Jorge Huergo: Espacios discursivos. Lo educativo, las culturas y lo político
(Publicado en Rev. Virtual Nodos de Comunicación/Educación, Nº 1, Cátedra de Comunicación y Educación, Facultad de Periodismo y Comunicación Social, UNLP)
En el trabajo de nuestros equipos de investigación y de formación docente, así como en las prácticas en diferentes escenarios educativos que realizamos con alumnos universitarios, no hemos abordado como objeto las vinculaciones entre discurso y educación. Antes bien, hemos interrogado a los discursos como un modo de acceder a las articulaciones entre educación y comunicación en el contexto de lo cultural y lo político. Esto quiere decir, necesitamos considerar a las configuraciones sociales (constituidas en los encuentros históricos entre lo cultural y lo político) como discursos, en tanto son significativas, y a los discursos no sólo como palabras, sino como modos materiales de regulación de experiencias y de formación subjetiva.
En ese intento hemos considerado dos problemas específicos del campo de Comunicación/Educación:
1. El primero, es el de la producción de tradiciones que funcionan como residuales, en tanto representan el discurso de un pasado configurativo en un presente preconfigurado (cfr. Williams, 1997: 137). Entre otras, hemos abordado la tradición escolarizadora, en articulación con lo político y lo cultural, en el discurso dominante de Sarmiento, y la tradición comunal de Saúl Taborda, que se erige tanto como discurso alternativo, cuanto como desmantelamiento del discurso dominante.
2. El segundo, es el problema del completo desbordamiento de los espacios instituidos como formadores de sujetos, en particular: la escuela, debido a las transformaciones culturales acaecidas en las últimas décadas. Tales transformaciones, que deben percibirse articuladas con procesos político-sociales determinados, hacen emerger diversos conflictos, entre ellos el de los desencuentros y cruzamientos entre cultura escolar, cultura mediática y cultura callejera en los espacios educativos.
Las tradiciones sobre lo educativo y las culturas en los discursos de Sarmiento y Taborda
Una primera cuestión que hemos abordado desde la investigación es el anudamiento de lo educativo con lo escolar. En un sentido histórico-político, hemos abordado el problema de cómo en las pedagogías oficiales se produjo un discurso educativo que consagra la bipolaridad cultural y que produce imaginarios de relativo pánico moral. En este sentido, lo educativo, encapsulado en lo escolar, ha contribuido a producir un discurso de la escolarización comprensible en relación necesaria con la cultura escolar. Pero, además, el sentido de tal relación es imposible de describir sin vincularlo con el contexto del proyecto de organización jurídico-política moderna en nuestros países. Con lo que, inmediatamente, lo educativo encuentra su sentido en las articulaciones entre lo cultural y lo político.
En el caso argentino, el discurso que sirve de base al proyecto moderno de escolarización es el de Domingo Faustino Sarmiento, así como la primera historización y desnaturalización de ese discurso puede encontrarse en la producción discursiva del pedagogo cordobés Saúl A. Taborda. Los discursos de Sarmiento y de Taborda se constituyen en dos tradiciones constitutivas de la articulación entre lo educativo, lo cultural y lo político; no tanto por representar una construcción orgánica tal articulación, sino más bien por los proyectos generales y las notas indiciarias particulares de cada uno de ellos, referidos a aquella articulación. Esas características serán resignificadas y rearticuladas en los discursos específicos del campo político-educativo como tal y, también, del campo político-cultural. Nos encontramos frente a dos tipos de formaciones discursivas: una hegemónica y la otra alternativa, ambas haciéndose, tramándose, rearticulándose como tradicionales; y en este sentido, ambas son tradiciones residuales (cfr. Williams, 1997: 137).
El discurso de Sarmiento representa una formación hegemónica que se prolonga en una ideología oficial acerca de las vinculaciones entre educación y cultura. Su pensamiento es un pensamiento nítidamente estratégico: su interés es producir una formación hegemónica a partir de la oposición binaria «civilización y barbarie». La «oposición binaria» se constituye en categoría analítica de lo sociocultural, desde la cual se producen sentidos elaborándose una cadena de sucesivas oposiciones. En la gran estrategia sarmientina, el pasaje entre los polos de la oposición binaria se da a través de la escolarización: es ella la que permite el proceso de construcción de la civilización. Pese al propósito estratégico, resultará clave observar que las oposiciones binarias dejan un espacio intermedio (que hace las veces de límite entre los polos) que se puede caracterizar como ambiguo. Entre la civilización y la barbarie hay una categoría ambigua, que es simultáneamente lo uno y lo otro, y no es ni lo uno ni lo otro. Si la escolarización es considerada, ahora, no ya como una estrategia de pasaje sino como categoría ambigua, será posible comprender cómo en ella (en tanto escenario y proceso a la vez) aparece como fenómeno y simultáneamente tanto la civilización como la barbarie; como espacio y como práctica, la escolarización no es -en definitiva- ni civilización ni barbarie, sino frontera, pasaje y confusión de ambos polos.
Los pares binarios, de este modo, son altamente generadores de sentidos ideológicos: sentidos naturalizados que contribuyen, a lo largo del tiempo, a estructurar las percepciones sobre el mundo sociocultural (cfr. O’Sullivan y otros, 1997: 247-248). Además, sabemos que una formación hegemónica se conforma como totalidad a partir de la conciencia/configuración de sus propios límites (cfr. Laclau y Mouffe, 1987: 165), producidos en el propio discurso. Si la realidad en cuanto referencia empírica (o como formación social) es variable, procesual y conformada por diferencias, la formación hegemónica se distingue por ser una totalidad articulada de diferencias. En este sentido, una formación hegemónica logra significarse a sí misma o constituirse como tal, sólo en la medida en que transforma los límites en fronteras y en que construye cadenas de equivalencias que producen la definición de aquello que ella no es; sólo a través de esta división es capaz de constituirse como horizonte totalizante. El soslayo del polo bárbaro, sin embargo, no implica su ignorancia absoluta en cuanto referente empírico de una formación social; más bien la totalización discursiva tiene efectos de poder en la medida en que divide: el «otro» de la oposición binaria está más allá de las fronteras producidas y es el objeto de pánico moral. El pánico moral es el efecto más inmediato de la totalización discursiva hegemónica, que hace que el soslayo del «otro» sea a la vez productivo: es la producción de un imaginario de amenaza, y por tanto de rechazo, de una condición sociocultural, de acontecimientos o episodios, de grupos o personas, frente a los cuales el discurso hegemónico pretende sensibilizar moralmente a toda la sociedad[1]. La trampa de la oposición binaria, precisamente consiste en reforzar el propósito del lenguaje, interpretativo de lo sociocultural, que es el de imponer cierto orden moral a través de cierta imposición de coordenadas semióticas de lectura del mundo. De modo que la manera en que el lenguaje se relaciona, designa, interpreta la experiencia, los procesos, los acontecimientos de la formación sociocultural, está de antemano sobredeterminada por el lenguaje mismo, que estructura el horizonte de las experiencias y la dirección de los deseos; es decir, sería imposible distanciarse hacia una plataforma extralingüística para reflexionar esa situación dentro del lenguaje (cfr. Zizek, 1992; McLaren, 1998a). Es el lenguaje, en este caso binario, el que produce la otredad que luego construye como amenaza. Con lo que la acción estratégica encuentra no sólo su justificación, sino su necesidad, a causa de la percepción generalizada de miedo al «otro» (a la barbarie, al dejarse estar, al atraso, al desierto). En adelante, lo comunal y facúndico será objeto de pánico moral, por ser anómalo, o bien será invisibilizado.
El discurso de Taborda, en cambio, representa una formación alternativa posible de visualizar no sólo en la percepción de lo preexistente (en la formación social), sino también en los esfuerzos de desnaturalización del discurso ideológico hegemónico. Lo «preexistente», sin embargo, no se refiere a una suerte de mitología del orden anterior[2], sino que pretende resaltar en el proceso histórico de producción de una determinada política cultural-educativa, la construcción de un orden discursivo (el de la política oficial) en base a la exclusión diacrónica y sincrónica de las diferencias y a su invisibilización, construidas (en virtud de la necesidad de establecer fronteras de la «totalidad») como anómalas y unificadas, lo que significa aplanadas, como «otro». Y es una formación alternativa en la medida en que no se inscribe en la construcción de otro tipo de totalización estratégica (propia de una racionalidad instrumental) sino en la poiesis o apuesta a la creación, la imaginación y la autonomía, pero sobre un «campo poblado» de sentidos, y no sobre una desertificación sociocultural. Al hablar de «alternativa», entonces, no hacemos referencia a lo original en cuanto «anterior», fundacional o fijado en un pretérito sustancial, ni lo hacemos sólo en el sentido de Michel Foucault (cfr. Foucault, 1991: IV, Cap. II) acerca de «lo original» como lo nuevo. Conviene recordar la distinción de este autor entre lo regular y lo original, como polos axiológicos de los discursos: de un lado lo antiguo, repetido, tradicional, conforme a un tipo medio, derivado de lo ya dicho; del otro, lo nuevo, lo inédito, lo desviado incluso, que aparece por primera vez. No es alternativo en cuanto a novedoso, ni en el sentido de resaltar el polo opuesto de la oposición binaria; porque, en tanto discurso alternativo, el de Taborda es otro discurso entre otros posibles, y no un discurso acerca de un «otro» sustancializado, en definitiva producido por la totalización hegemónica. Acaso es alternativo en cuanto pone en el centro de su interpretación, como un nudo olvidado y excluido, una formación cultural tradicional (en su sentido residual) pero a la vez emergente en los escenarios y las prácticas culturales educativas. Pese al soslayo y la invisibilización impuestas por la oposición binaria y a pesar de la unificación de la multiplicidad que contiene, esta formación cultural, que podríamos denominar popular, comprende múltiples movimientos y tendencias efectivos que tienen influencia significativa en el desarrollo cultural, y que mantienen relaciones variables y a veces solapadas con las instituciones formalizadas (cfr. Williams, 1997: 139). Taborda, de este modo, asume la variabilidad de lo particular desbordando el estatuto cultural y educativo producido por las estrategias hegemónicas.
Las transformaciones culturales y los conflictos discursivos en el espacio escolar
Los desencuentros, los conflictos discursivos y las pugnas por el significado de la experiencia y del mundo en el espacio escolar tienen relación con una novedosa situación de transformaciones culturales. Éstas no deben percibirse, sin embargo, como sólo sumatorias o agregamientos de fragmentos culturales superpuestos y en caos, sino como emergentes de tres tipos de procesos: el primero, es el de crisis y deslegitimación de las instituciones (entre ellas, la institución moderna destinada a la formación de sujetos); el segundo, el de asechamiento por parte de sucesivas y diversas reformas políticas neoliberales (entre ellas, las que tienden a articularse en los sistemas educativos); el tercero, es el proceso de explosión de diversos modos de enlazarse y actuar más allá de las estipulaciones de los «contratos sociales» (modos que irrumpen descontroladamente en los espacios escolares).
En nuestras trayectorias hemos considerado cuestiones vinculadas con el discurso y, eventualmente, su análisis, en tres sentidos:
1. La totalidad del espacio escolar, en tanto configuración social significativa, en su complejidad y dispersión.
2. Los agentes particulares que en él se comunican, produciendo diferentes significados y diversos efectos de poder.
3. El cruzamiento de diferentes campos de significación que entran en distintos niveles de articulación, de conflicto y de pugna por el sentido.
Hablamos de espacio escolar en cuanto complejo cultural relativamente articulado que se produce dentro de las delimitaciones espaciales de una institución destinada a la formación de sujetos sociales. El espacio escolar se hace visible, a su vez, en diversos rituales, rutinas, posiciones, gestos, metáforas, distribución de espacios, circulación en ellos, emblemas, símbolos, ritos instruccionales, ficciones, soportes mitológicos, prácticas extradiscursivas, ceremonias, banderas, cánticos e himnos, rangos y prestigios, diplomas, certificados, marcas, apelaciones, manejos de ruidos y silencios. Todo ello relativamente articulado en una configuración social que es significativa. En cuanto tal, la totalidad del espacio escolar es discursiva, aunque conviene aclarar (como lo venimos haciendo) que lo educativo, en tanto discurso, no puede anudarse ni encapsularse sólo en este tipo de espacio.
Si el espacio público (como lo definiera Hannah Arendt[1]) está constituido por la lexis y, además, toda configuración social es discursiva (como lo afirma Rosa Nidia Buenfil Burgos, 1993), al analizar los desencuentros, los conflictos y las zonas de clivaje discursivo en el espacio escolar, por tratarse de un espacio público y de una configuración social, es posible sostener que todo espacio escolar está discursivamente construido y puede ser abordado como discurso. Para esto, necesitamos aceptar la diferencialidad, la inestabilidad y la apertura de las significaciones y, por lo tanto, del discurso. De modo que si asumimos esta premisa, inmediatamente, también, esta vía nos permite visualizar la incapacidad de asignar un carácter fijo, estable y cerrado a lo educativo mismo. Precisamente en la conflictividad discursiva, los sujetos se forman como tales, donde la dispersión discursiva debe ser privilegiada frente a las pretensiones monolíticas de la escolarización y las formas de neodisciplinamiento, así como frente a los discursos pedagógicos normativos.
Es posible sostener que lo educativo consiste en que, a partir de una práctica de interpelación, un agente se constituye en sujeto de educación activo incorporando de dicha interpelación algún nuevo contenido valorativo, conductual, conceptual, etc., que modifique su práctica cotidiana en términos de una transformación o en términos de una reafirmación más fundamentada. A partir de los modelos de identificación propuestos desde algún discurso específico, el sujeto se reconoce en dicho modelo, se siente aludido o acepta ser lo que se le propone ser.
Por otro lado, si un campo de control simbólico está constituido por agencias y agentes que se especializan en los códigos discursivos que dominan, las escuelas son agencias de control simbólico, cuyos agentes centrales son los docentes. Tanto las agencias como los agentes podríamos afirmar que distribuyen habitus, ethos y hexis dominantes, mediante el control y regulación de medios y técnicas especializadas. En una agencia como la escuela, los agentes de control simbólico (los docentes entre otros) pueden caracterizarse según la función discursiva que tienen, su localización en el campo y el posicionamiento (localización jerárquica) que poseen (cfr. Bernstein, 1994). Con la finalidad de hacer efectivo ese control, los agentes sostienen un determinado «discurso del orden» articulado con un imaginario social hegemónico o dominante[2]; un discurso que se hace corpóreo o material, que se concreta en determinados «paradigmas raíces»[3], que contienen y privilegian determinados significados y no otros, es decir: su performatividad está en que tienen efectos en las relaciones sociales, excluyendo otros tipos de experiencias, de prácticas o de interpretaciones. Sin embargo, es posible sostener que, en el contexto de la crisis de lo instituido y de las transformaciones culturales, la agencia no puede ya circunscribirse y anudarse con la docencia; en efecto, consideramos agentes a todos los sectores y los particulares que en el espacio escolar establecen algún tipo de comunicación (precisando que por «comunicación» no entenderemos situaciones de acuerdo, transparencia y armonía, sino también situaciones de conflicto en la puesta en común).
Precisamente, en el espacio escolar irrumpen discursos comprensibles si son referidos por lo menos a tres campos de significación: el escolar, el mediático y el callejero. Es posible sostener que el campo de significación escolar, productor de un discurso articulado en torno a un ideal moderno de nacionalismo e idoneidad, constituye un discurso del orden, de la normalidad y del disciplinamiento, constituyendo, a la vez, sujetos de orden, normalizados y disciplinados. En este sentido, privilegia el «deber ser» o, simplemente, el «ser alguien» frente al «mero estar», la lógica escritural frente a las culturas orales y a la oralidad secundaria, los dispositivos de control frente a la amenaza de lo original o irregular. La suposición es que los agentes que sostienen y reproducen este discurso son los docentes que, además, detentan un poder arbitrario fundamentado en cierto arbitrario cultural. Precisamente su performatividad consiste en que sus interpelaciones son llamamientos a los sujetos de sus reconocimientos; es decir, el carácter político de su discurso radica en que constituye los sujetos en la interpelación (cfr. Laclau y Mouffe, 1987: 139). Por lo demás, tales discursos, en la medida en que multiplican restricciones y exclusiones, contribuyen a establecer determinados regímenes de verdad y a producir efectos de poder (cfr. Foucault, 1992).
En los espacios escolares existe una verdadera pugna por el sentido en tres dimensiones. Una, es la dimensión de lucha por el significado de la alfabetización (entendida como proceso básico de leer y escribir). Otra, es la de combate hermenéutico (el “aula es una arena simbólica en pie de guerra”, McLaren, 1995: 260), en cuanto existen interpretaciones de la experiencia y del mundo que pugnan entre sí y existen modos «desbordados» de interpretación, según la hermenéutica del discurso del orden. Finalmente, la otra es la dimensión de pugna por imponer determinado modo de subjetividad (como zona de articulación entre lenguaje y experiencia) sobre otras posibles. En particular, los perfiles hermenéuticos y los modos de subjetividad se refieren a cómo debería ser no sólo entendida sino, también, encarada la vida cotidiana.
En efecto, la institucionalidad (como serie de anudamientos significativos) y la docencia (como agencia de control simbólico) se ven permanentemente desafiados por lenguajes y discursos provenientes de otros campos, como el mediático y el callejero. Estos campos, a su vez, producen incesantemente interpelaciones frente a las cuales los sujetos se reconocen (o no). En este sentido, los diversos discursos producen modelos de identificación a los sujetos. A partir de los modelos de identificación propuestos desde algún discurso específico (sea escolar, mediático, callejero u otro) el sujeto se reconoce en dicho modelo, se siente aludido o acepta ser lo que se le propone ser.
El desencuentro se produce, precisamente, en las distancias y fisuras entre los saberes, prácticas y representaciones provenientes de los discursos diferenciales (el escolar, el mediático, el callejero). Por otra parte, cada discurso refuerza su especificidad en la medida en que ubica axiológicamente a cada uno de los otros. Por ejemplo, para el discurso escolar, el mediático está atrapado por la cultura masiva que deforma y degrada la cultura, mientras que el callejero, en cuanto anómalo, contiene las marcas del desorden, el descontrol y la peligrosidad social. Para el discurso mediático, el discurso escolar se juega entre la conservación de lo arcaico y la cualificación por la vía de incorporación tecnológica (entre otras cosas)[4], y el discurso callejero (como en el escolar) condensa series de anomalías sociales y situaciones de peligrosidad o de riesgo. Para el discurso callejero, finalmente, el discurso escolar contiene una falsa epistemología, inservible para enfrentar los problemas de la vida cotidiana, mientras que el discurso mediático se articula con las propias formas y lenguajes disponibles para la «lectura y escritura» del mundo. En todos los casos, las distancias y los límites, construidos como fronteras discursivas, permiten el refuerzo de los propios estatutos y representaciones en pugna.
Cabe aclarar, sin embargo, que todos los agentes que contribuyen al reforzamiento, incluso consciente, de sus propios discursos y de sus campos de significación, se apropian de los otros y los hibridan en sus prácticas, aunque lo hagan pretendiendo dar continuidad a sus propios intereses[5]. En este sentido, parece mucho más difícil cualquier hibridación entre los discursos escolar y callejero, lo que implicaría cierto reconocimiento del carácter ideológico de la cultura escolar[6].
Con lo dicho, es preciso revisar el carácter performativo de los discursos producidos por los campos escolar, mediático y callejero. Tal cuestión contribuye, por lo demás, a hacer comprensibles las pugnas por el significado de las experiencias y de la vida que se dan, en este caso, en el espacio escolar. Pero para reconocer la performatividad de dichos discursos, en cuanto puestas en acción de sistemas lingüísticos, necesitamos introducir una noción: la de sistemas de sentido. En los sistemas de sentido los discursos se inscriben y, a partir de ellos, los sujetos se reconocen y se encuentran.
Por otra parte, hemos considerado transversalmente en qué medida esa conflictiva discursiva que se produce en las instituciones escolares sostiene, pronuncia y posibilita o constriñe diferentes interpretaciones, prácticas y experiencias sobre lo educativo. En otras palabras, en el espacio educativo, a través de los agentes y en los diversos campos de significación, actúan al menos dos discursos pedagógicos básicos, explícitos o implícitos: el no crítico y el crítico, cada uno de ellos con sus matices diferenciales.
Desde la noción según la cual los discursos proponen modelos de identificación y que los mismos se articulan con reconocimientos, por un lado, y con modificaciones en las prácticas cotidianas, es posible sostener que existen discursos críticos o liberadores y, en cambio, discursos no críticos o conformistas. Además, que ninguno de ellos debe ser anudado necesariamente al discurso escolar (que supone el estatuto escolar de la educación, que fija un significado y lo congela, soslayando la variabilidad y procesualidad de lo histórico-social). Sólo a partir de este contexto discursivo general se hacen comprensibles los discursos particulares circulantes en el espacio escolar, portados por los agentes, y el mismo espacio escolar en tanto dispuesto discursivamente o en cuanto configuración social discursiva.
A partir de las interpelaciones y de los modelos de identificación propuestos desde los distintos discursos específicos (sea el escolar, el mediático, el callejero u otro) el sujeto se reconoce, se siente aludido o acepta ser lo que se le propone ser, e incorpora algún saber, práctica o representación. Desde allí produce modificaciones en su práctica cotidiana en términos de una transformación o en términos de una reafirmación más fundamentada. Sin embargo, una comprensión imprecisa de estas situaciones puede llevarnos a conclusiones falsas, desde el punto de vista político (cosa que suele ocurrir en corrientes de los cultural studies celebratorias de las posibilidades de una autonomía absoluta en la resemantización de los textos). Para ser precisos, debemos distinguir entre los niveles lingüístico y experiencial en la constitución subjetiva y en los posicionamientos no crítico y crítico. En el nivel del lenguaje, un posicionamiento no crítico se caracteriza por una general aceptación de discursos de orden y por una lectura dominante de las interpelaciones discursivas textuales. Entretanto, en el nivel de la experiencia, este posicionamiento se caracteriza por conductas y prácticas conformistas con el sistema hegemónico. Por su lado, un pocisionamiento crítico subjetivo, en el nivel del lenguaje, desarrolla una oposición y desmantelamiento (desnaturalización) tanto a los discursos de orden como en las lecturas de los textos culturales dominantes. En el nivel de la experiencia, la culminación de la posición crítica se da en distintos tipos de prácticas de resistencia y de transformación de las situaciones de dominación. Pero no es posible la vinculación necesaria de lecturas y prácticas oposicionales con experiencias resistenciales y transformadoras. Es decir, no toda oposición significa resistencia (cfr. Giroux, 1985); muchas veces una oposición discursiva (en el sentido de lingüística) suele estar acompañada por conductas, actitudes y experiencias conformistas (como lo han demostrado las investigaciones, por ejemplo, de Paul Willis, 1977).
Algunas consideraciones finales
Tanto el abordaje de las tradiciones residuales en la vinculación entre lo educativo, lo cultural y lo político, como la consideración de los espacios escolares en su complejidad, nos ha llevado a la necesidad de reconocer estas situaciones en otros espacios sociales que han privilegiado los lazos antes que la institucionalidad y los contratos sociales. En este sentido, hemos investigado y desarrollado prácticas de aproximación a diferentes espacios urbanos considerados como «polos de identidad» o, mejor, de identificación[7]. En esos polos, los sujetos forjan sus identidades en la medida en que experimentan un sentido del nosotros, una representación de distinguibilidad (los otros) y una narrativa histórica común (cfr. Giménez, 1997).
En esos polos de identificación emergen, se hacen públicos y se presentan articulando texturas mediática con nuevas formas de politicidad, discursos articulados con matrices estético-políticas de borde, en algún momento construidas como anómalas por el discurso hegemónico. Esos discursos polares múltiples, en algún momento se constituyen en interpeladores en cuanto a la formación de sujetos, esto es, son educativos. Y lo son en ese novedoso cruzamiento entre lo cultural y lo político. Por lo general, es posible sostener que lo educativo, a través de tales polos de identificación, es implícitamente entendido como un discurso caracterizado por su apertura, su transitoriedad y su relatividad referencial[8]. Pero, además, que está relacionado, en la confusión y los desplazamientos producidos con las transformaciones culturales, con una revitalización de lo político y de lo público. Lo político, ahora entendido como compleja configuración de distintas manifestaciones de poder (incluyendo «la política»), reflejando la condensación de distintas instancias del poder sociocultural; como tal, lo político reconoce la relativa autonomía en el desarrollo de distintas esferas de la vida sociocultural y se rige según una lógica de cooperación o antagonismo entre voluntades colectivas. Lo público, entretanto, entendido de dos maneras: como lo que aparece en público, que puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene amplia publicidad (para lo cual los polos se apropian de las formas de visibilidad propias de la cultura mediática) y como el propio mundo en cuanto mundo común a todos (diferente al lugar poseído privadamente), construido en el discurso público de los polos de identificación[9].
Por lo demás, y si de lo discursivo se trata, hemos intentado reconocer y revitalizar una matriz dialógica en cuanto a las articulaciones entre lo educativo, lo cultural y lo político. El diálogo debe ser pensado no como un acontecimiento inaugural o aislado. Antes bien, debe comprenderse como un proceso cultural que carga en la voz (como conjunto de significados multifacéticos y articulados con los cuales los educadores y los educandos se enfrentan expresando sus experiencias, cfr. McLaren, 1994: 273) la memoria; una memoria como acumulación narrativa (no siempre consciente) de lazos colectivos y de contradicciones experimentadas. En cuanto proceso político, el diálogo debe permitir desandar y desmantelar, con el otro, el discurso del orden y sus significaciones dominantes, y debe defender formas contrahegemónicas existentes o emergentes. Esto es, tiene que alentar formas de luchas democráticas en las cuales, excediendo las series de oposiciones binarias construidas por la «ideología democrática burguesa» hecha discurso del orden, se reconoce y subraya la multiplicidad de espacios políticos que a la vez conforman culturalmente una modalidad de formación de sujetos y producción de sentidos.
Bibliografía:
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Notas:
[1] Sobre la noción de «pánico moral», véase S. Cohen (1972). El concepto es sumamente importante en los estudios culturales. En este marco, se ha sostenido que los medios de comunicación son capaces de movilizar un pánico moral alrededor de determinadas cuestiones o grupos, a los que se los hace depositarios de un síntoma de conflicto social; en definitiva, la producción de pánico moral opera como reforzamiento de la ideología, en la medida en que naturaliza determinadas situaciones o condiciones que aparecen en procesos, sectores o personas (cfr. J. Curran, 1998; S. Hall y otros, 1978). Por otra parte, las escuelas reproducen y promueven representaciones generadoras de pánico moral y percepciones correspondientes a una cultura del miedo al «otro», que lleva a justificar la vigilancia sobre las posibles prácticas «desviadas» (cfr. McLaren, 1998a), porque siempre el otro quiere robar nuestro placer, quiere echar a perder nuestro estilo de vida (cfr. McLaren, 1998b).[2] La idea de «mitología de un orden anterior» está tomada de Susana José (1988). En ella se pretende resaltar un tipo de orden asociado al origen y fijado en el pasado, en el principio de la historia. En este sentido, representa lo arcaico en la tradición (cfr. Williams, 1997). La fuga al pasado, como recurso también estratégico, es característica de las corrientes de pensamiento folklóricas y románticas, que subrayan al «pueblo en la cultura» con el fin de refutar ideológica y políticamente a las posiciones liberales e iluministas que resaltan al «pueblo en la política» (cfr. Martín-Barbero, 1989: Capítulo IV). En los románticos, el «orden anterior» representa lo esencial, el fundamento, lo sustancial y lo original.
[1] Nos ha resultado de interés observar el carácter de constitutivo y configurador de lo social y lo político que se le otorga a la palabra en pensadores como Hannah Arendt (1993: 37-ss.) o Cornelius Castoriadis (1993, II: 95-ss.), cuando presentan con tanta fuerza los conceptos de lexis -frente a praxis- en Arendt, y de legein -frente a teukhein- en Castoriadis, referidos a la constitución de la esfera pública o política por una parte y de la vida privada -el idion, propio del "idiota", según Aristóteles- por la otra, así como al sostén de lo imaginario social. Decir la palabra, en ambos casos, está ligado a la vida política, a la constitución de lo común, al interés de transformación de lo establecido.
[2] Enrique Marí afirma que en los dispositivos de poder convergen dos construcciones: el "discurso del orden" y el "imaginario social". El discurso del orden está asociado con la racionalidad: con la fuerza-racional, con la soberanía y con la ley; y el imaginario con cierta irracionalidad: con lo simbólico, lo inconsciente, las emociones, la voluntad y los deseos. "La función del imaginario social es operar en el fondo común y universal de los símbolos, seleccionando los más eficaces y apropiados a las circunstancias de cada sociedad, para hacer marchar el poder. Para que las instituciones del poder (...) se inscriban en la subjetividad de los hombres" (Marí, 1987: 64).
[3] La noción de “paradigmas raíces” ha sido tomada de Peter McLaren (cfr. McLaren, 1995: 149). Los “paradigmas raíces” sirven como guiones culturales que existen (porque han sido apropiados) en los docentes y en los estudiantes, que a su vez guían la cognición y orientan las experiencias aceptables.
[4] La investigadora Paula Morabes, a quien dirijo su trabajo de Beca de Formación Superior (UNLP), ha realizado un relevamiento general de los equipamientos mediáticos disponibles en las instituciones de Educación General Básica (EGB), en la ciudad de La Plata. Esto le ha permitido comprender, entre otras cosas, el carácter articulatorio de esos soportes o equipamientos con determinadas disposiciones subjetivas; pero, además, la impregnación del discurso escolar por parte de requerimientos vinculados con la cultura mediática.
[5] Esta cuestión la hemos observado en una investigación que dirijo, en la que participan las profesoras Alejandra Valentino, Gladys Lopreto, Susana Felli, Claudia Fino (de Lingüística), Glenda Morandi (pedagoga) y Sofía Calvente (de comunicación), entre otros. En ella, se ha abordado el problema de la recepción y el consumo de publicaciones destinadas a docentes de EGB en la ciudad de La Plata, para luego describir cómo las integran en sus prácticas educativas. Lo que se ha concluido, entre otras cosas, es que los docentes resuelven sus prácticas habituales (en tiempos de transformaciones culturales) apelando a saberes, representaciones y prácticas mediáticas, aunque lo hagan para reforzar sus intereses, propios de la cultura escolar.
[6] En investigaciones y prácticas coordinadas por mi colega, la profesora María Belén Fernández, ha resultado notable la producción de reforzamientos discursivos escolares sobre la peligrosidad, la violencia y la degradación de las culturas callejeras infantiles y juveniles. Otra, sin embargo, es la representación escolar de la “comunidad”, como zona donde emergen lazos relativamente solidarios y de colaboración. Por lo cual, las estrategias de relación con la comunidad que despliegan las escuelas, apuntan a su integración con la “comunidad”; pero lo hacen sólo con el fin de reforzar (no siempre conscientemente) el carácter hegemónico, en crisis, en la formación de sujetos, saberes y representaciones.
[7] Además de la investigación que mencionaremos en la nota siguiente, en el contexto de las prácticas de los estudiantes que cursaron el último verano nuestra cátedra de Comunicación y Educación, y con la coordinación de los licenciados Pedro Roldán y Florencia Cremona, hemos realizado aproximaciones a unos quince espacios socioculturales urbanos de La Plata, en un trabajo que aún no hemos sistematizado.
[8] Esta problemática está siendo abordada en una investigación que dirijo sobre dos polos de identificación en la ciudad de La Plata: las murgas y la agrupación H.I.J.O.S. (de desaparecidos). En esa investigación participan: Magalí Catino (pedagoga), Alfredo Alfonso (de comunicación), Federico Araneta, Darío Martínez y Daniel González (estudiantes de comunicación).
[9] Esta novedosa refiguración y reapropiación de lo público se da en el contexto de sucesivas privatizaciones no sólo económicas, sino político-culturales. En este sentido, los polos de identificación contribuyen a fisurar lo privado como estar privado de ser visto y oído, de lo común, de realizar algo más permanente que la propia vida, y como lo conectado con la “propiedad privada”. Véase, como referencia conceptual, H. Arendt, 1993, Cap. II: “La esfera pública y la privada”.
En el trabajo de nuestros equipos de investigación y de formación docente, así como en las prácticas en diferentes escenarios educativos que realizamos con alumnos universitarios, no hemos abordado como objeto las vinculaciones entre discurso y educación. Antes bien, hemos interrogado a los discursos como un modo de acceder a las articulaciones entre educación y comunicación en el contexto de lo cultural y lo político. Esto quiere decir, necesitamos considerar a las configuraciones sociales (constituidas en los encuentros históricos entre lo cultural y lo político) como discursos, en tanto son significativas, y a los discursos no sólo como palabras, sino como modos materiales de regulación de experiencias y de formación subjetiva.
En ese intento hemos considerado dos problemas específicos del campo de Comunicación/Educación:
1. El primero, es el de la producción de tradiciones que funcionan como residuales, en tanto representan el discurso de un pasado configurativo en un presente preconfigurado (cfr. Williams, 1997: 137). Entre otras, hemos abordado la tradición escolarizadora, en articulación con lo político y lo cultural, en el discurso dominante de Sarmiento, y la tradición comunal de Saúl Taborda, que se erige tanto como discurso alternativo, cuanto como desmantelamiento del discurso dominante.
2. El segundo, es el problema del completo desbordamiento de los espacios instituidos como formadores de sujetos, en particular: la escuela, debido a las transformaciones culturales acaecidas en las últimas décadas. Tales transformaciones, que deben percibirse articuladas con procesos político-sociales determinados, hacen emerger diversos conflictos, entre ellos el de los desencuentros y cruzamientos entre cultura escolar, cultura mediática y cultura callejera en los espacios educativos.
Las tradiciones sobre lo educativo y las culturas en los discursos de Sarmiento y Taborda
Una primera cuestión que hemos abordado desde la investigación es el anudamiento de lo educativo con lo escolar. En un sentido histórico-político, hemos abordado el problema de cómo en las pedagogías oficiales se produjo un discurso educativo que consagra la bipolaridad cultural y que produce imaginarios de relativo pánico moral. En este sentido, lo educativo, encapsulado en lo escolar, ha contribuido a producir un discurso de la escolarización comprensible en relación necesaria con la cultura escolar. Pero, además, el sentido de tal relación es imposible de describir sin vincularlo con el contexto del proyecto de organización jurídico-política moderna en nuestros países. Con lo que, inmediatamente, lo educativo encuentra su sentido en las articulaciones entre lo cultural y lo político.
En el caso argentino, el discurso que sirve de base al proyecto moderno de escolarización es el de Domingo Faustino Sarmiento, así como la primera historización y desnaturalización de ese discurso puede encontrarse en la producción discursiva del pedagogo cordobés Saúl A. Taborda. Los discursos de Sarmiento y de Taborda se constituyen en dos tradiciones constitutivas de la articulación entre lo educativo, lo cultural y lo político; no tanto por representar una construcción orgánica tal articulación, sino más bien por los proyectos generales y las notas indiciarias particulares de cada uno de ellos, referidos a aquella articulación. Esas características serán resignificadas y rearticuladas en los discursos específicos del campo político-educativo como tal y, también, del campo político-cultural. Nos encontramos frente a dos tipos de formaciones discursivas: una hegemónica y la otra alternativa, ambas haciéndose, tramándose, rearticulándose como tradicionales; y en este sentido, ambas son tradiciones residuales (cfr. Williams, 1997: 137).
El discurso de Sarmiento representa una formación hegemónica que se prolonga en una ideología oficial acerca de las vinculaciones entre educación y cultura. Su pensamiento es un pensamiento nítidamente estratégico: su interés es producir una formación hegemónica a partir de la oposición binaria «civilización y barbarie». La «oposición binaria» se constituye en categoría analítica de lo sociocultural, desde la cual se producen sentidos elaborándose una cadena de sucesivas oposiciones. En la gran estrategia sarmientina, el pasaje entre los polos de la oposición binaria se da a través de la escolarización: es ella la que permite el proceso de construcción de la civilización. Pese al propósito estratégico, resultará clave observar que las oposiciones binarias dejan un espacio intermedio (que hace las veces de límite entre los polos) que se puede caracterizar como ambiguo. Entre la civilización y la barbarie hay una categoría ambigua, que es simultáneamente lo uno y lo otro, y no es ni lo uno ni lo otro. Si la escolarización es considerada, ahora, no ya como una estrategia de pasaje sino como categoría ambigua, será posible comprender cómo en ella (en tanto escenario y proceso a la vez) aparece como fenómeno y simultáneamente tanto la civilización como la barbarie; como espacio y como práctica, la escolarización no es -en definitiva- ni civilización ni barbarie, sino frontera, pasaje y confusión de ambos polos.
Los pares binarios, de este modo, son altamente generadores de sentidos ideológicos: sentidos naturalizados que contribuyen, a lo largo del tiempo, a estructurar las percepciones sobre el mundo sociocultural (cfr. O’Sullivan y otros, 1997: 247-248). Además, sabemos que una formación hegemónica se conforma como totalidad a partir de la conciencia/configuración de sus propios límites (cfr. Laclau y Mouffe, 1987: 165), producidos en el propio discurso. Si la realidad en cuanto referencia empírica (o como formación social) es variable, procesual y conformada por diferencias, la formación hegemónica se distingue por ser una totalidad articulada de diferencias. En este sentido, una formación hegemónica logra significarse a sí misma o constituirse como tal, sólo en la medida en que transforma los límites en fronteras y en que construye cadenas de equivalencias que producen la definición de aquello que ella no es; sólo a través de esta división es capaz de constituirse como horizonte totalizante. El soslayo del polo bárbaro, sin embargo, no implica su ignorancia absoluta en cuanto referente empírico de una formación social; más bien la totalización discursiva tiene efectos de poder en la medida en que divide: el «otro» de la oposición binaria está más allá de las fronteras producidas y es el objeto de pánico moral. El pánico moral es el efecto más inmediato de la totalización discursiva hegemónica, que hace que el soslayo del «otro» sea a la vez productivo: es la producción de un imaginario de amenaza, y por tanto de rechazo, de una condición sociocultural, de acontecimientos o episodios, de grupos o personas, frente a los cuales el discurso hegemónico pretende sensibilizar moralmente a toda la sociedad[1]. La trampa de la oposición binaria, precisamente consiste en reforzar el propósito del lenguaje, interpretativo de lo sociocultural, que es el de imponer cierto orden moral a través de cierta imposición de coordenadas semióticas de lectura del mundo. De modo que la manera en que el lenguaje se relaciona, designa, interpreta la experiencia, los procesos, los acontecimientos de la formación sociocultural, está de antemano sobredeterminada por el lenguaje mismo, que estructura el horizonte de las experiencias y la dirección de los deseos; es decir, sería imposible distanciarse hacia una plataforma extralingüística para reflexionar esa situación dentro del lenguaje (cfr. Zizek, 1992; McLaren, 1998a). Es el lenguaje, en este caso binario, el que produce la otredad que luego construye como amenaza. Con lo que la acción estratégica encuentra no sólo su justificación, sino su necesidad, a causa de la percepción generalizada de miedo al «otro» (a la barbarie, al dejarse estar, al atraso, al desierto). En adelante, lo comunal y facúndico será objeto de pánico moral, por ser anómalo, o bien será invisibilizado.
El discurso de Taborda, en cambio, representa una formación alternativa posible de visualizar no sólo en la percepción de lo preexistente (en la formación social), sino también en los esfuerzos de desnaturalización del discurso ideológico hegemónico. Lo «preexistente», sin embargo, no se refiere a una suerte de mitología del orden anterior[2], sino que pretende resaltar en el proceso histórico de producción de una determinada política cultural-educativa, la construcción de un orden discursivo (el de la política oficial) en base a la exclusión diacrónica y sincrónica de las diferencias y a su invisibilización, construidas (en virtud de la necesidad de establecer fronteras de la «totalidad») como anómalas y unificadas, lo que significa aplanadas, como «otro». Y es una formación alternativa en la medida en que no se inscribe en la construcción de otro tipo de totalización estratégica (propia de una racionalidad instrumental) sino en la poiesis o apuesta a la creación, la imaginación y la autonomía, pero sobre un «campo poblado» de sentidos, y no sobre una desertificación sociocultural. Al hablar de «alternativa», entonces, no hacemos referencia a lo original en cuanto «anterior», fundacional o fijado en un pretérito sustancial, ni lo hacemos sólo en el sentido de Michel Foucault (cfr. Foucault, 1991: IV, Cap. II) acerca de «lo original» como lo nuevo. Conviene recordar la distinción de este autor entre lo regular y lo original, como polos axiológicos de los discursos: de un lado lo antiguo, repetido, tradicional, conforme a un tipo medio, derivado de lo ya dicho; del otro, lo nuevo, lo inédito, lo desviado incluso, que aparece por primera vez. No es alternativo en cuanto a novedoso, ni en el sentido de resaltar el polo opuesto de la oposición binaria; porque, en tanto discurso alternativo, el de Taborda es otro discurso entre otros posibles, y no un discurso acerca de un «otro» sustancializado, en definitiva producido por la totalización hegemónica. Acaso es alternativo en cuanto pone en el centro de su interpretación, como un nudo olvidado y excluido, una formación cultural tradicional (en su sentido residual) pero a la vez emergente en los escenarios y las prácticas culturales educativas. Pese al soslayo y la invisibilización impuestas por la oposición binaria y a pesar de la unificación de la multiplicidad que contiene, esta formación cultural, que podríamos denominar popular, comprende múltiples movimientos y tendencias efectivos que tienen influencia significativa en el desarrollo cultural, y que mantienen relaciones variables y a veces solapadas con las instituciones formalizadas (cfr. Williams, 1997: 139). Taborda, de este modo, asume la variabilidad de lo particular desbordando el estatuto cultural y educativo producido por las estrategias hegemónicas.
Las transformaciones culturales y los conflictos discursivos en el espacio escolar
Los desencuentros, los conflictos discursivos y las pugnas por el significado de la experiencia y del mundo en el espacio escolar tienen relación con una novedosa situación de transformaciones culturales. Éstas no deben percibirse, sin embargo, como sólo sumatorias o agregamientos de fragmentos culturales superpuestos y en caos, sino como emergentes de tres tipos de procesos: el primero, es el de crisis y deslegitimación de las instituciones (entre ellas, la institución moderna destinada a la formación de sujetos); el segundo, el de asechamiento por parte de sucesivas y diversas reformas políticas neoliberales (entre ellas, las que tienden a articularse en los sistemas educativos); el tercero, es el proceso de explosión de diversos modos de enlazarse y actuar más allá de las estipulaciones de los «contratos sociales» (modos que irrumpen descontroladamente en los espacios escolares).
En nuestras trayectorias hemos considerado cuestiones vinculadas con el discurso y, eventualmente, su análisis, en tres sentidos:
1. La totalidad del espacio escolar, en tanto configuración social significativa, en su complejidad y dispersión.
2. Los agentes particulares que en él se comunican, produciendo diferentes significados y diversos efectos de poder.
3. El cruzamiento de diferentes campos de significación que entran en distintos niveles de articulación, de conflicto y de pugna por el sentido.
Hablamos de espacio escolar en cuanto complejo cultural relativamente articulado que se produce dentro de las delimitaciones espaciales de una institución destinada a la formación de sujetos sociales. El espacio escolar se hace visible, a su vez, en diversos rituales, rutinas, posiciones, gestos, metáforas, distribución de espacios, circulación en ellos, emblemas, símbolos, ritos instruccionales, ficciones, soportes mitológicos, prácticas extradiscursivas, ceremonias, banderas, cánticos e himnos, rangos y prestigios, diplomas, certificados, marcas, apelaciones, manejos de ruidos y silencios. Todo ello relativamente articulado en una configuración social que es significativa. En cuanto tal, la totalidad del espacio escolar es discursiva, aunque conviene aclarar (como lo venimos haciendo) que lo educativo, en tanto discurso, no puede anudarse ni encapsularse sólo en este tipo de espacio.
Si el espacio público (como lo definiera Hannah Arendt[1]) está constituido por la lexis y, además, toda configuración social es discursiva (como lo afirma Rosa Nidia Buenfil Burgos, 1993), al analizar los desencuentros, los conflictos y las zonas de clivaje discursivo en el espacio escolar, por tratarse de un espacio público y de una configuración social, es posible sostener que todo espacio escolar está discursivamente construido y puede ser abordado como discurso. Para esto, necesitamos aceptar la diferencialidad, la inestabilidad y la apertura de las significaciones y, por lo tanto, del discurso. De modo que si asumimos esta premisa, inmediatamente, también, esta vía nos permite visualizar la incapacidad de asignar un carácter fijo, estable y cerrado a lo educativo mismo. Precisamente en la conflictividad discursiva, los sujetos se forman como tales, donde la dispersión discursiva debe ser privilegiada frente a las pretensiones monolíticas de la escolarización y las formas de neodisciplinamiento, así como frente a los discursos pedagógicos normativos.
Es posible sostener que lo educativo consiste en que, a partir de una práctica de interpelación, un agente se constituye en sujeto de educación activo incorporando de dicha interpelación algún nuevo contenido valorativo, conductual, conceptual, etc., que modifique su práctica cotidiana en términos de una transformación o en términos de una reafirmación más fundamentada. A partir de los modelos de identificación propuestos desde algún discurso específico, el sujeto se reconoce en dicho modelo, se siente aludido o acepta ser lo que se le propone ser.
Por otro lado, si un campo de control simbólico está constituido por agencias y agentes que se especializan en los códigos discursivos que dominan, las escuelas son agencias de control simbólico, cuyos agentes centrales son los docentes. Tanto las agencias como los agentes podríamos afirmar que distribuyen habitus, ethos y hexis dominantes, mediante el control y regulación de medios y técnicas especializadas. En una agencia como la escuela, los agentes de control simbólico (los docentes entre otros) pueden caracterizarse según la función discursiva que tienen, su localización en el campo y el posicionamiento (localización jerárquica) que poseen (cfr. Bernstein, 1994). Con la finalidad de hacer efectivo ese control, los agentes sostienen un determinado «discurso del orden» articulado con un imaginario social hegemónico o dominante[2]; un discurso que se hace corpóreo o material, que se concreta en determinados «paradigmas raíces»[3], que contienen y privilegian determinados significados y no otros, es decir: su performatividad está en que tienen efectos en las relaciones sociales, excluyendo otros tipos de experiencias, de prácticas o de interpretaciones. Sin embargo, es posible sostener que, en el contexto de la crisis de lo instituido y de las transformaciones culturales, la agencia no puede ya circunscribirse y anudarse con la docencia; en efecto, consideramos agentes a todos los sectores y los particulares que en el espacio escolar establecen algún tipo de comunicación (precisando que por «comunicación» no entenderemos situaciones de acuerdo, transparencia y armonía, sino también situaciones de conflicto en la puesta en común).
Precisamente, en el espacio escolar irrumpen discursos comprensibles si son referidos por lo menos a tres campos de significación: el escolar, el mediático y el callejero. Es posible sostener que el campo de significación escolar, productor de un discurso articulado en torno a un ideal moderno de nacionalismo e idoneidad, constituye un discurso del orden, de la normalidad y del disciplinamiento, constituyendo, a la vez, sujetos de orden, normalizados y disciplinados. En este sentido, privilegia el «deber ser» o, simplemente, el «ser alguien» frente al «mero estar», la lógica escritural frente a las culturas orales y a la oralidad secundaria, los dispositivos de control frente a la amenaza de lo original o irregular. La suposición es que los agentes que sostienen y reproducen este discurso son los docentes que, además, detentan un poder arbitrario fundamentado en cierto arbitrario cultural. Precisamente su performatividad consiste en que sus interpelaciones son llamamientos a los sujetos de sus reconocimientos; es decir, el carácter político de su discurso radica en que constituye los sujetos en la interpelación (cfr. Laclau y Mouffe, 1987: 139). Por lo demás, tales discursos, en la medida en que multiplican restricciones y exclusiones, contribuyen a establecer determinados regímenes de verdad y a producir efectos de poder (cfr. Foucault, 1992).
En los espacios escolares existe una verdadera pugna por el sentido en tres dimensiones. Una, es la dimensión de lucha por el significado de la alfabetización (entendida como proceso básico de leer y escribir). Otra, es la de combate hermenéutico (el “aula es una arena simbólica en pie de guerra”, McLaren, 1995: 260), en cuanto existen interpretaciones de la experiencia y del mundo que pugnan entre sí y existen modos «desbordados» de interpretación, según la hermenéutica del discurso del orden. Finalmente, la otra es la dimensión de pugna por imponer determinado modo de subjetividad (como zona de articulación entre lenguaje y experiencia) sobre otras posibles. En particular, los perfiles hermenéuticos y los modos de subjetividad se refieren a cómo debería ser no sólo entendida sino, también, encarada la vida cotidiana.
En efecto, la institucionalidad (como serie de anudamientos significativos) y la docencia (como agencia de control simbólico) se ven permanentemente desafiados por lenguajes y discursos provenientes de otros campos, como el mediático y el callejero. Estos campos, a su vez, producen incesantemente interpelaciones frente a las cuales los sujetos se reconocen (o no). En este sentido, los diversos discursos producen modelos de identificación a los sujetos. A partir de los modelos de identificación propuestos desde algún discurso específico (sea escolar, mediático, callejero u otro) el sujeto se reconoce en dicho modelo, se siente aludido o acepta ser lo que se le propone ser.
El desencuentro se produce, precisamente, en las distancias y fisuras entre los saberes, prácticas y representaciones provenientes de los discursos diferenciales (el escolar, el mediático, el callejero). Por otra parte, cada discurso refuerza su especificidad en la medida en que ubica axiológicamente a cada uno de los otros. Por ejemplo, para el discurso escolar, el mediático está atrapado por la cultura masiva que deforma y degrada la cultura, mientras que el callejero, en cuanto anómalo, contiene las marcas del desorden, el descontrol y la peligrosidad social. Para el discurso mediático, el discurso escolar se juega entre la conservación de lo arcaico y la cualificación por la vía de incorporación tecnológica (entre otras cosas)[4], y el discurso callejero (como en el escolar) condensa series de anomalías sociales y situaciones de peligrosidad o de riesgo. Para el discurso callejero, finalmente, el discurso escolar contiene una falsa epistemología, inservible para enfrentar los problemas de la vida cotidiana, mientras que el discurso mediático se articula con las propias formas y lenguajes disponibles para la «lectura y escritura» del mundo. En todos los casos, las distancias y los límites, construidos como fronteras discursivas, permiten el refuerzo de los propios estatutos y representaciones en pugna.
Cabe aclarar, sin embargo, que todos los agentes que contribuyen al reforzamiento, incluso consciente, de sus propios discursos y de sus campos de significación, se apropian de los otros y los hibridan en sus prácticas, aunque lo hagan pretendiendo dar continuidad a sus propios intereses[5]. En este sentido, parece mucho más difícil cualquier hibridación entre los discursos escolar y callejero, lo que implicaría cierto reconocimiento del carácter ideológico de la cultura escolar[6].
Con lo dicho, es preciso revisar el carácter performativo de los discursos producidos por los campos escolar, mediático y callejero. Tal cuestión contribuye, por lo demás, a hacer comprensibles las pugnas por el significado de las experiencias y de la vida que se dan, en este caso, en el espacio escolar. Pero para reconocer la performatividad de dichos discursos, en cuanto puestas en acción de sistemas lingüísticos, necesitamos introducir una noción: la de sistemas de sentido. En los sistemas de sentido los discursos se inscriben y, a partir de ellos, los sujetos se reconocen y se encuentran.
Por otra parte, hemos considerado transversalmente en qué medida esa conflictiva discursiva que se produce en las instituciones escolares sostiene, pronuncia y posibilita o constriñe diferentes interpretaciones, prácticas y experiencias sobre lo educativo. En otras palabras, en el espacio educativo, a través de los agentes y en los diversos campos de significación, actúan al menos dos discursos pedagógicos básicos, explícitos o implícitos: el no crítico y el crítico, cada uno de ellos con sus matices diferenciales.
Desde la noción según la cual los discursos proponen modelos de identificación y que los mismos se articulan con reconocimientos, por un lado, y con modificaciones en las prácticas cotidianas, es posible sostener que existen discursos críticos o liberadores y, en cambio, discursos no críticos o conformistas. Además, que ninguno de ellos debe ser anudado necesariamente al discurso escolar (que supone el estatuto escolar de la educación, que fija un significado y lo congela, soslayando la variabilidad y procesualidad de lo histórico-social). Sólo a partir de este contexto discursivo general se hacen comprensibles los discursos particulares circulantes en el espacio escolar, portados por los agentes, y el mismo espacio escolar en tanto dispuesto discursivamente o en cuanto configuración social discursiva.
A partir de las interpelaciones y de los modelos de identificación propuestos desde los distintos discursos específicos (sea el escolar, el mediático, el callejero u otro) el sujeto se reconoce, se siente aludido o acepta ser lo que se le propone ser, e incorpora algún saber, práctica o representación. Desde allí produce modificaciones en su práctica cotidiana en términos de una transformación o en términos de una reafirmación más fundamentada. Sin embargo, una comprensión imprecisa de estas situaciones puede llevarnos a conclusiones falsas, desde el punto de vista político (cosa que suele ocurrir en corrientes de los cultural studies celebratorias de las posibilidades de una autonomía absoluta en la resemantización de los textos). Para ser precisos, debemos distinguir entre los niveles lingüístico y experiencial en la constitución subjetiva y en los posicionamientos no crítico y crítico. En el nivel del lenguaje, un posicionamiento no crítico se caracteriza por una general aceptación de discursos de orden y por una lectura dominante de las interpelaciones discursivas textuales. Entretanto, en el nivel de la experiencia, este posicionamiento se caracteriza por conductas y prácticas conformistas con el sistema hegemónico. Por su lado, un pocisionamiento crítico subjetivo, en el nivel del lenguaje, desarrolla una oposición y desmantelamiento (desnaturalización) tanto a los discursos de orden como en las lecturas de los textos culturales dominantes. En el nivel de la experiencia, la culminación de la posición crítica se da en distintos tipos de prácticas de resistencia y de transformación de las situaciones de dominación. Pero no es posible la vinculación necesaria de lecturas y prácticas oposicionales con experiencias resistenciales y transformadoras. Es decir, no toda oposición significa resistencia (cfr. Giroux, 1985); muchas veces una oposición discursiva (en el sentido de lingüística) suele estar acompañada por conductas, actitudes y experiencias conformistas (como lo han demostrado las investigaciones, por ejemplo, de Paul Willis, 1977).
Algunas consideraciones finales
Tanto el abordaje de las tradiciones residuales en la vinculación entre lo educativo, lo cultural y lo político, como la consideración de los espacios escolares en su complejidad, nos ha llevado a la necesidad de reconocer estas situaciones en otros espacios sociales que han privilegiado los lazos antes que la institucionalidad y los contratos sociales. En este sentido, hemos investigado y desarrollado prácticas de aproximación a diferentes espacios urbanos considerados como «polos de identidad» o, mejor, de identificación[7]. En esos polos, los sujetos forjan sus identidades en la medida en que experimentan un sentido del nosotros, una representación de distinguibilidad (los otros) y una narrativa histórica común (cfr. Giménez, 1997).
En esos polos de identificación emergen, se hacen públicos y se presentan articulando texturas mediática con nuevas formas de politicidad, discursos articulados con matrices estético-políticas de borde, en algún momento construidas como anómalas por el discurso hegemónico. Esos discursos polares múltiples, en algún momento se constituyen en interpeladores en cuanto a la formación de sujetos, esto es, son educativos. Y lo son en ese novedoso cruzamiento entre lo cultural y lo político. Por lo general, es posible sostener que lo educativo, a través de tales polos de identificación, es implícitamente entendido como un discurso caracterizado por su apertura, su transitoriedad y su relatividad referencial[8]. Pero, además, que está relacionado, en la confusión y los desplazamientos producidos con las transformaciones culturales, con una revitalización de lo político y de lo público. Lo político, ahora entendido como compleja configuración de distintas manifestaciones de poder (incluyendo «la política»), reflejando la condensación de distintas instancias del poder sociocultural; como tal, lo político reconoce la relativa autonomía en el desarrollo de distintas esferas de la vida sociocultural y se rige según una lógica de cooperación o antagonismo entre voluntades colectivas. Lo público, entretanto, entendido de dos maneras: como lo que aparece en público, que puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene amplia publicidad (para lo cual los polos se apropian de las formas de visibilidad propias de la cultura mediática) y como el propio mundo en cuanto mundo común a todos (diferente al lugar poseído privadamente), construido en el discurso público de los polos de identificación[9].
Por lo demás, y si de lo discursivo se trata, hemos intentado reconocer y revitalizar una matriz dialógica en cuanto a las articulaciones entre lo educativo, lo cultural y lo político. El diálogo debe ser pensado no como un acontecimiento inaugural o aislado. Antes bien, debe comprenderse como un proceso cultural que carga en la voz (como conjunto de significados multifacéticos y articulados con los cuales los educadores y los educandos se enfrentan expresando sus experiencias, cfr. McLaren, 1994: 273) la memoria; una memoria como acumulación narrativa (no siempre consciente) de lazos colectivos y de contradicciones experimentadas. En cuanto proceso político, el diálogo debe permitir desandar y desmantelar, con el otro, el discurso del orden y sus significaciones dominantes, y debe defender formas contrahegemónicas existentes o emergentes. Esto es, tiene que alentar formas de luchas democráticas en las cuales, excediendo las series de oposiciones binarias construidas por la «ideología democrática burguesa» hecha discurso del orden, se reconoce y subraya la multiplicidad de espacios políticos que a la vez conforman culturalmente una modalidad de formación de sujetos y producción de sentidos.
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Notas:
[1] Sobre la noción de «pánico moral», véase S. Cohen (1972). El concepto es sumamente importante en los estudios culturales. En este marco, se ha sostenido que los medios de comunicación son capaces de movilizar un pánico moral alrededor de determinadas cuestiones o grupos, a los que se los hace depositarios de un síntoma de conflicto social; en definitiva, la producción de pánico moral opera como reforzamiento de la ideología, en la medida en que naturaliza determinadas situaciones o condiciones que aparecen en procesos, sectores o personas (cfr. J. Curran, 1998; S. Hall y otros, 1978). Por otra parte, las escuelas reproducen y promueven representaciones generadoras de pánico moral y percepciones correspondientes a una cultura del miedo al «otro», que lleva a justificar la vigilancia sobre las posibles prácticas «desviadas» (cfr. McLaren, 1998a), porque siempre el otro quiere robar nuestro placer, quiere echar a perder nuestro estilo de vida (cfr. McLaren, 1998b).[2] La idea de «mitología de un orden anterior» está tomada de Susana José (1988). En ella se pretende resaltar un tipo de orden asociado al origen y fijado en el pasado, en el principio de la historia. En este sentido, representa lo arcaico en la tradición (cfr. Williams, 1997). La fuga al pasado, como recurso también estratégico, es característica de las corrientes de pensamiento folklóricas y románticas, que subrayan al «pueblo en la cultura» con el fin de refutar ideológica y políticamente a las posiciones liberales e iluministas que resaltan al «pueblo en la política» (cfr. Martín-Barbero, 1989: Capítulo IV). En los románticos, el «orden anterior» representa lo esencial, el fundamento, lo sustancial y lo original.
[1] Nos ha resultado de interés observar el carácter de constitutivo y configurador de lo social y lo político que se le otorga a la palabra en pensadores como Hannah Arendt (1993: 37-ss.) o Cornelius Castoriadis (1993, II: 95-ss.), cuando presentan con tanta fuerza los conceptos de lexis -frente a praxis- en Arendt, y de legein -frente a teukhein- en Castoriadis, referidos a la constitución de la esfera pública o política por una parte y de la vida privada -el idion, propio del "idiota", según Aristóteles- por la otra, así como al sostén de lo imaginario social. Decir la palabra, en ambos casos, está ligado a la vida política, a la constitución de lo común, al interés de transformación de lo establecido.
[2] Enrique Marí afirma que en los dispositivos de poder convergen dos construcciones: el "discurso del orden" y el "imaginario social". El discurso del orden está asociado con la racionalidad: con la fuerza-racional, con la soberanía y con la ley; y el imaginario con cierta irracionalidad: con lo simbólico, lo inconsciente, las emociones, la voluntad y los deseos. "La función del imaginario social es operar en el fondo común y universal de los símbolos, seleccionando los más eficaces y apropiados a las circunstancias de cada sociedad, para hacer marchar el poder. Para que las instituciones del poder (...) se inscriban en la subjetividad de los hombres" (Marí, 1987: 64).
[3] La noción de “paradigmas raíces” ha sido tomada de Peter McLaren (cfr. McLaren, 1995: 149). Los “paradigmas raíces” sirven como guiones culturales que existen (porque han sido apropiados) en los docentes y en los estudiantes, que a su vez guían la cognición y orientan las experiencias aceptables.
[4] La investigadora Paula Morabes, a quien dirijo su trabajo de Beca de Formación Superior (UNLP), ha realizado un relevamiento general de los equipamientos mediáticos disponibles en las instituciones de Educación General Básica (EGB), en la ciudad de La Plata. Esto le ha permitido comprender, entre otras cosas, el carácter articulatorio de esos soportes o equipamientos con determinadas disposiciones subjetivas; pero, además, la impregnación del discurso escolar por parte de requerimientos vinculados con la cultura mediática.
[5] Esta cuestión la hemos observado en una investigación que dirijo, en la que participan las profesoras Alejandra Valentino, Gladys Lopreto, Susana Felli, Claudia Fino (de Lingüística), Glenda Morandi (pedagoga) y Sofía Calvente (de comunicación), entre otros. En ella, se ha abordado el problema de la recepción y el consumo de publicaciones destinadas a docentes de EGB en la ciudad de La Plata, para luego describir cómo las integran en sus prácticas educativas. Lo que se ha concluido, entre otras cosas, es que los docentes resuelven sus prácticas habituales (en tiempos de transformaciones culturales) apelando a saberes, representaciones y prácticas mediáticas, aunque lo hagan para reforzar sus intereses, propios de la cultura escolar.
[6] En investigaciones y prácticas coordinadas por mi colega, la profesora María Belén Fernández, ha resultado notable la producción de reforzamientos discursivos escolares sobre la peligrosidad, la violencia y la degradación de las culturas callejeras infantiles y juveniles. Otra, sin embargo, es la representación escolar de la “comunidad”, como zona donde emergen lazos relativamente solidarios y de colaboración. Por lo cual, las estrategias de relación con la comunidad que despliegan las escuelas, apuntan a su integración con la “comunidad”; pero lo hacen sólo con el fin de reforzar (no siempre conscientemente) el carácter hegemónico, en crisis, en la formación de sujetos, saberes y representaciones.
[7] Además de la investigación que mencionaremos en la nota siguiente, en el contexto de las prácticas de los estudiantes que cursaron el último verano nuestra cátedra de Comunicación y Educación, y con la coordinación de los licenciados Pedro Roldán y Florencia Cremona, hemos realizado aproximaciones a unos quince espacios socioculturales urbanos de La Plata, en un trabajo que aún no hemos sistematizado.
[8] Esta problemática está siendo abordada en una investigación que dirijo sobre dos polos de identificación en la ciudad de La Plata: las murgas y la agrupación H.I.J.O.S. (de desaparecidos). En esa investigación participan: Magalí Catino (pedagoga), Alfredo Alfonso (de comunicación), Federico Araneta, Darío Martínez y Daniel González (estudiantes de comunicación).
[9] Esta novedosa refiguración y reapropiación de lo público se da en el contexto de sucesivas privatizaciones no sólo económicas, sino político-culturales. En este sentido, los polos de identificación contribuyen a fisurar lo privado como estar privado de ser visto y oído, de lo común, de realizar algo más permanente que la propia vida, y como lo conectado con la “propiedad privada”. Véase, como referencia conceptual, H. Arendt, 1993, Cap. II: “La esfera pública y la privada”.
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