crecimiento de la pobreza y la desigualdad, de la subocupación y la desocupación, el trastrocamiento de las identidades nacionales y la emergencia de identidades múltiples y disímiles, han cambiado las características de los sujetos (cf. Puiggrós, 1993: 30). Esto provoca el problema de la constitución del sujeto pedagógico en la maraña de una cultura altamente compleja. Poco a poco comienzan a surgir problemáticas, que habían sido eclipsadas por los discursos doctrinarios basados en la lucha de clases, como las de la mujer, los indígenas, los niños, los migrantes, las identidades sexuales, los jóvenes. Nuevos y múltiples antagonismos constituyen nuevos sujetos políticos alrededor de la problemática de los derechos humanos, que son asumidos como sujetos de la comunicación/educación popular.

Hacia finales de esa década la dispersión marcaba a fuego este campo. Rosa María Torres señalaba entonces que lo común en las múltiples experiencias era el cuestionamiento de modos tradicionales y dominantes, el objetivo de transformación social, el poner las herramientas al servicio del proyecto popular, y la comprensión de lo “popular” como liberador y transformador. Que existían algunas premisas comunes como la participación, la crítica y el diálogo, la democratización del saber y la información, el énfasis en lo colectivo y en el proceso sobre el producto, la recuperación crítica de la cultura popular, el fortalecimiento de las identidades, la constitución del sujeto-pueblo, gestor y protagonista de su propia educación y comunicación. Sin embargo, señala Torres algunos “vacíos” persistentes: imprecisión conceptual y desacuerdo en los términos, indefinición del rol del agente externo, ausencia de estrategia política articulada, falta de teoría e investigación, falta de socialización y debate al interior de cada campo, activismo en detrimento de la reflexión, voluntarismo y espontaneísmo en detrimento de la acción planificada y la sistematización, poca atención a la capacitación y formación, reducción de lo educativo y comunicacional a un asunto técnico (avidez por recetas y manuales, reducción a dinámicas grupales), la teoría de la comunicación y de la educación no han alimentado suficientemente la práctica ni han orientado las acciones y relaciones (cf. Torres, 1989).

En la coyuntura del neoliberalismo y la globalización, tanto ALER como AMARC (Asociación Mundial de Radios Comunitarias, en especial de América Latina y el Caribe) optaron por los sectores más necesitados y excluidos. En el transcurso de los 90, con la creciente concentración de medios llamados “masivos”, lo medios comunitarios y populares se vieron en condiciones desfavorables y demandando una nueva legislación radiofónica y audiovisual. En ambos casos, existe un interés por presentar la realidad de manera problemática y como integralidad, por fomentar el debate y por generar propuestas alternativas y transformadoras, por una producción con mayor riqueza expresiva y creatividad, y han reconocido la manifestación y las demandas de diversas identidades que responden a antagonismos múltiples. En los ámbitos universitarios, mientras que en la formación de Comunicadores se ha puesto sobre la mesa la temática de la comunicación/educación popular analizada desde una perspectiva político-cultural, en las carreras de Educación aún no se trabaja suficientemente esta temática (a excepción de casos como la Universidad del Valle de Cali y algunas pocas más).

En el siglo XXI el campo de comunicación/educación popular estalla con nuevos sentidos y experiencias. Hay una notable proliferación de microexperiencias (ligadas a organizaciones y movimientos sociales, pero también a pequeños espacios como los juveniles, los que expresan nuevas estéticas, etc.) muchas de las cuales no tienen como propósito específico educar. Los nombres que denominan las prácticas de comunicación/educación popular se dispersan; el aditamento no es sólo “popular” sino también comunitaria, ciudadana, alternativa, para el desarrollo, etc. Emergen nuevas tensiones entre las organizaciones sociales, las prácticas de educación y comunicación popular y las subjetividades de los comunicadores/educadores (cf. Huergo y Villamayor, 2005); y también entre posiciones ligadas al romanticismo (folklorismo: sólo se percibe y afirma lo popular en la cultura) y/o el iluminismo (actores e ideas esclarecidas políticamente: sólo se percibe y afirma lo popular en la política). En algunas redes vinculadas a la tradición cristiana, sobre todo, persiste una suerte de horizonte político idealizado, poco concreto. En algunas se asumen conceptos como “multiculturalidad” o “interculturalidad”, pero desde marcos de pensamiento foráneos (cf. Huergo y Morawicki, 2007). En muchas de las experiencias se observa automarginación y fragmentación, pero, a la vez, nuevas formas de la militancia popular. No se alcanza a comprender ni se avanza en acciones que vayan en el sentido de articulaciones con procesos verticales de construcción de poder, lo que tiene como peligro la mera horizontalización del poder. Aparecen nuevos sentidos de lo “popular” y las luchas populares ligadas a los múltiples antagonismos, un nuevo sentido de “lo político” rebasando a “la política”. Se incrementan los actores que “hacen” comunicación/educación popular: movimientos de trabajadores desocupados; organizaciones del “tercer sector”; radios comunitarias, ciudadanas, populares; comunidades cristianas de base; grupos de murga y teatro comunitario; organizaciones sociales ligadas a la política; comedores, bibliotecas y otros centros comunitarios; periódicos barriales, juveniles, fanzines, etc. Incluso movimientos ligados a Internet y que se expresan a través de ella, como movimientos campesinos y aborígenes, de mujeres, juveniles (como el caso de los “pingüinos” en Chile, etc.). Las prácticas y experiencias de comunicación/educación popular en Latinoamérica tienen que comprenderse en el contexto de la complejidad de movimientos sociales, formaciones culturales y modos de vivir lo político, que las han enmarcado y a los cuales se refieren. En esas múltiples prácticas y experiencias existe una residualidad en tanto otras experiencias y prácticas producidas en el pasado, contribuyen a la comprensión de las actuales, porque en las actuales se inscriben algunas de las representaciones, intereses, anhelos, sueños, que vivificaron a las del pasado.

La relevancia actual de los antagonismos sociales múltiples nos permite sostener que, hoy, la comunicación/educación popular es el campo comunicacional y educativo del trabajo político que busca el protagonismo popular, habida cuenta de determinados antagonismos sociales (de clase, de género, generacionales, sexuales, étnicos, raciales, etc.). En los tiempos de crisis de instituciones y de imaginarios acordes con los grandes contratos sociales, el trabajo político de la comunicación/educación popular no es el que queda anudado a “la política” formal ni a los partidos políticos. Tampoco es un trabajo que postule necesariamente proyectos globales, abarcativos, integrales; asistimos al desencanto frente a proyectos nacionales que en décadas anteriores poblaron el futuro y el imaginario colectivo con la expectativa de integración social; asistimos, también, a la fuerte deslegitimación y el descreimiento frente a lo que tenga olor a “política”. Aunque en los últimos años, en nuestros países, existe un proceso de nuevas confianzas hacia los proyectos políticos regionales. Hay algo de lo político en el arte, en espacios emergentes juveniles, en estrategias de fuga de sujetos en sus modos de vivir el antagonismo, en espacios socioculturales urbanos, en agrupamientos con lazos sociales más bien débiles.

Muchos proyectos, los procesos y las prácticas de comunicación/educación popular, acaso, una deuda respecto a estos contextos sociales que experimentamos. Esa deuda es retomar la interrogación acerca de las modalidades en que la comunicación/educación popular se reconstituye como estrategia dialógica que potencie la palabra y la praxis popular, pero articulada con los movimientos sociopolíticos que, de muy diversas formas, cuestionan los discursos hegemónicos, buscan la transformación social y optan decididamente por los pobres.

Francisco Gutiérrez y la pedagogía de la comunicación

En nuestro tiempo, y desde hace unas décadas, vivimos transformaciones culturales con características nunca vistas en las historia. Francisco Gutiérrez[20] las considera como un proceso insoslayable, pero no sólo en su aspecto objetivo, sino en los impactos subjetivos que ellas producen. De modo similar a quienes sostienen un efecto enajenante de los medios, Gutiérrez caracteriza a la sociedad de los medios como un entorno cultural de saturación indiscriminada y no digerida de informaciones, un contexto crecientemente a-histórico, donde “La percepción del mundo que nos llega gracias a los medios de comunicación masiva no corresponde a lo que es el mundo” (Gutiérrez, 1975: 27).

La consecuencia, para el autor, es una “polución cultural” y una creciente incomunicación entre el hombre y los otros en un mundo de comunicación electrónica, universal e instantánea (cf. Gutiérrez, 1975: 28). Cabe observar, dicho sea de paso, que cuando Gutiérrez habla de “incomunicación” no percibe la posibilidad de explorar nuevos modos de comunicación en la cultura, más allá de la posibilidad del circuito emisor-receptor. Además, anuda la comunicación con una relación intersubjetiva cara-a-cara, en desmedro de prácticas y procesos comunicacionales que se producen en la cultura. De todos modos, está reconociendo la transformación del mundo de la vida por la presencia de los medios de comunicación. Pero aparece en él una sugestiva concepción informacional o transmisiva que subyace en sus afirmaciones: la existencia de “comunicación” se juega en la capacidad de transmitir mensajes que, además, puedan ser potencialmente “educativos”. Esa concepción es deudora y fruto, acaso, de cierto “pánico moral” hacia los medios de comunicación de masas (cf. Huergo, 2005: 221-222).

Para Gutiérrez la cultura de masas es un hecho social. En cuanto tal, la cultura de masas es transclasista y transcultural: “Todas las capas sociales reciben los mismos productos culturales (que) están a la disposición de todos sin distinción de clases sociales ni de niveles culturales” (Gutiérrez, 1973: 30-31). El nuevo entorno cultural está organizado por la tecnificación de las imágenes, donde el lenguaje de las imágenes es un lenguaje universal y eterno (cf. Gutiérrez, 1973: 27). Esto quiere decir que, al fin, se cumpliría el sueño de una comunicación transparente, sin barreras idiomáticas, étnicas, clasistas, nacionales, en fin: particulares; lo cual es, en definitiva, lo que posibilita la globalización en su sentido totalizador y pluralista, como articulación armoniosa de la universalidad de las expresiones particulares.

Pero lo más importante es que Gutiérrez patea el tablero. El autor percibe que las transformaciones culturales poseen dos dimensiones: la dimensión objetiva y la dimensión subjetiva. “La civilización moderna con sus medios técnicos de transporte (trenes, automóvil, avión), sus medios de comunicación (prensa, radio, cine, TV), en fin, con sus medios mecánicos y hasta electrónicos de interrelación está ofreciendo al hombre nuevas formas de percibir, de intuir, sentir y pensar. (...) El cambio de percepción implica el cambio de mentalidad” (Gutiérrez, 1973: 41). Aunque los medios también contribuyen a sostener los intereses de la estructura de dominación (cf. Gutiérrez, 1973: 63). Esto quiere decir que Gutiérrez está observando la capacidad de los nuevos equipamientos culturales en cuanto a la producción de disposiciones subjetivas y perceptivas (cf. Gutiérrez, 1975: 141) y, a la vez, también la articulación de esa relación con el reforzamiento de la dominación.

Uno de los rasgos decisivos de las transformaciones culturales en su dimensión subjetiva, es la captación prefigurativa del futuro, aún desconocido, por parte de los jóvenes (cf. Gutiérrez, 1975: 17-18)[21]. Sostener la idea de ruptura generacional como rasgo distintivo de las transformaciones culturales, lleva inmediatamente a poner en cuestión cualquier referente fijo y absoluto en las prácticas y procesos educativos, como lo fueron los padres y los docentes. Por lo tanto, lleva a asumir el carácter relacional y relativo del sujeto educador, a la vez que su contingencia: los referentes educativos son concebidos como variables, cambiantes y relativos a cada relación educativa. En el ambiente de la cultura prefigurativa, el sujeto educador concebido de manera fija e invariable, lógicamente experimenta la extrañeza, la inadecuación y el repudio al nuevo entorno cultural producido, sin embargo, por las mismas “generaciones adultas” (cf. Gutiérrez, 1975: 24-25). Nuevamente es Margaret Mead la que alienta las reflexiones de Gutiérrez sobre la variabilidad del referente educativo y la imposibilidad de ligarlo de manera necesaria con una generación: “Si queremos mejorar la presencia del hombre en este ‘mundo nuevo’, no son los jóvenes los que tienen que cambiar sino más bien nosotros los adultos” (Gutiérrez, 1975: 25).

Gutiérrez, sin embargo, presenta sus dudas sobre los alcances de la lectura en este nuevo entorno cultural. Teniendo en cuenta que hay una doble cara de la realidad, existe una cara que nos es permitido leer y otra cara, que nos permanece oculta, que no sabemos cómo leerla (cf. Gutiérrez, 1975: 37). Lo que, en definitiva, observa Gutiérrez es uno de los rasgos constitutivos de la nueva situación; ese rasgo es el doble discurso, donde los significados están forzados por una representación hegemónica hacia los países periféricos en la que mecanismos de poder y exterminio (como el napalm) son camuflados o enmascarados por las nuevas razones “universales” de productividad, planificación y cohesión nacional (cf. Gutiérrez, 1975: 39). En este entorno, por otro lado, Gutiérrez resalta el carácter estratégico de las comunicaciones: la televisión produce constantemente interpelaciones que avalan el enmascaramiento de una cara de la realidad, por lo que se constituye en el arma de producción simbólica más importante, que emite sin cesar mensajes legitimadores de las posiciones dominantes (cf. Gutiérrez, 1975: 39).

Más allá de esa discusión, nos interesa resaltar que Francisco Gutiérrez sostiene dos cuestiones claves, que poseen una significación relevante para comprender la complejidad cultural de nuestro trabajo:

1. La cultura no se enseña (cf. Gutiérrez, 1975: 15). Adelantándonos, podríamos afirmar que la cultura deviene educativa en la medida en que, a través de sucesivas y diferentes interpelaciones, provoca o se articula con reconocimientos, o no reconocimientos, y con identificaciones subjetivas; y que esto, según este autor, no se “enseña” en un sentido clásico del término, sino que simplemente se incorpora.

2. La cultura no es algo acabado, cosificado o muerto (Gutiérrez, 1975: 16). Las concepciones de cultura que tienden a clausurar su sentido y a sustancializar la cultura, quedando, de paso, atrapadas en un pasado estático (puro o esencial), han generado una idea de educación como juego de producto/consumo (donde el proceso de producción queda soslayado) y una ilusión de cuantificación y medición de la cultura asimilada por cada persona.

Estas dos cuestiones claves, revelan la necesidad de provocar y recrear lo educativo en los diferentes ámbitos de la cultura y la vida social que, en principio, no tienen necesariamente por objetivo educar. De hecho, la educación está siendo desafiada por los medios de comunicación, sus contenidos y sus formas (cf. Gutiérrez, 1973: 19), así como por una cultura de masas donde la imagen se presenta como encarnación del objeto, debido a su poder de representación (cf. Gutiérrez, 1973: 24). En este contexto, la escuela sufre una profunda crisis como agencia educativa: se debate entre la conservación de de prácticas informativas y transmisoras de conocimientos, y unas nuevas prácticas que alienten y acepten el desafío frente a un mundo donde crece la afectividad y la sensibilidad (Gutiérrez, 1973: 25).

El reconocimiento de que las transformaciones culturales no sólo producen (en cuanto equipamientos culturales) novedosas disposiciones en los sujetos, sino también interpelan a los sujetos desde la sensibilidad, posibilitando nuevas formas de reconocimiento e identificación, tiene, al menos, tres consecuencias críticas en la relación entre la educación y el mundo de la vida cultural:

1. La crucial disyuntiva para el educador, entre una actitud de repliegue y conservación y otra de apertura y desafío; esto, habida cuenta del reconocimiento del carácter relacional de la práctica educativa donde, como sostenía Antonio Gramsci, “el intelectual sabe pero no siente, las masas sienten pero no saben” o, en términos freireanos, el educador también es educado y el educando es educador.

2. El desarreglo producido en el control y disciplinamiento como dispositivos organizadores de la vida escolar, debido al poder indisciplinado de la imagen, por un lado, y a la imposibilidad de ejercicio de control por parte de la didáctica tradicional: las percepciones y la afectividad de la cultura de la imagen escapan al control de los métodos de enseñanza y aprendizaje (cf. Gutiérrez, 1973: 26).

3. El desajuste e inadecuación de la escuela como agencia educativa central, portadora del discurso educativo hegemónico; porque la escuela sigue creando en el educando disposiciones mentales que entran en contradicción con las situaciones mentales creadas por su contacto con la vida (cf. Gutiérrez, 1973: 43). Desajuste e inadecuación que provocan el resurgimiento de una pedagogía que articula la educación con la vida.

Desde estas consideraciones Gutiérrez construye su pedagogía de la comunicación. El sentido de la misma está, según dice, en el adagio de Karl Marx: “Si el hombre es formado por las circunstancias, las circunstancias deben volverse humanas” (Gutiérrez, 1973: 31); lo que implica el reconocimiento del nuevo entorno cultural como formador de sujetos y, a la vez, la capacidad transformadora de la intervención educativa sobre ese entorno. La pedagogía de la comunicación, entonces, se resuelve en tres cuestiones nodales:

1. Un reconocimiento: el de la existencia de una “escuela paralela” de la sociedad de consumo; una escuela mucho más vertical, alienadora y masificante que la escuela tradicional (cf. Gutiérrez, 1973: 48).

2. Un proyecto: el que articula al diálogo con la participación, haciendo de la escuela un centro de comunicación dialógica y convirtiendo a los medios de comunicación en una escuela participada (cf. Gutiérrez, 1973: 49). El diálogo y la participación, en este autor, tienen relación con una idea de “receptor activo” atribuida a los jóvenes, que quieren ser forjadores de su propia historia y no meros espectadores o consumidores (cf. Gutiérrez, 1973: 74), y con la formación de ciudadanos críticos para la nueva sociedad (cf. Gutiérrez, 1973: 81).

3. Una política: la que se construye contra la monopolización de la escuela en la formación de sujetos, aún cuando ésta se presente bajo las formas de una “comunidad educativa” -lo cual es un elemento de autoengaño, ya que tiene por objeto último escolarizar la comunidad (cf. Gutiérrez, 1975: 115). La gestión educativa no debe pertenecer a la escuela sino a la comunidad, porque en el nuevo entorno cultural crece la relevancia de otros centros de acción educativa, de otros agentes sociales educativos: fábricas, gabinetes de trabajo, talleres, bibliotecas, iglesias, centros profesionales, centros juveniles, etc. (cf. Gutiérrez, 1975: 116); debe devolverse a la comunidad su referencia y su carácter educativos.

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[1] Nos encontramos frente al comienzo del movimiento romántico, que se caracteriza por su entrega a la imaginación y la subjetividad, su libertad de pensamiento y expresión y su idealización de la naturaleza.

[2] Criado en casa del sacerdote Alejandro Carreño toma de él su apellido y es conocido como Simón Carreño Rodríguez. Documentos de la época y otros testimonios hacen pensar que el sacerdote Carreño era en efecto padre de Simón Rodríguez y de su hermano José Cayetano Carreño, cuatro años menor que él y quien se desarrollara como notable músico. Su madre Rosalía Rodríguez era hija de un propietario de haciendas y ganado, descendiente de canarios.

[3] Influenciado por el Emilio de Rousseau, Simón Rodríguez desarrolla una revolucionaria concepción de lo que debe ser el modelo educativo de las nacientes naciones americanas. El mismo Bolívar en carta al General Santander en 1824 decía que su maestro “enseñaba divirtiendo”. Este espíritu que intentaba romper con las rígidas costumbres educativas del colonialismo español se reflejaría en toda la obra y el pensamiento de Simón Rodríguez.

[4] En Kingston, Jamaica, el cambia su nombre a Samuel Robinsón, y después de permanecer algunos años en los Estados Unidos es que viaja a Francia (1801).

[5] En 1884 obtuvo el doctorado por una tesis sobre Kant. Se casó con una antigua alumna llamada Alice Chipman, la cual contribuyó más que nadie a interesar a Dewey en los temas educativos y, colaboró estrechamente con él. En ese año se trasladó a la Universidad de Chicago, allí fraguó su definitivo interés por la educación. En el año 1904 dimitió como director de escuela y renunció a su puesto como profesor. Su último destino como docente sería la Universidad de Columbia. Con 87 años se casó por segunda vez y adoptó a dos niños. Dewey murió el 1º de junio de 1952 con 92 años de edad.

[6] Dewey habla de “espíritu” en forma similar a Hegel. El espíritu subjetivo alude a la persona, que se constituye a partir de la comprensión de un cambio en su época, la época en que ha nacido (que es “espíritu de su época”).

[7] El texto original dice: “I believe that education is the fundamental method of social progress and reform”. Debido a connotaciones ligadas a las “reformas educativas” o al “reformismo” en general, conviene recordar que “reform” puede significar: reformar, mejorar, reconstruir, transformar. En este sentido, y por el uso en otros contextos y por las prácticas sociopolíticas de Dewey, hemos preferido traducirlo como “transformación”.

[8] El autor de Pedagogía social (1889), La teoría de las ideas de Platón (1903) y Psicología general (1912), pretendió un socialismo no marxista y rechazó rotundamente todo lo que no se integrara en la comunidad de hombres. Dio sustantividad al aspecto social del hombre, con carácter exclusivista y radical.

[9] Wilhelm Dilthey fue un filósofo, historiador, sociólogo, psicólogo y estudioso de la hermenéutica de origen alemán. Estudió en Heidelberg y Berlín. Como profesor de filosofía combatió la dominación del conocimiento por las ciencias naturales “objetivas”; pretendía establecer una ciencia “subjetiva” de las humanidades (Geisteswissenschaften). Según Dilthey, estos estudios humanos subjetivos deberían centrarse en una “realidad histórica-social-humana”. Afirmaba que el estudio de las ciencias humanas (a las que llamó “ciencias del espíritu”) supone la interacción de la experiencia personal, el entendimiento reflexivo de la experiencia y una expresión del espíritu en los gestos, palabras y arte. Para él, todo saber debe analizarse a la luz de la historia; sin esta perspectiva el conocimiento y el entendimiento sólo pueden ser parciales.

[10] Eduard Spranger (nacido en Berlín, en 1882, y falleció en Tubinga, en 1963) fue un filósofo, pedagogo y psicólogo alemán. Fue profesor en Leipzig, Berlín y Tubinga. Su pensamiento constituye una síntesis de la filosofía clásica, del idealismo y de las aportaciones de Dilthey. Además de sendas monografías sobre Humboldt (1909) y sobre Goethe (1933), es autor, entre otros títulos, de Formas de vida (1914), Cultura y educación (1919), Comunidad nacional, Estado, educación (1932) y El educador nato (1958).

[11] Georg Simmel fue un filósofo y sociólogo alemán de la Universidad de Berlín. Se centró en estudios microsociológicos, alejándose de las grandes macroteorías de la época. Dio gran importancia a la interacción social. Simmel ha ocupado un lugar central en el debate intelectual alemán desde 1890 hasta nuestros días. Sus ideas han sido capaces de sintetizar la tradición historicista de Dilthey y el kantismo de Rickert. Resulta notable observar la influencia de su pensamiento en el pensamiento alemán del siglo XX. Figuras como Weber, Heidegger, Jaspers, Lukacs, Block, entre otros, fueron claramente influidos por su obra. Asimismo, los teóricos de la Escuela de Francfort, Hans Freyer y Max Sheller son también sus herederos intelectuales. De igual modo, resulta un antecedente del interaccionismo simbólico y los estudios culturales.

[12] La otra obra escrita en el campo de concentración, La psicología sensitiva y la educación.

[13] A la acción, que es el móvil del destino del niño, Freinet la llama “trabajo” que es, a la vez, dignificador de la vida humana y símbolo de paz y fraternidad (cf. Palacios, 1989: 99).

[14] Taborda nació el 2 de noviembre de 1885 en la estancia paterna del interior de la provincia argentina de Córdoba. Desarrolla sus estudios primarios en la Escuela Normal de Córdoba, y, posteriormente, los secundarios en el Colegio Nacional del Oeste, de Buenos Aires, egresando finalmente del Colegio Nacional de Rosario, en 1906. Cursa sus estudios universitarios en la carrera de Derecho, en la Universidad Nacional de la Plata, durante 1908-1910, y se doctora 1913, esta vez en la Universidad del Litoral. Allí es nombrado profesor de Sociología en 1920, al tiempo que se desempeña como abogado. En su primer ensayo escrito en 1918 publicó su primer ensayo Reflexiones sobre el ideal político de América donde esbozó su ideario anticapitalista. La Reforma Universitaria de 1918 lo encuentra como uno de sus principales protagonistas, junto a los jóvenes Deodoro Roca, Raúl Orgaz y Carlos Astrada, todos ellos sus amigos personales. En 1935 funda la Revista Facundo. En 1937 intenta crear el primer Instituto Pedagógico de la provincia de Buenos Aires. En 1942 es nombrado ad-honorem para dirigir el Instituto Pedagógico. El ejecutor de las ideas pedagógicas de Saúl Taborda, su discípulo Antonio Sobral, llega a asumir la presidencia del Consejo General de Educación, implementando reformas que cumplen cabalmente con el ideario de su maestro, quien así puede ver en vida parte de su obra llevada a la práctica. Saúl Taborda fallece en la ciudad de Unquillo, en su provincia natal, el 2 junio de 1944.

[15] Dicho espacio serviría en particular como sede permanente de la Federación Universitaria y de los centros estudiantiles reconocidos. Entre las finalidades programadas para la Casa del Estudiante, se incluían un museo universitario para preservar la memoria histórica de la Reforma y una peculiarísima exposición, donde se exhibirían “todas las obras de mal gusto que llenan La Plata”. Demás está decir que la Casa del Estudiante, a la que sólo concibo como hogar espiritual de puertas abiertas para todos sin distinción, responde al íntimo y grande anhelo social de que la cultura en sus múltiples manifestaciones se vuelque en el alma de nuestro pueblo.

[16] Cuando Taborda habla de la comuna no lo hace remitiéndose a una situación pretérita o a una formación arcaica. Un artículo de la Revista Facundo lo esclarece: “(...) la comuna, conviene recalcarlo, entendida no como una creación artificial sino como una síntesis, propia de cada tiempo histórico, lograda por el acuerdo íntimo, indestructible y co-responsable del hombre con la sociedad. (...) no es una obra de la idea; es un fenómeno originario y vital” (Taborda, 1936).

[17] Cabezón, educador de Salta, educó, más que con grandes recursos propios del progreso y la civilización, con el reconocimiento directo de la realidad política de su tiempo y a través de la experiencia educativa del proceso político y del compromiso asumido por el docente. La pedagogía de Cabezón es la pedagogía del genio nativo (cfr. Taborda, 1951, II: 202), “ese genio que llamamos facúndico, porque lo facúndico es lo que imprime sello peculiar a nuestra fisonomía” (Taborda, 1951, II: 209). Son testimonios de la vocación comunal y facúndica: La ley de educación de Catamarca (1871), que entregó a las comunas la tarea docente, ya que comprende que “la educación es un producto de la propia vida del pueblo y que ese producto es tanto más auténtico y fecundo cuanto más se pondera en la responsabilidad de sus hombres”. También la pedagogía de Mariano Cabezón y la ley de educación de Santa Fé, que supo armonizar las tradiciones educativas con las nuevas corrientes pedagógicas. Esto pone en evidencia que lo que propone la proyectada unificación escolar (en ese entonces) es la imposición de la pedagogía oficial (cf. Taborda, 1951, II: 211). Lo mismo puede decirse de las sucesivas “reformas educativas” a través de la historia.

[18] Paulo Regulus Neves Freire llega a la elaboración de sus primeras obras luego de pasar por una educación dialogal a la vez que religiosa en su hogar, por su formación en psicología del lenguaje y en el existencialismo y el personalismo cristiano de Tristán de Atayde, Maritain, Mounier (y por la primera lectura hegeliana de Marx gracias al sacerdote Henrique Vaz), por su graduación en Derecho y por el viraje que significó su casamiento con la educadora Elza Maia Costa Oliveira, quien lo acercó a la práctica educativa. Pero también llega a esas primeras obras con algunas marcas “políticas”: la primera es su participación en la Campaña de Educación de Adolescentes y Adultos (lanzada por Getulio Vargas, en 1947). Más adelante participa en el SESI (Servicio Social de la Industria, de Pernambuco), una entidad asistencialista en la que fue Director del Departamento de Educación y Cultura, donde realiza las experiencias que lo conducirán a la elaboración de su famoso “método”, en 1961. Pasa también por el ISEB (Instituto Superior de Estudios Brasileños), creado en la transición entre el suicidio de Vargas y la presidencia de Kubitschek (durante el breve gobierno de Café Filho) y que se proponía elaborar una ideología del desarrollo nacional, pero que sufre, en la década del 50 (en algunos de sus intelectuales), un desplazamiento hacia posiciones de izquierda nacional y cristiana en el contexto del modelo desarrollista. Luego, durante el gobierno de João Goulart (después de Janio Quadros), hay un fuerte proceso de transición ideológica en un importante grupo de instituciones e intelectuales, hacia posiciones más radicalizadas que tienden a sintetizar elementos del cristianismo y del marxismo. En esa época se consagra el “método Freire” que logra (como experiencia) alfabetizar 300 trabajadores en sólo 45 días; el método se extiende rápidamente. Freire participó en la gestión de Goulart dirigiendo el Programa Nacional de Alfabetización de Adultos, aprobado el 21/1/64. Poco tiempo después, en abril de 1964, cae el gobierno de Goulart y Freire es acusado por la Dictadura de “subversivo intencional”, “traidor de Cristo y del pueblo brasileño” y de “pedagogo bolchevique, con métodos similares a los de Stalin, Perón y Mussolini” (cf. Freire, 1974: 18); es tomado preso y, luego, se exilia en Bolivia, Chile y Suiza. Su exilio finalizará recién en 1980.

[19] Como lo expresa Henry Giroux, Pedagogía del oprimido desempeña un vigoroso papel en los debates sobre la naturaleza, el significado y la importancia de la educación como una forma de política cultural, ya que redefine una narrativa de la educación como proyecto político y, al mismo tiempo, interpela a todos los trabajadores culturales empeñados en la construcción y organización de los conocimientos, los valores, los deseos y las prácticas socioculturales.

[20] Francisco Gutiérrez Pérez nació el 18 de abril de 1928 en Burgos, España, pero se nacionalizó costarricense. Fue religioso, se licenció en Filosofía y Letras con especialidad en Pedagogía y luego se doctoró en Pedagogía. Estudió Historia y Estética de la Cinematografía, y luego Creatividad en Educación. Fue profesor de Pedagogía del Lenguaje Total y de la Comunicación en Colombia, Costa Rica y México. También ha dictado cursos en Berlín, en Guatemala, en Brasil, en Perú y en Argentina. Consultor de la UNESCO y miembro del Comité Mundial de la Asociación Mundial de Comunicadores Cristianos, ha trabajado en la formación de docentes en Haití y ha sido Director de la Asociación Internacional de Educación Comunitaria. Está vinculado al movimiento de la Teología de la Liberación en América Latina y a grupos revolucionarios de diferentes naciones latinoamericanas. Es vicepresidente del Instituto Paulo Freire con sede en Sao Paulo (Brasil) y Director del Centro Internacional de Prospectiva Paulo Freire. Hace casi 40 años publicó sus primeros libros sobre el “lenguaje total” y la “pedagogía de la comunicación”. Publicó luego trabajos sobre educación liberadora y la educación como praxis política. En los 90 editó obras sobre mediación pedagógica y sobre la comunicación en la educación popular. A fines de los 90, publicó Ecopedagogía y ciudadanía planetaria, asumiendo el desafío de la globalización y la complejidad.

[21] Hace suyas las ideas sobre las culturas prefigurativas de la famosa antropóloga Margaret Mead (1971).