Comunicación/Educación

Textos de la Cátedra de Comunicación y Educación

Nombre: jorgehue
Ubicación: Argentina

26 junio 2010

Alessandro Baricco: Los bárbaros

GOOGLE 2

Los dos chicos americanos que, en contra del sentido común, estaban descargando en su garaje toda la red se llamaban Larry Page y Sergey Brin. Por entonces tenían veintitrés años. Formaban parte de la primera generación crecida entre ordenadores: gente que ya desde la escuela primaria vivía con una única mano, porque la otra la tenían agarrada al ratón. Además, procedían ambos de familias de profesores o investigadores informáticos. Además, estudiaban en Silicon Valley*. Además, tenían dos cerebros letales (quiero decir uno por cabeza, claro). Ahora nos sorprendemos por el hecho de que después, en cinco años, llegaran a ganar algo así como 20 millones de dólares: pero es importante entender que, al principio, no era dinero lo que buscaban.
Lo que tenían en la cabeza era un objetivo tan ingenuamente desaforado como simplemente filantrópico: hacer accesible toda la sabiduría del mundo: accesible a cualquiera, de una manera fácil, rápida y gratuita. Lo bonito es que lo lograron.
Su criatura, Google, es de hecho lo más parecido a la invención de la imprenta que nos ha tocado vivir. Ellos son los únicos Gutenberg venidos después de Gutenberg. No cargo las tintas: es importante que os deis cuenta de lo que es cierto, profundamente cierto. Hoy utilizando Google, se necesitan un puñado de segundos y una decena de clics* para que un ser humano con un ordenador acceda a cualquier ámbito del saber. ¿Sabéis cuántas veces los habitantes del planeta Tierra harán esta operación hoy, precisamente hoy? Mil millones de veces. Más o menos cien mil búsquedas por segundo. ¿Sabéis lo que significa? ¿No percibís el inmenso sentido de «todos libres», no oís los gritos apocalípticos de los sacerdotes que se ven destronados y repentinamente inútiles?
Lo sé, la objeción es: lo que está en la red*, por muy grande que sea la red, no es el saber. O, por lo menos, no es todo el saber. Por mucho que esto derive, con frecuencia, de una determinada incapacidad para utilizar Google, se trata de una objeción sensata: pero no os hagáis demasiadas ilusiones. ¿Pensáis que no ocurrió lo mismo con la imprenta y con Gutenberg? ¿Tenéis idea de las toneladas de cultura oral, irracional, esotérica, que ningún libro impreso ha podido contener en su interior? ¿Sabéis todo lo que se ha perdido porque no entraba en los libros? ¿O en todo lo que ha tenido que simplificarse e incluso degradarse para poder llegar a ser escritura, y texto, y libro? Pese a todo, no hemos llorado mucho por ello, y nos hemos acostumbrado a ese principio: la imprenta, como la red, no es un inocente receptáculo que cobija el saber, sino una forma que modifica el saber a su propia imagen. Es un embudo por donde pasan los líquidos, y adiós muy buenas, yo qué sé, a una pelota de tenis, a un melocotón o a un sombrero. Nos guste o no, eso ya sucedió con Gutenberg, volverá a suceder con Pager y Brin.
Digo esto para explicar que si hablamos aquí de Google no estamos hablando únicamente de una cosita curiosa o de una experiencia como otra, tipo el vino o el fútbol. Google no tiene diez años de vida siquiera, y se encuentra ya en el corazón de nuestra civilización: si uno observa, no está visitando una aldea saqueada por los bárbaros: está en su campamento, en su capital, en el palacio imperial. ¿Me explico? Es en este lugar donde, si existe un secreto, uno puede hallarlo.
Por ello se vuelve algo importante comprender qué hizo, con exactitud, ese par, eso que nunca a nadie se le había pasado antes por la cabeza. La respuesta apropiada sería: muchas cosas. Pero existe una, en particular, que para este libro parece reveladora. Voy a intentar explicarla. Por extraño que pueda parecer, el verdadero problema, si alguien quiere inventar un buscador perfecto, no es tanto el hecho de tener que descargar una base de datos de trece mil millones de páginas web (son tantas, hoy en día). En el fondo, si amontonas miles de ordenadores en un hangar y eres de los que nacieron con Windows*, con paciencia puedes conseguirlo. El verdadero problema es otro: una vez que aislado en medio de ese océano los 3 millones y pico de páginas web donde aparece la palabra lasaña, ¿cómo te las apañas para ponerlas en un orden, el que sea, que facilite la búsqueda? Está claro que si las vuelcas ahí al azar, todo tu trabajo es baldío: sería como dejar entrar a un pobrecito en una biblioteca en la que hay 3 millones de volúmenes (sobre lasaña) y luego decirle: ya te las apañarás. Si no resuelves este problema, el saber sigue siendo inaccesible; y los motores de búsqueda, inútiles.
Cuando Brin y Page empezaron a buscar soluciones, tenían muy clara la idea de que los demás, los que ya lo estaban intentando, estaban lejos de haberla encontrado. Por regla general, trabajaban partiendo de un principio muy lógico, mejor dicho, demasiado lógico, y pensándolo bien ahora, típicamente prebárbaro y, por tanto, antiguo. En la práctica, confiaban en las repeticiones. Cuantas más veces apareciera en una página la palabra requerida, más subía a las primeras posiciones* esa página. Conceptualmente, se trataba de una solución que remite a una forma clásica de pensar: el saber se encuentra donde el estudio es más profundo y articulado. Si uno ha escrito un ensayo sobre la lasaña, es probable que el término lasaña aparezca muchas veces, y por lo tanto es ahí donde es llevado el investigador. Naturalmente, a parte de ser obsoleto, el sistema hacía aguas por todas partes. Un estúpido ensayo sobre la lasaña, de ese modo, figuraba mucho antes que una simple pero útil receta. Además, ¿cómo podía uno defenderse de la página personal del señor Mario Lasaña? Era un infierno. En AltaVista (el mejor motor de búsqueda de esa época) reaccionaron con una operación que dice mucho sobre el carácter conservador de esas primeras soluciones: pensaron en poner a trabajar a algunos editors que estudiaran los 3 millones de páginas sobre la lasaña, y que luego las pusiera en orden de relevancia. Hasta un niño se habría dado cuenta que aquello no podía funcionar. No obstante, lo intentaron y para nosotros esto constituye una piedra miliar: es el último intento desesperado sobre la relevancia de los lugares del saber. De ahí en adelante, todo iba a ser distinto. De ahí en adelante, estaban las tierras de los bárbaros.

GOOGLE 3

Para ser exactos, era 1996. Cuanto más se movían por los motores de búsqueda existentes, más se convencían Page y Brin de que podía hacerse mucho mejor. Una vez descubrieron a alguien que no se encontraba a sí mismo. Se llamaba Inktomi. ¡Si uno tecleaba Inktomi, no obtenía respuesta! Era urgente hacer algo.
Como dijimos, el problema principal era la clasificación de los resultados: cómo darle un orden jerárquico a las toneladas de páginas que aparecían si uno realizaba una búsqueda. Cuando las cosas iban bien, los motores de búsqueda existentes ponían al principio las páginas en las que la palabra buscada aparecía más veces. Eso siempre era mejor que nada. Por eso Page dedicaba su tiempo a ver cómo se las apañaba el mejor de esos motores de búsqueda, AltaVista. Y fue ahí cuando empezó a notar algo que llamó su atención. Eran palabras, o frase, subrayadas: si uno clicaba ahí acababa directamente en una página web. Se llamaban links*. Ahora nosotros los utilizamos con toda normalidad, pero en esa época (hace diez años, ya ves tú), estábamos aprendiendo a utilizarlos. Tanto es así que AltaVista no sabía muy bien qué hacer con ellos: los catalogaba, y tras eso se lavaba las manos.
Para Page y Brin, en cambio, eso significó el principio de todo. Fueron de los primeros en intuir que los links no eran únicamente una opción útil de la red: eran el sentido mismo de la red, su conquista definitiva. Sin los links, Internet* se habría quedado en un mero catálogo, nuevo en su forma, pero tradicional en su esencia. Con los links se convertía en algo que iba a cambiar la forma de pensar.
Está claro que uno puede tener intuiciones, pero el problema es creer luego en ellas. Page y Brin creyeron en ellas. Buscaban un sistema para evaluar la utilidad de las páginas web respecto a una búsqueda determinada: lo encontraron en un principio en apariencia elemental: son más relevantes las páginas a las que se dirigen un mayor número de links. Las páginas que son más citadas por otras páginas.
Prestad atención. Hay una manera muy expeditiva e inútil para comprender esta intuición: y se trata de colocarla junto al principio comercial por el que vale más lo que más se vende. En sí mismo es un principio tosco, que nos lleva hacia un círculo vicioso: lo que se vende más tendrá más visibilidad y, en consecuencia, se venderá todavía más. Pero en realidad Page y Brin no pensaban en eso. Lo que tenían en la cabeza era algo muy distinto. Habían crecido en familias de científicos y especialistas, y en su cabeza tenían el modelo de las revistas científicas. Ahí uno podía calibrar el valor de una investigación a partir del número de citas que de la misma se hacía en otras investigaciones. No era un asunto comercial, era un asunto lógico: si algunos resultados eran convincentes, eran utilizados por otros investigadores, quienes, en consecuencia, los citaban. Page y Brian estaban convencidos de que los links podía ser considerados las citas de un ensayo científico por lo que un sitio era pausible y útil en la medida en que otros lo citaban. Dicho así, tendréis que admitirlo, el asunto suena más sutil. Aventurado, pero sutil.
Su intuición se convirtió en algo verdaderamente perturbador cuando se decidieron a dar el siguiente paso. Se dieron cuenta de que si querían ser todavía más eficaces, tendría que tomar en cuenta el valor del sitio del que procedía el link. En la práctica, y volviendo al caso de las revistas científicas, si quien te cita es Einstein es una cosa, pero si quien lo hace es tu primo, es otra. ¿Cómo establecer, en el maremágnum de la red, quién era Einstein y quién tu primo? La respuesta que dieron era impecable: Einstein es el sitio hacia el que se dirige el mayor número de links. Por lo tanto, un link que procede de Yahoo!* es más significativo que un link que procede de la página personal de Mario Rossi. No es porque Rossi sea bobo o porque tenga un nombre menos bonito: sino porque hay miles de links que, desde todas partes, se dirigen hacia Yahoo!: hacia Rossi, con suerte, hay tan sólo un par (su hija, su grupo de petanca).
Google nace de ahí. De la idea de que las trayectorias sugeridas por millones de links irían trazando los caminos guía del saber. Lo que faltaba era encontrar un algoritmo de una complejidad monstruosa para encargarse de ese cálculo vertiginoso de links que se entrecruzaban: pero eso se encargó Page, que tenía un cerebro matemático. Hoy, cuando buscáis «lasaña» en Google, os encontráis con una lista infinita de la que únicamente leeréis las primeras tres páginas: en esas tres páginas están los sitios que más necesitáis, y Google los ha localizado entrecruzando muchas formas de valoración: la receta es secreta, pero todos saben que el ingrediente principal, y genial, se encuentra en esa teoría de los links.
Este libro no es sobre los motores de búsqueda, y por tanto no me interesa comprender si Page y Brin tenían o no razón. Lo que me interesa es aislar el principio en torno al que fue construido Google, porque creo que hay ahí una especie de trailer de la mutación en curso. Voy a a daros al respecto, lo más pedestremente posible, una primera enunciación imperfecta: en la web, el valor de una información se basa en el número de sitios que os dirigen hacia la misma: y, en consecuencia, en la velocidad con que, quien la busque, vaya a encontrarla.
Para explicarme mejor, a Page le gustaba poner a sus inversores un ejemplo (para convencerlos, obviamente). Intentad entrar en la web de una página cualquiera y desde allí buscad la fecha de nacimiento de Dante, utilizando únicamente los links. El primer sitio en el que la encontraréis es, para vuestro tipo de búsqueda, el mejor. Habéis entendido bien: no es el hecho de haceros ahorrar tiempo lo que lo hace mejor: es el hecho de que todos os han dirigido allí. Porque en realidad lo que habéis hecho no es otra cosa que pasearos por ahí dentro y preguntar a quien os encontrabais dónde podíais hallar la fecha de nacimiento de Dante. Y ellos os han contestado dándoos su propio juicio de calidad. No os indicaban un atajo: os indicaban el lugar que en su opinión era mejor y donde estaría esa fecha y sería correcta. La velocidad es generada por la calidad, no al revés. Lo proverbios, decía Benjamin con una hermosa expresión, son los jeroglíficos de un cuento: la página web que os encontráis a la cabeza de los resultados de Google es el jeroglífico de todo un viaje, hecho de link en link, a través de toda la red.
Y, ahora, mucha atención. Lo que me sorprende de un modelo como éste es que reformula de manera radical el concepto mismo de calidad. La idea de qué es importante y qué no. No es que destruya por completo nuestro viejo modo de ver las cosas, sino que lo sobrepasa, por decirlo de alguna manera. Voy a poneros dos ejemplos. Primero: es un principio que procede del mundo de las ciencias, donde goza de cierta consideración la querida y vieja idea de que una información es correcta e importante en la medida en que se corresponde con la verdad: pero si el único sitio capaz de decir la verdad sobre la frase de Materazzi* estuviera en sánscrito, Google sin duda alguna no lo pondría entre los treinta primeros: lo más probable es que os señalara como el mejor sitio el que dice la cosa más cercana a la verdad en una lengua comprensible para la mayor parte de seres humanos. ¿Qué clase de criterio de calidad es este que está dispuesto a trocar un poco de verdad a cambio de una cuota de comunicación?
Segundo ejemplo: por regla general, nosotros depositamos nuestra confianza en los expertos: si en su conjunto los críticos literarios del mundo deciden que Proust es grande, nosotros pensamos que Proust es grande. Pero si vosotros entráis en Google y tecleáis: «obra maestra literaria», ¿Quién, con exactitud, va a empujaros con la rapidez suficiente hasta que os topéis con la Recherche? ¿Los críticos literarios? Sólo en parte, en una mínima parte: quienes van a empujaros hasta allí serán sitios de cocina, del tiempo, información, turismo, cómics, cine, voluntariado, automóviles y por qué no, pornografía. Lo harán directa o indirectamente, como las bandas de un billar: vosotros sois la bola, y Proust es el agujero. Y ahora yo me pregunto: ¿de qué clase de sabiduría se deriva el juicio que nos proporciona la red, que nos lleva hasta Proust? Algo de ese calibre, ¿tiene nombre?
De eso se trata: lo que hay que aprender, de Google, es ese nombre. Yo no sabría encontrarlo, pero creo intuir el movimiento que le da un nombre. Una determinada revolución copernicana del saber según el cual el valor de una idea, de una información, de un dato, está relacionado no principalmente con sus características intrínsecas, sino con su historia. Es como si los cerebros hubieran comenzando a pensar de otro modo: para ellos, una idea no es un objeto circunscrito, sino una trayectoria, una secuencia de pasos, una composición de materiales distintos. Es como si el Sentido, que durante siglos estuvo unido a un ideal de permanencia, sólida y completa, se hubiera marchado a buscar un hábitat distinto, disolviéndose en una forma que es más bien movimiento, larga estructura, viaje. Preguntarse qué es algo significa preguntarse qué camino ha recorrido fuera de sí mismo.
Sé que la hermenéutica del siglo XX ya prefiguró, de una manera muy sofisticada, un paisaje de este tipo. Pero ahora que lo veo convertido en algo operativo en Google, en el gesto cotidiano de cientos de millones de personas, entiendo quizá por primera vez hasta qué punto eso, tomado en serio, comporta una auténtica mutación colectiva, no sólo un simple reajuste del sentir común. Lo que nos enseña Google es que en la actualidad existe una parte inmensa de seres humanos para la que, cada día, el saber que importa es el que es capaz de entrar en consecuencia con todos los demás saberes. No existe casi ningún otro criterio de calidad, e incluso de verdad, porque todos se los traga ese único principio: la densidad del Sentido está allí por donde pasa el saber, donde el saber está en movimiento: todo el saber, sin excluir nada. La idea de que entender y saber signifiquen penetrar a fondo en lo que estudiamos, hasta alcanzar su esencia, es una hermosa idea de qué está muriendo: la sustituye la instintiva convicción de que la esencia de las cosas no es un punto, sino una trayectoria, de que no está escondida en el fondo, sino dispersa en la superficie, de que no reside en las cosas, sino que se disuelve por fuera de ellas, donde realmente comienzan, es decir, por todas partes. Es un paisaje semejante, el gesto de conocer debe ser algo parecido a surcar rápidamente por lo inteligible humano, reconstruyendo las trayectorias dispersas a las que llamamos ideas, o hechos, o personas. En el mundo de la red, a ese gesto le han dado un nombre preciso: surfing (acuñado en 1993, no antes, tomándolo prestado de los que cabalgaban las olas de una tabla). ¿No veis la levedad de ese cerebro que está en vilo sobre la espuma de las olas? Navegar en la red, así decimos los italianos. Nunca han sido más precisos los nombres. Superficie en vez de profundidad, viajes en vez de inmersiones, juegos en vez de sufrimiento. ¿Sabéis de dónde procede vuestro querido y viejo término buscar? Pues lleva en la panza el término griego V, círculo: pensábamos en alguien que sigue dando vueltas en círculos porque ha perdido algo y quiere encontrarlo. Con la cabeza agachada, mirando una porción de suelo, con mucha paciencia y un círculo bajo sus pies que se hunde poco a poco. ¡Qué mutación, muchachos!
Quiero deciros algo. Si los libros son montañas, y si vosotros me habéis seguido hasta aquí, entonces nos encontramos ya a un paso de la cumbre. Todavía tenemos que entender cómo un principio deducido por un software* puede describir la vida que acaece fuera de la red. Es una pared vertical, pero también es la última. Después nos aguarda el arte sublime del descenso.

EXPERIENCIA

¿Tenéis algún lugar tranquilo donde podáis leer esta entrega? En cierto modo, si habéis recorrido el camino hasta aquí, os merecéis leerla en santa paz. No es nada extraordinario, pero lo cierto es que estábamos intentando ver al animal, y aquí lo tenemos. Lo que yo puedo hacer que comprendáis de los bárbaros, aquí lo tenemos.
Yo lo aprendí merodeando en las aldeas saqueadas, pidiendo que me explicaran qué táctica emplearon los bárbaros para ganar y para abatir muros tan altos y sólidos. Me gustó estudiar sus técnicas de invasión, porque en ellas veía los movimientos particulares de una andadura más amplia, a la que era estúpido negarle un sentido, una lógica, y un sueño. Al final llegué hasta Google, y parecía únicamente un ejemplo entre otros, pero no lo era, porque no era una vieja aldea saqueada, sino un campamento construido en la nada, su campamento. Me pareció ver ahí algo que no era el corazón del asunto, pero que sin duda parecía su latido: un principio de vida anómalo, inédito. Un modo distinto de respirar. Branquias.
Ahora me pregunto si ése es un fenómeno circunscrito, relacionado con un instrumento tecnológicamente novísimo, la red, y esencialmente relegado a ese ámbito. Y sé que la respuesta es no: con las branquias de Google a estas alturas respira ya un montón de gente, con los ordenadores apagados, en cualquier momento de sus días. Escandalosos e incomprensibles: animales que corren. Bárbaros. ¿Me permitís que intente dibujarlos? He venido aquí para eso.
Probablemente, lo que en Google es un movimiento que persigue el saber, en el mundo real se convierte en el movimiento que busca la experiencia.
Los humanos viven, y para ellos el oxígeno que garantiza su no muerte viene dado por el acontecer de experiencias. Hace mucho tiempo, Benjamin, de nuevo él, nos enseñó que adquirir experiencias es una posibilidad que puede incluso llegar a no darse. No se nos da de forma automática, con el equipaje de la vida biológica. La experiencia es un paso fuerte de la vida cotidiana: un lugar donde la percepción de lo real cuaja en piedra miliar, en recuerdo y en relato. Es el momento en el que el ser humano toma posesión de su reino. Por un momento es dueño, y no siervo. Adquirir experiencia de algo que significa salvarse. No está dicho que siempre vaya a ser posible.
Puede que me equivoque, pero creo que la mutación en curso que tanto nos desconcierta puede sintetizarse completamente en esto: ha cambiado la manera de adquirir experiencia. Había unos modelos, y unas técnicas, que desde hacía siglos acarreaban el resultado de adquirir experiencias: pero de alguna manera, y en un momento dado, han dejado de funcionar. Para ser más exactos: en ellos no había nada estropeado, pero ya no producían resultados apreciables. Uno tenía los pulmones sanos, pero respiraba mal. La posibilidad de adquirir experiencias se disipó. ¿Qué tenía que hacer el animal? ¿Curarse los pulmones? Es lo que hizo largo tiempo. Luego, en un momento dado se puso unas branquias. Modelos nuevos, técnicas inéditas: y volvió a adquirir experiencias. Para entonces, no obstante, ya era un pez.
El modelo formal de movimiento de ese pez lo hemos descubierto en Google: trayectorias de links, que corren por la superficie. Traduzco: la experiencia, para los bárbaros, es algo que tiene la forma de sirga, de secuencia, de trayectoria: supone un movimiento que encadena puntos diferentes en el espacio de lo real: es la intensidad de esa chispa.
No era así, y no fue así durante siglos. La experiencia, en su sentido más elevado y salvífico, estaba relacionada con la capacidad de acercarse a las cosas, una a una, y de madurar una intimidad con ellas capaz de abrir las habitaciones más escondidas. A menudo era un trabajo de paciencia, y hasta de erudición, de estudio. Pero también podía ocurrir en la magia de un instante, en la intuición relámpago que llegaba hasta lo más hondo y traía a casa el icono de un sentido, una vivencia efectivamente acaecida, de una intensidad del vivir. En todo caso, se trataba de un asunto casi íntimo entre el hombre y un fragmento de lo real: era un duelo circunscrito, y un viaje a fondo.
Parece que para los mutantes, por el contrario, la chispa de la experiencia salta en el movimiento veloz que traza entre cosas distintas la línea de un dibujo. Es como si nada pudiera experimentarse ya salvo en el seno de secuencias más largas, compuestas por diferentes «algo». Para que el dibujo sea visible, perceptible, real, la mano que traza la línea tiene que ser un gesto único, no la vaga sucesión de gestos distintos: un único gesto completo. Por eso tiene que ser veloz; de este modo adquirir una experiencia de las cosas se convierte en pasar por ellas justo el tiempo necesario para obtener de ellas un impulso que sea suficiente para acabar en otro lado. Si en cada una de las cosas se detuviera el mutante con la paciencia y las expectativas del viejo hombre con pulmones, la trayectoria se fragmentaría, el dibujo quedaría hecho pedazos. Así que el mutante ha aprendido el tiempo, mínimo y máximo, que debe demorarse sobre las cosas. Y esto lo mantiene inevitablemente lejos del fondo, que a estas alturas para él es una injustificada pérdida de tiempo, un inútil impasse que destruye la fluidez del movimiento. Lo hace alegremente porque no es ahí, en el fondo, donde encuentra el sentido: es en el dibujo. Y el dibujo o es veloz o no es nada.
¿Os acordáis de esa pelota que circula rápidamente entre los pies no tan refinados de los profetas del fútbol total, ante la mirada de Baggio, en el banquillo? ¿Y des esos vinos «simplificados» que conservan algo en la profundidad de los grandes vinos, pero que se prodigan a una velocidad de experiencia que permite ponerlos en secuencia con otras cosas? ¿Y os acordáis de esos libros, tan dispuestos a renunciar al privilegio de la expresión para salir al encuentro en superficie de las corrientes de la comunicación, del lenguaje común a todos, de la gramática universal basada en el cine o en la televisión? ¿No veis la repetición de un único instinto concreto? ¿No veis al animal corriendo siempre de la misma forma?
Por regla general, los bárbaros van donde encuentran sistemas de paso. En su búsqueda de sentido, de experiencias, van a buscar gestos en los que sea rápido entrar y fácil salir. Privilegian los que en vez de acopiar el movimiento lo generan. Les gusta cualquier espacio que genere una aceleración. No se mueven en dirección a una meta, porque la meta es el movimiento. Sus trayectorias nacen por azar y se extinguen por cansancio: no buscan la experiencia, lo son. Cuando pueden, los bárbaros construyen a su imagen los sistemas con los que viajar: la red, por ejemplo. Pero no se les oculta que la mayor parte del terreno que deben recorrer está hecha de gestos que heredan del pasado y de su naturaleza: viejas aldeas. Lo que hacen entonces es modificarlos hasta que se conviertan en sistemas de paso: a esto nosotros lo llamamos saqueo.
Será banal, pero a menudo los niños nos enseñan. Creo que he crecido en una intimidad constante con un escenario concreto: el aburrimiento. No es que fuera más desgraciado que los demás, para todos era así. El aburrimiento era un componente natural del tiempo que pasaba. Era un hábitat, previsto y valorado. Benjamin, de nuevo él: el aburrimiento es el pájaro encantado que incuba el huevo de la experiencia. Hermoso. Y el mundo en que crecimos pensaba exactamente así. Ahora cojed a un niño de hoy y buscad, en su vida, el aburrimiento. Medid la velocidad con que la sensación de aburrimiento se dispara en él en cuanto le ralentizáis el mundo que lo rodea. Y sobre todo: daos cuenta de lo ajena que le es la hipótesis de que el aburrimiento incube algo distinto a una pérdida de sentido, de intensidad. Una renuncia a la experiencia. ¿No veis al mutante en la hierba? ¿Al pececito con branquias? A su escala, es lo mismo que con la bicicleta: si disminuye la velocidad, uno se cae. Necesita de un movimiento constante para tener la impresión de que está adquiriendo experiencias. De la manera más clara posible os lo hará entender en cuanto sea capaz de exhibirse en el más espectacular surfing inventado por las nuevas generaciones: el multitasking. ¿Sabéis que es? El nombre se han dado los americanos: en su acepción más amplia se define el fenómeno por el que vuestro hijo, jugando con la Game Boy come una tortilla, llama por teléfono a su abuela, sigue los dibujos en la televisión, acaricia al perro con un pie y silba la melodía de Vodafone. Unos años más y se transformará en esto: hace los deberes mientras chatea en el ordenador, escucha el iPod*, manda sms, busca en Google la dirección de una pizzería y juguetea con una pelotita de goma. Las universidades americanas están llenas de investigadores dedicados a intentar comprender si se trata de genios o de idiotas que se están quemando el cerebro. Todavía no han llegado a una respuesta concreta. Más simplemente, vosotros diréis: es una neurosis. Puede que lo sea, pero las degeneraciones de un principio revelan mucho acerca de ese principio: el multitasking encarna muy bien una idea, naciente, de experiencia. Habitar cuantas zonas sea posible con una atención bastante baja es lo que ellos, evidentemente, entienden por experiencia. Suena mal, pero intentad comprenderlo: no es una forma de vaciar de contenidos muchos gestos que serían importantes: es un modo de hacer de ellos uno solo, muy importante. Por extraordinario que pueda parecer, no tienen el instinto de aislar cada uno de esos gestos para realizarlos con más atención, ni de forma que obtengan lo mejor de ellos. Se trata de un instinto que les es ajeno. Donde hay gestos, ven posibles sistemas de paso para construir constelaciones de sentido: y por tanto de experiencias. Peces, ya sabéis lo que quiero decir.
¿Existe un nombre para semejante manera de estar en el mundo? ¿Una única palabra que podamos utilizar para entendernos? No sé. Los nombres los dan los filósofos, no los que escriben libros en los periódicos. Por eso no voy a intentarlo siquiera. Pero me gustaría que, a partir de esta página, por lo menos entre nosotros nos entendiéramos: cualquier cosa que percibamos de la mutación en curso, de la invasión bárbara, es necesario que la miremos desde el punto exacto en el que estamos ahora: y que la comprendamos como una consecuencia de la profunda transformación que ha dictado una nueva idea de experiencia. Una nueva localización del sentido. Una nueva forma de percepción. Una nueva técnica de supervivencia. No quisiera exagerar, pero lo cierto es que me vienen ganas de decir: una nueva civilización.

Notas:
*INTERNET. Es la red de redes y conecta cientos de millones de ordenadores de todo el mundo. Se considera que su progenitor fue el proyecto ARPANET, del Departamento de Defensa estadounidense, nacido en 1969. El proyecto pretendía la conexión de cuatro centros de investigación americanos entre sí.
*iPod!. Es un lector portátil de música digital producido por Apple Computer que, desde su nacimiento en octubre de 2001, ha tenido un inmenso éxito. Su versión más difundida se llama Nano y tiene el aspecto de una barrita de chocolate blanco o negro.
*LINKS. Palabra inglesa que significa enlaces.
*MATERAZZI MARCO. Jugador de la selección italiana de fútbol que recibió un cabezazo de Zidane, tras haberle dicho una frase cuyo contenido sigue siendo un enigma.
*(MICROSOFT) WINDOWS. Es una familia de sistemas operativos producida por Microsoft a partir de 1985 para ser utilizada en los ordenadores personales. En informática, un sistema operativo (abreviado en SO, u OS en inglés) es el programa responsable del directo control y gestión de hardware que constituye un ordenador y de las operaciones de base.
*RED. Sinónimo de Internet.
*SUBIR A LAS PRIMERAS POSICIONES. Es el sueño de todos los que tienen una página web y que, al teclear su nombre y palabras clave en un motor de búsqueda, quisieran verla ascender hasta las primeras posiciones de los resultados.
*SILICON VALLEY. Es el nombre habitual, acuñado en 1971 por el periodista Don C. Hoefler, para referirse a la zona sureña de la San Francisco Bay Area, famosa por su fortísima concentración de industrias de semiconductores y de ordenadores. Hewlett-Packard es la primera empresa de electrónica civil nacida allí.
*SOFTWARE. Término inglés compuesto por soft (blando, adaptable) y ware (elemento). En el ámbito informático es el conjunto de los programas que permiten el funcionamiento de una computadora electrónica.
*YAHOO!. Es uno de los motores de búsqueda más utilizados después de Google.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Definitivamente me pongo en pie y aplaudo; me quito el sombrero...

Es de por sí gratificante saber que haya un lugar en donde se estén tratando temas de tanta relevancia en esta "revolución comunicativa" que estamos viviendo en estos tiempos.

Yo, por ejemplo, hallé este blog en una cotidiana surfeada que me di en la red. Ahora soy lector empedernido... quisiera saber qué espacios concretos hay en la ciudad para debatir estos temas que tanto me apasionan desde hace algunos años.

9:39 p. m.  

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