Comunicación/Educación

Textos de la Cátedra de Comunicación y Educación

Nombre: jorgehue
Ubicación: Argentina

15 abril 2007

Ton Salman: Organizaciones sociales, cambios y cultura popular

Publicado por el Instituto de Cultura Popular (INCUPO), "Promoción y desarrollo rural 1999-2000", Reconquista, Santa Fé.

En los últimos años se ha diferenciado y ‘refinado’, cada vez más, el análisis sobre las organizaciones y movimientos sociales urbanos. Ya no es solamente cuestión de elegir entre un enfoque más estructuralista o una lectura más interaccionista, es decir, entre un análisis que enfatiza las estructuras sociales y políticas, el examen de las condiciones incambiables que marcan el nacimiento y desarrollo de las organizaciones y movimientos sociales, o un análisis que enfatiza, por un lado, las estrategias y el intercambio entre los distintos actores, como el Estado, las ONGs, la Iglesia y los partidos políticos y, por otro lado, la dinámica de las organizaciones o movimientos en estudio. Ambos enfoques padecen de problemas, aunque es justo reconocer que ambos ayudan a analizar y entender la formación, las circunstancias, los límites y las vici­situdes de las organizaciones y movimientos sociales urbanos.

Hemos aprendido, sin embargo, que no existen relaciones directas y mecánicas entre las condiciones externas y las organizaciones y movimientos sociales, así como tampoco entre las intervenciones de parte de terceros y las organizaciones y movimientos sociales. A pesar de algunos avances, aún no hemos resuelto algunos problemas que tienen que ver con las mediaciones de índole cultural, de psicología social, de historia, de recuerdos que tiene la gente sobre su propia vida o sobre episodios históricos que han vivido. Yo tampoco pretendo resolver estos problemas pero sí quiero reflexionar sobre algunos aspectos y problemas relacionados con nuestro esfuerzo de incorporar la dimensión cultural en el análisis de las organizaciones y movimientos sociales urbanos. También deseo vincular esta reflexión con nuestras intervenciones educativas, a fin de estimular o mejorar las dinámicas, los resultados y la estabilidad de ‑en este caso‑ la organización poblacional. En síntesis, aquí quiero reflexionar sobre cómo la cultura influye en las decisiones de la gente en cuanto a su participación en organizaciones poblacionales o locales, y en relación a su respuesta a las intervenciones pedagógicas o emancipatorias que buscan entregar a los pobladores nuevos conocimientos o nuevos mensajes políticos y culturales.

Pero antes de entrar en los temas de fondo, haré unos comentarios previos sobre “cultura". Esta dimensión no debería ser, ni puede ser, y espero que en esta charla tampoco sea entendida como una 'capa objetiva' o un 'objeto' dentro del mundo social que estudian las ciencias sociales.

Cualquier reflexión sobre lo cultural presupone estar sumergidos en la cultura, o sea, ella es el marco de la reflexión en el momento mismo de la reflexión. Así por ejemplo, hablar sobre 'cultura popular' presupone la existencia de una cultura societal en la cual tiene sentido distinguir entre culturas 'oficiales', 'burguesas', 'de elite' y cultura popular. Además, estos conceptos pre‑establecidos sobre las culturas y sus distinciones no son neutras y son específicamente culturales. Muchas veces estas nociones conllevan juicios y prejuicios, van acompañados de auto‑entendimientos y auto‑definiciones dentro de este marco, y muchas veces también constituyen una jerarquía.

No hay forma de escapar de la cultura, ni siquiera en un ejercicio de reflexión sobre ella. La cultura no solamente precede a cualquier reflexión sobre ella sino que también se reafirma, o al revés, desafía relaciones y jerarquías culturales en el mismo acto de reflexión, o en el mismo momento del 'encuentro inter‑cultural’.

Cultura, entonces, no es un sistema cerrado ni un universo homogéneo, sino que es la permanente dinámica de confirmar o cuestionar las características de las culturas, o las relaciones y desigualdades sociales que son parte de ella, aún cuando estas mismas afirmaciones y cuestionamientos también se presentan culturalmente impregnados.

Pero no debemos tomar la cultura como una cárcel o prisión, porque también es exactamente lo que nos permite entender y reflexionar sobre ella. O sea, sin cultura no hay idea sobre, crítica a, contemplación sobre o acción dentro de la cultura. Aunque es obvio que nunca se puede escapar de la cultura no se trata de entrar en un círculo vicioso. Nos podemos cerciorar de ella, incluso de la imposibilidad de cercioramos completamente de la cultura, porque ella influye hasta en el mismo momento de cercioramos. Esta reflexión sobre la cultura, entonces, puede ser un buen ejercicio para confrontamos con lo que no podemos manejar ni escapar. Por aquí va el hilo conductor de mi charla.

A mi juicio, en la relación entre acción colectiva y cultura, y como se ha analizado el tema en Chile, es importante hacer referencia al análisis que se ha realizado desde el "paradigma orientado hacia la identidad" (Identity Oriented Paradigm). Me explico: a mi modo de ver, en Chile, después de la gran desilusión sobre la ausencia en el proceso de la transición de las organizaciones sociales que surgieron durante la dictadura, emergieron varias vertientes de análisis para explicar ‑o excusar este fenómeno. Yo en otra oportunidad he distinguido tres corrientes, la primera son los “Institucionalistas" o "transitólogos", cuyo principal argumento explicativo fue que se erró en la estimación tanto del potencial del proyecto político como de la fuerza propia, desde abajo, que presentaba la gran mayoría de los pobladores. Con este argumento, los representantes de esta vertiente defendieron la transición negociada e institucionalista de la cual ellos mismos fueron los protagonistas.

Por otra parte, distinguí a los "enajenados" o Indignados", sector para los cuales la marginalización de las organizaciones poblacionales, en el proceso de la transición, se debió al engaño y la manipulación de las viejas cúpulas institucionales que tenían como objetivo dejar fuera a las nuevas formas de organización, a las nuevas ideas políticas.

En tercer lugar, distinguí a los "culturalistas", y sobre ellos más que nada quiero hablar. La gran inspiración de este grupo fue el Identity Oriented Paradigm, una vertiente dentro de la teoría sobre los Nuevos Movimientos Sociales. Según esta corriente, cuyo representante más conocido puede ser Tilman Evers (1985), la razón de ser de los así llamados nuevos movimientos sociales no fue acrecentar su poder político, ni tampoco hacer política de una nueva manera. Fue más que nada el deseo de construcción de nuevas formas de vivir, de establecer nuevas interacciones diarias, de practicar nuevas formas de solidaridad, de democracia y de autogestión en el nivel de la cotidianidad. Los resultados de los así llamados nuevos movimientos sociales entonces fueron más bien socioculturales que políticos. Su quehacer fue cultural más que sobre el poder.

Basándose en estas ideas, los culturalistas (Valdés 1986, Friedman 1989) interpretaban lo que estaba ocurriendo en las poblaciones sobre todo desde una perspectiva cultural. Enfatizaron lo 'micro'. Lo que había cambiado y estaba cambiando eran básicamente mutaciones de tipo sociocultural. Las palabras claves fueron, entre otras, relaciones de género, autoestima, auto‑ayuda, autonomía, creación y reforzamiento de identidad. Según este enfoque, era lógico que las experiencias organizacionales durante la dictadura no se tradujeran en fuerza política, porque lo que estaba moviéndose en las organizaciones y en los participantes no estaba exactamente dirigido a lo político, sino a un cambio en lo cultural, a las relaciones internas, a cambios psico‑sociales.

Ahora bien, a mi juicio, el enfoque de estos culturalistas reveló muchos aspectos y fue muy importante en dirigir la atención a procesos de cambio que fácilmente se perdían de vista cuando el enfoque era solamente político. Sin embargo, creo que su concepto de 'lo cultural' es un poco unilateral. En lo que sigue voy, primero, a ilustrar lo positivo de su contribución y luego dirigiré mis comentarios sobre el concepto de lo cultural que los culturalistas usaban, y que llamaré "La cultura visible y accesible”.

Después, y para finalizar, hablaré sobre la dimensión de cultura que no está presente en estas aproximaciones y que también creo que tenemos que tomar en cuenta, y que llamaré la cultura "no‑accesible".

Para iniciar la primera parte, creo que las expresiones y prácticas culturales ‑también fuera del campo de las organizaciones y movimientos sociales‑ no son apolíticas, sino que revelan posiciones y convicciones, rechazos y adherencias que tienen un significado político, aún cuando esta intención pareciera estar ausente. Modos de vestirse, de nombrar a sus hijos, música preferida, gustos en cuanto a comida, a muebles, o a adornar la casa, reglas dentro de la familia, cuentos siempre re‑contados, estilos de educar a los hijos, racionalizaciones de derrotas y fracasos en la vida, tal vez no son afirmaciones políticas explícitas, pero sí conllevan un mensaje, expresan algo sobre cómo las personas ven a sus alrededores, a sus vecinos, a otros grupos y sectores, su Iugar, etcétera. Repito: no es que sean expresiones o declaraciones directas y/o conscientemente políticas. Pero los sentidos de identidad y las percepciones de intereses sí son influidas, y en parte creadas, por las maneras de dar forma a la vida cotidiana, por las prácticas diarias, por los 'estilos sin mayor decoro' y por la participación en patrones de consumo específicos (Street 1991). Estos estilos del quehacer diario influyen en cómo las personas juzgan las formas de organización como estrategias para salir adelante. Los 'culturalistas' contribuyeron a dirigir la atención a esta dimensión de la 'cultura popular'.

Además, y ésta es la contribución más importante de los 'culturalistas', las organizaciones y movimientos sociales urbanos constituyen un lugar muy especial de construcción y reconstrucción de cultura. Aún más allá de toda heroización y romantización de las organizaciones y movimientos sociales, y aún más allá de creencias ingenuas sobre la emergencia de una "nueva cultura” que, supuestamente, se está creando mediante las actividades de las organizaciones, no se puede negar que las actividades y la "razón de ser" de estas formas de organización van más allá de las meras reivindicaciones prácticas y concretas. Indirectamente ellas están alterando patrones de interacción con autoridades, se está cuestionando tradiciones de dependencia, se está construyendo formas de interacción barrial que son diferentes a las viejas en las cuales los dirigentes y/o los partidos políticos manejaban la información y la estrategia y, tal vez más indirectamente aún, se está creando nuevas auto‑imágenes y auto‑estima.

También, y no necesariamente directamente, están cuestionando las relaciones de género, el automatismo de delegar el poder de decisión en los hombres adultos y en los hombres que "tienen las relaciones”. La participación en actividades colectivas en el barrio, o también la observación de dichas actividades, influye en la percepción del 'nosotros'. Puede que refuerce sentimientos de un 'nosotros barrial’, pero también demuestra la posibilidad de la no‑resignación frente a los problemas de la vida diaria. En el discurso de las organizacio­nes y movimientos, se relacionan problemas personales e individuales con temas públicos y políticas públicas (Foweraker 1995: p.p.47).

La participación puede cambiar la percepción de los problemas y las preocupaciones individuales y, a la vez, estrechar los lazos entre las personas que luchan colectivamente para resolver estos problemas. Y más allá de los participantes directos, también puede cambiar las visiones y opiniones de los que no participan, de los que solamente observan tales actividades en su población. Con esta dinámica, no se cambia la cultura popular como tal, pero sí se cuestiona algunos rasgos y elementos que durante mucho tiempo fueron casi 'naturales', y evidentes. Tal vez, todo esto no se está produciendo de la manera tan espectacular, 'pura' y acumulativa, como lo pensábamos hace una década. Pero no se puede negar que algunos aspectos de la cultura barrial, y tal vez de la cultura urbana, están cambiando por la actuación de formas de organización que son, en cierta medida, nuevas y que son, en el fondo, políticas (Escobar 1992).

El surgimiento de todas estas entradas en el tema de la cultura y la acción colectiva a mí me parecen de enorme importancia. Son maneras de demostrar los efectos de cambio no solamente en un nivel de estructuras, instituciones o rasgos sistémicos, sino también formas de demostrar sus consecuencias a nivel de las interacciones y prácticas, en lo cotidiano (Canales 1995). Sin embargo, a mi juicio, el concepto de cultura aquí usado restringe un poco su multidimensionalidad. Hay, para empezar, otra lectura del tema de la 'cultura visible y accesible' y la acción colectiva que es más estructuralista, y en consecuencia, más pesimista y que los 'culturalistas' tomaban en cuenta muy poco.

En Chile, en las últimas décadas, se ha cambiado la percepción de la modernización y con ello también la cultura, o más precisamente, la cultura pública. No solamente ha cambiado la percepción del problema de la pobreza desde una cosa más bien político‑ideológica hacia una cosa más bien de preocupación estatal y societal y objeto de políticas y programas sociales de índole asistencialista, sino que también los pobres en Chile han perdido un discurso legítimo dentro del cual ellos se autoentendieron e incluso elaboraron proyectos históricos para superar la pobreza y la desigualdad. Ahora estos discursos más politizados, con fuerza para unir y servir como modelo de identificación, se han debilitado. En términos de un posible proyecto histórico, los pobres se han quedado 'huérfanos' del nuevo modelo del mercado (Salman 1996b). La pregunta que nos tenemos que hacer entonces es: ¿en qué medida estos cambios culturales hacia modelos que tienen como base al mercado, también han 'reprogramado' la manera de pensar de los pobres, su cultura asertiva basada en concepciones de luchas para lograr cambios societales? Parece inevitable reconocer que la desaparición de discursos que otorgaban un lugar de prestigio y un tarea histórica a los pobres o a 'los obreros’ está teniendo como efecto el que los pobres estén más dispersos, más dependientes, más en un vacío societal y menos protagonistas en el espacio público del 'Chile moderno'. La cultura, entonces, no solamente merece un lugar en nuestros análisis, no sólo en su sentido de dimensión de cambios en juego, sino que también en su dimensión de condición para cambios.

Sin embargo, creo que tenemos que diferenciar el concepto de cultura aún más allá de estas dimensiones. En el fondo, en las concepciones presentadas hasta ahora la cultura es tomada ya sea como "recurso" o como “carga" para los cambios anhelados. La cultura es tomada como un posible aporte a los cambios perseguidos o como una dimensión que frena los cambios buscados. En el primer caso, la cultura suele aparecer como algo disponible para nuestros esfuerzos, dentro de nuestro alcance. En el caso que la cultura se muestre como algo que obstaculiza los cambios, tenemos que hacer desaparecer estos rasgos de la cultura, o en el otro extremo, como la cultura es casi una estructura dada, tendríamos que aceptar que la gente "es así", porque la sociedad es así. En ambos casos hay muy poco lugar para la propia lógica, el propio ritmo, la propia ley de lo cultural, en su pluralidad. Se restringe entonces la multidimensionalidad de la cultura en el sentido de que esta concepción de cultura otorga poco lugar para poder hacer distinciones dentro del sector en el cual se está estudiando la cultura. Se suele homogenizar la cultura de, por ejemplo, los pobladores y no toman en cuenta las variables de género, generación, religión, procedencia, ocupación.

Estas aproximaciones todavía tienden, a pesar de todo, a sobre‑ideologizar la cultura. En un extremo, están los que perciben a la cultura como una dimensión que frena o inhibe la acción colectiva. La cultura como estructura aparece, entonces, como una maniobra de los poderosos contra los débiles para mantenerlos donde están. En el otro extremo, están los que asumen alguna fuerza contra‑hegemónica en la cultura 'desde abajo'. La cultura popular está conceptualizada como una base o una fuerte oposición a la cultura (y el poder) burguesa, o la cultura oficial, o la cultura de elite. Incluso a veces existe una tendencia de heroizar la cultura popular. Como consecuencia, hay una tendencia de presumir una dinámica acumulativa, de crecimiento de fuerza, y una tendencia de tener una imagen de pureza de la cultura 'desde abajo'.

Las iniciativas que buscaron incorporar la dimensión de la cultura en las teorías sobre acción colectiva muchas veces partieron de esta base, en la cual cultura popular estaba concebida como fuente de resistencia, o por lo menos como campo de batalla. Como consecuencia, tendieron a reducir la cultura de, en este caso, los barrios pobres de las ciudades en América Latina a una contra‑cultura, sobrepolitizando sus características sin que pudieran, en la mayoría de los casos, esclarecer los procesos de 'traducción' de lo micro‑cultural en lo macro‑político.

Por eso, los resultados culturales de las actividades y experiencias de las organizaciones y movimientos culturales fueron interpretados como si fueran unívocos, voces de oposición, o de creación de una alternativa para la cultura dominante. Y sobre todo las expresiones explícitas, de parte de los dirigentes e incluso, a veces, de parte de los participantes en organizaciones sobre solidaridad, democracia de base, autonomía, la escala pequeña y humana, la comunidad y el barrio, fueron aceptadas como tales para comprobar esta contra‑producción cultural.

Ahora, en relación a la segunda parte de mi charla, mi hipótesis es que la cultura también tiene una dimensión desapercibida, rutinaria, no‑explícita, no‑discursiva, pero muy concreta y práctica. Creo que centramos en esta dimensión no accesible de la cultura nos puede ayudar a entender la diversidad cultural dentro de un sector social, a entenderla más allá de lo directamente y explícitamente político y a entender la 'multi-temporalidad’ de procesos de cambio. Tenemos que incorporar en nuestros análisis el hecho que, aunque las organizaciones y movimientos sociales parecen ser el lugar de cambio en óptima forma, ellos también presentan dimensiones 'pertinaces', ‘resabidas' e 'indóciles'. Dimensiones que no solamente no están disponibles a nuestros esfuerzos de intervención pedagógica y de cambio, sino que también no están disponibles para la misma gente que supuestamente deberían realizar los procesos de cambio. Es obvio que esta idea sobre la dimensión no‑discursiva de la cultura está inspirada por el concepto de habitus de Bourdieu (Bourdieu 1972, 1980).

Aquí no me interesa el debate teórico y de conceptos, sino tratar de comprender un poco mejor la dimensión de la cultura que está más allá de nuestro alcance para forzar, producir o estimular cambios. Creo que el enfocar en esta dimensión de la cultura nos puede ayudar a darnos cuenta de algo que no es estructural o estable, ni rápido o conscientemente cambiable. Creo que la formación y las vicisitudes de las organizaciones o movimientos sociales tienen que ser entendidas como la confluencia de, en primer lugar, los rasgos culturales más estructurales y por eso fuera del alcance de influencia, tanto de las organizaciones y movi­mientos sociales como de los terceros que intervienen. En segundo lugar, de los procesos rápidos de interacción, de estrategia, de políticas, de iniciativa y de cultura cotidiana visible.

En tercer lugar, de los procesos lentos, que son, en un cierto sentido, los más explícitamente culturales. Creo, como señalé anteriormente, que esta tercera dimensión puede ayudamos a entender por qué, muchas veces, cambios que parecían lógicos y probables al final no se dieron, o no se consolidaron.

Permítanme explorar un poco esta idea. La cultura popular es mucho más que una identidad combativa, la música popular, el habla popular, la estrategia política, la artesanía, las leyendas o el interés en el fútbol. También es más que las condiciones impuestas por la cultura oficial, o por la cultura de elite, o incluso por la cultura de masas o la cultura cibernética (Hopenhayn 1994). También es toda una serie de costumbres, disposiciones, rutinas, maneras del quehacer y orientaciones, que no parecen sociales e históricas, sino 'naturales'. Y esta es una dimensión de la cultura que muchas veces escapa a nuestra capacidad de cercioramos de ella. Este 'estrato cultural' está mezclado y estrechamente ligado con la cultura consciente y manifiesta, y con la estructura cultura. Pero tiene otra dinámica. Es responsable por el hecho de que los cambios culturales son más a menudo transformación y reforma de lo viejo que una sustitución de lo viejo por lo nuevo.

Estamos hablando de las dimensiones no verbales, rutinarias, pertinaces y no conscientemente estilizadas. También este lado de lo cultural 'no‑ceremonial' y cotidiano es heterogéneo, y diferencia a los pobres de la ciudad tal vez más de que los une. Sin embargo, creo que esta dimensión nos puede ayudar a entender algunos rasgos que se advierten en grupos o sectores sociales que se encuentran en procesos de cambio, como por ejemplo en las organizaciones o movimientos. Existe y llama la atención, por ejemplo, el hecho de que a pesar de encontrarse en "oportunidades" para un cambio o incluso una mejora, las personas se apegan a lo existente. Resulta que las personas no son moldeables infinitamente, ni abiertas a todas las nuevas intervenciones, sino que muestran continuidad en su reacción a nuevas condiciones de vida y frente a nuevos mensajes políticos y culturales. O sea, hay que entender a la cultura también como 'el sentido práctico' (le sens pratique), lo que refiere a lo que no se sabe porque se lo hace todos los días y que, por esta razón, frena o limita las intenciones de cambio. Aquí se trata también de lo no‑libre, lo solidificado, lo que justamente se reproduce constantemente en el quehacer diario.

En muchos casos, creo, estas orientaciones y prácticas invisibles e inconscientes trabajan en contra de la «aventura" de la acción colectiva, o son responsables para que solamente un aspecto específico, o un período limitado de la acción colectiva aparezca como atractivo o sensato para las personas. Y estos impulsos también trabajan en los momentos cuando sí existe motivación y movilización. Por debajo de la decisión de participar, sigue ejerciendo influencia la convicción más de fondo que aboga contra las estrategias colectivas, o estimula que aparte de estas estrategias también sigan siendo importantes otras estrategias, por ejemplo más individuales. El conjunto de estas dimensiones culturales no‑percibidas son la sedimentación de experiencias, memorias y socialización que dan como resultado, muchas veces, un escepticismo en tomo a las organizaciones barriales, aún cuando en la actitud de un momento dado sí se exprese la voluntad de incorporarse a ellas.

La cultura endurecida en los quehaceres y rutinas cotidianas es lo que no se puede dejar a un lado por una simple decisión. Es la cultura encarnada, el sedimento de la socialización y enculturación de la gente, a nivel de dimensiones pre‑cognitivas de gusto, estructuras de juicio, autopercepción, estatura corpórea y otros. El habitus no es la conciencia, lo que se conoce o se puede aprender cognitivamente: la generación de selecciones, explicaciones y preferencias está basada justamente en los mecanismos de habitus que por su autoevidencia apenas son explicables.

El habitus estructura juicios y actuaciones, pero no los fija rígidamente. Es el sedimento de socialización y experiencias socialmente estructuradas en cada individuo, pero no es una 'programación' no‑cambiable. Sin embargo, sí tiene como consecuencia que la observación de diferencias sociales ya está preestructurada: se encuentran muy 'normales' las diferencias en el acceso a la cultura, educación y consumo. Tanto se 'siente en casa' en el codex cultural propio que la persona no se entregará a proyectos abstractos de igualdad. El habitus no solo es un 'adherente' a lo propio y conocido, es también la rutina cotidiana y el auto‑reconocimiento dentro del mundo propio. Esto hace resaltar las Diferencias de 'estilo' entre los diferentes actores sociales colectivos e individuales y puede clarificar por qué el 'salto' hacia otra clase social, o hacia otras maneras de vivir o de defender sus derechos, sea a menudo tan laborioso. La apropiación consciente de ciertas habilidades o incluso el uso del lenguaje sigue siendo una condición insuficiente para aquello, pues justamente debajo de los potenciales discursivos, disponibles y manipulables, se encuentran códigos apenas manipulables que operan inconscientemente.

El habitus no es un conjunto concreto de 'reglas de vida', ni se trata de una determinación. Los sujetos incorporan una actividad sintetizante que nunca se puede deducir desde los 'ingredientes'. Los sujetos escogen y consideran, pero no lo hacen sin 'cargas' pues el habitus se resiste a los cambios repentinos de comportamiento y garantiza la continuidad del sujeto, en el caso de rupturas y transiciones profundas, en medio de la pluriformidad de las alternativas del actuar social. El habitus nos puede ayudar a entender por qué, a menudo, existen diferencias tan grandes entre la adhesión explícita y el rechazo implícito, hasta casi inconsciente, de las 'nuevas ideas’. Nuevas palabras y discursos son fácilmente ‘transmisibles' porque funcionan en un nivel que permite más 'fluidez’, es decir, en la cultura más explícita, en su estatura de auto‑entendimiento a nivel cognitivo. Pero hay una diferencia entre lo expresado y lo que orienta más de fondo el actuar, entre el deseo y la acción. Aunque las personas quieran cambiar o crean estar cambiadas, aún existe una contrafuerza en ellas, en las esperanzas y reacciones de su ambiente, que limitan y obstruyen el cambio (Giddens 1982: p.p.39).

También nos puede ayudar a entender por qué, muchas veces, existen grandes diferencias entre el valor (ideológico) atribuido a ciertos cambios o proyectos políticos específicos, tales como 'el valor intrínseco' de la autonomía o la democracia, y el peso que se pone en la balanza acerca de la ventaja concreta o la atractividad directa de ellos para la vida cotidiana.

El apego a lo existente está atado estrechamente a esta distinción, porque lo existente ofrece certezas al sujeto, sobre pequeñas ventajas y mejoras alcanzables, que lo ‘totalmente nuevo' no puede garantizar.

Finalmente, nos puede ayudar a conceptualizar la cultura popular no como un corpus íintegro o convergente, sino como un conjunto de prácticas que están diferenciadas por aspectos específicos como generación, género, socialización especifica en algún barrio y otras diferencias, que son tanto ideologizadas como ingenuas, ásperas como flexibles, de origen popular o de origen 'burgués', tanto auténticas como híbridas, estructurales como coyunturales, y articuladas como dispersas. Lo anterior tiene como consecuencia que la cultura no se puede analizar ni tratar como simple fondo para los cambios buscados o anhelados (Salman 1996).

Un ejemplo de lo anteriormente señalado puede ser el debate en tomo a la ciudadanía. Aparte del problema que obviamente la ciudadanía no es una cosa que se pueda decretar, o que no es una cosa que se realice automáticamente, aún cuando las instituciones estatales respeten y respondan al ciudadano, en oposición a la práctica del favoritismo, existe un problema más complejo en la ciudadanía y es que los pobres, los pobladores, los excluidos, muchas veces rechazan, o por lo menos tienen una actitud ambigua, frente a los valores que están detrás del concepto clásico de ciudadanía, noción que destaca al individuo como portador de derechos, el anonimato, la universalidad, la autonomía y la soberanía individual. Fue, sobre todo, mi estadía en Ecuador, antes de venir a Chile, la que me hizo reflexionar sobre este tema.

El actual debate en tomo a la ciudadanía en América Latina, y todos los esfuerzos y proyectos que existen para estimular, promover y concretizarla, se ven confrontados con una ‘Inconmensurabilidad' mucho más allá de la enseñanza, la explicación, o la simple implementación. Y es que en los conceptos y la cotidianidad de los pobres sobre cómo salir adelante en la vida, y cómo sobrevivir y 'arreglárselas' en la vida, no cabe así nomás la idea de ciudadanía. Creo que se puede explicar este fenómeno por el hecho de que gente pobre, por debajo de sus manifestaciones más políticas y más reivindicativas, han aprendido a manejarse en situaciones de desigualdad sistematizada y extendida. En una escala limitada, y muchas veces poco efectiva, aprendieron a movilizar los pocos recursos a su disposición, como ciertas actitudes frente a gente de más poder, como familiares, amigos, y amigos de amigos, para conseguirse oportunidades o para poder sobrevivir aún en cir­cunstancias de ausencia de oportunidades. Y en lugar de insistir en sus 'derechos', suelen afirmar, en sus interacciones con gente de más prestigio o poder, la autoridad de la persona que tiene poder, por ejemplo, rogándole para que tome en cuenta su situación de vulnerabilidad, que "no sea malito, señor' frase muy común en un diálogo entre un empleado y un patrón en Ecuador.

Adicionalmente, los pobres tratan de evitar los enfrentamientos 'no‑personales' con la ley y sus representantes, porque saben que solamente relaciones personales pueden cambiar el supuesto 'no' del ejecutor de la ley en un ‘sí' para ellos. O sea, toda la vida es una enseñanza hacia la no‑factibilidad de la igualdad ante la ley.

La internalización de todas estas experiencias, y de las estrategias no‑ciudadanas de la gente "baja" y sin poder para hacerse valer, y la incompetencia para tratar con jefes, empresas, instancias e instituciones de una manera directa, no‑personal, en la cual el individuo como tal es portador de 'derechos', produce que el discurso clásico sobre ciudadanía se reciba con escepticismo o incluso con sospecha. Sería como pedirle a alguien renunciar a todas sus estrategias que le sirven para no sufrir demasiado en las interacciones diarias, y exponerse a la vulnerabilidad como cualquier individuo pobre y anónimo. Para los pobres, la afirmación en relaciones de poder y de jerarquía, no importa cuán injustas puedan ser, es una manera mucho más factible de proceder que entrar a desafiar los privilegios injustos de los poderosos. Recurrir a la ley o la Constitución para denunciar la negación de sus derechos es una cosa que está más allá de sus horizontes de orientación y de acción.

Pero el asunto es más complicado. Al mismo tiempo que la noción de la igualdad ante la ley existe entre los pobres, y funciona como instancia de medir y probar la desigualdad y la arbitrariedad, no funciona como instrumento para obtener cosas. La noción está presente pero forma parte de una imagen no muy practicable acerca de igualdad de derechos, de confiabilidad en una ley 'impersonal'. Y esta ambigüedad en cuanto a la percepción del concepto de la ciudadanía influye la recepción del discurso sobre los derechos ciudadanos.

Creo que esta idea (García Canclini 1995) nos puede ayudar a entender porqué muchas veces la gente se entusiasma con la noción de ciudadanía y, a la vez, en la práctica no le dan mucho valor. En lugar de insistir en sus derechos, les es más factible y más real tratar de conseguir ser tratados con respeto, o por lo menos, ser considerados. Por eso, la noción de ciudadanía se satisface con el acceso a niveles y circuitos donde uno quiere promover sus intereses. No se abjura al particularismo, sino que se busca la optimización de lo mismo, para conseguirse cosas que supuestamente deberían ser algo normal para un 'ciudadano'. Como consecuencia, se escucha, sin excepción, la adhesión en cuanto a la idea de ciudadanía. Y al mismo tiempo, cuando se pregunta a la gente qué entienden por ciudadanía, hablan sobre ser o con respeto, sobre ser atendido y otras consideraciones simulares que significan el no tener que sufrir todos los abusos del poder, o la arbitrariedad e insolencia de parte de funcionarios, consideraciones todas que, en términos de derechos de ciudadanos, todavía no expresan el deseo de ser un individuo con derecho a imparcialidad, sino que más bien expresan el anhelo de no sufrir humillación en las relaciones personales.

El resultado de este análisis no es que las intervenciones educativas, o la entrega de conocimientos en tomo a la importancia de la ciudadanía no tenga sentido, o que los procesos de elaboración de nuevos conceptos y discursos entre los pobres sea algo sin rumbo o absolutamente inmanejable. Lo que quiero enfatizar es que los procesos de cambio y de aprendizaje no son unidimensionales ni unitemporales.

Se juntan momentos de comprensión y aceptación con momentos de rechazo, de impotencia y de escepticismo, se juntan momentos explícitos y cognitivos con momentos inconscientes, se juntan momentos de intencionalidad con momentos de sobre‑determinación, y momentos político‑estratégicos con momentos culturales‑con toda la complejidad que implican los distintos momentos culturales de los cuales he hablado. Todos estos momentos se desarrollan, frecuentemente, no‑sincronizados y sin manejo desde algún centro, núcleo o actores en su dimensión consciente y, menos frecuentemente, son transparentes y se refuerzan mutuamente.

Las intervenciones para el cambio y la 'emancipación' no tienen igual acceso a todas las 'capas' de los individuos o los grupos. Y la conclusión que podemos sacar, un poco provocativa, es que las intervenciones pedagógicas o emancipatorias son, muchas veces, y en una buena medida, impotentes.

La otra cara, sin embargo, es que podemos relativizar nuestro miedo por la manipulación de los pobres por parte de 'el nuevo discurso' o las nuevas pautas que dominan el Chile de los años'90. Según los pesimistas, los pobladores chilenos están perdiendo o ya han perdido sus capacidades de solidaridad, de acción colectiva, de movilización para lograr reivindicaciones. No niego que el modelo neoliberal no solamente tiene efectos económicos y políticos, sino también culturales. Pero despedirse de una larga tradición, de viejas capacidades y conocimientos, de viejas orientaciones, no va tan rápido, justamente porque estas capacidades no están solamente presentes a nivel cognitivo y de conciencia, sino que también están ancladas en dimensiones de la rutina, de orientaciones pre‑conscientes y de 'lo lento'. De modo que, aunque por un lado hay que ser bastante modestos sobre los alcances y logros de nuestras intervenciones pedagógicas o emancipatorias, por otro lado, también hay que reconocer que los procesos de 'modernización' que está viviendo Chile tampoco tienen un campo de tiro abierto.

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