Jorge Huergo: Ciudad, formación de sujetos y producción de sentidos
Publicado en Revista Oficios Terrestres, Nº 7, La Plata, Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP), 2000.
Observación analógica
Sin dudas existe una analogía entre la ciudad, sus formas y recorridos, y los saberes nómades (o que se nomadizan en la posmodernidad). Saberes que son producidos como dominios por las diversas prácticas itinerantes, en este caso, de Comunicación/Educación. La idea de Francis Picabia que hace suya Mabel Piccini (1999): "atravesar las ideas como se atraviesan las ciudades", tiene una inmensa riqueza. El campo de Comunicación/Educación tiene que atravesarse como se atraviesan las ciudades. La ciudad puede atravesarse por costumbre, según circuitos pretrazados o por calles que son siempre las mismas y que llegan siempre a los mismos destinos. Los transeúntes, en ese caso, están habitados por una especie de estancamiento en el cual las travesías acostumbradas o regulares obturan muchas otras posibles. Este es el caso del persistente imperialismo de la escolarización en comunicación/educación.
Pero, también, las ciudades pueden ser atravesadas no sólo por las diagonales diseñadas, sino por otras infinitas diagonales o recorridos oblicuos que conforman rupturas del estancamiento; y no tanto como rupturas prefiguradas, que de nuevo funcionan como diseños, sino como verdaderos itinerarios que acompañan y configuran imaginarios urbanos múltiples. He aquí una figura del nomadismo como posibilidad de inscribir, cada vez, nuevas trayectorias. Que los itinerarios y los transeúntes sean nómadas, no significa que la materialidad turbulenta sea nómada de manera absoluta. Sostener el nomadismo en las prácticas, los procesos y los sujetos significaría atomizarlos, percibirlos autónomamente de algunos puntos de referencia diagonales que han configurado, incluso, su nomadismo. Si no fuera así, ¿de qué modo comprender cómo sigue trabajando la hegemonía en este desbarajuste? o ¿cómo se articulan oposiciones y conformismos en estas convulsiones culturales?.
Finalmente, las ciudades pueden atravesarse atendiendo a las trazas, a las señales o a las marcas, como verdaderas estigmatizaciones, que han dejado en ellas el plano (como figura de un proyecto más amplio) y la memoria (como historia vivida en la traza); plano que articula a las nomádicas tácticas del hábitat con las grandes estrategias geopolíticas (cfr. Foucault, 1980); memoria que articula las nomádicas biografías singulares con los tiempos largos de la historia. ¿Cómo hablar o recorrer La Plata sin la memoria, entre otras cuestiones, de los cuerpos desaparecidos? (Aunque el Indulto haya operado como desactivación de la pena y como «apremio» a la memoria, lo que queda es un complejo y resbaladizo juicio cultural anclado en esa misma memoria, operante como resistencia, y un estigma en las veredas y en las miradas, como fastidioso murmullo para los transeúntes). En todo caso, la constelación de itinerarios y configuraciones posibles hablan siempre de una relación con otros mundos en este mundo: macrotrayectos que condicionan y son condicionadas por las trayectorias.
La ciudad misma, como ámbito que habitamos y nos habita, es un magma productor de sentidos y formador de sujetos. En cuanto «campo» o compleja trama de equipamientos socioculturales y políticos, las ciudad nos habita: estamos inmersos en ella, habitados por ella, nos conforma como sujetos, y al mismo tiempo es habitada por nosotros: estamos invirtiendo en ella, recorriéndola e inscribiéndola, otorgándole sentidos, en cuanto ella es trama y a la vez es escenario.
La ciudad y la nueva barbarie
Al aparente des-orden de la ciudad subyace un orden: una refiguración continua, en las formas de habitar y de ser habitado por la ciudad, del orden; de modo que es posible observar fugazmente (aunque sea imposible objetivarlo del todo) un dinámico investissement (cfr. Bourdieu, 1991), un «investimiento» en las prácticas culturales urbanas: formas cambiantes de «jugar» el juego de la ciudad, de estar inmerso en ella y a la vez invertir en su conformación constante. Entonces, ¿existe una ciudad normal o una normalidad urbana?; ¿o más bien la normalidad es este des-orden? “El orden urbano”, observa Elizabeth Lozano, “es un orden ambivalente (...) Al oscilar entre distintas versiones y prácticas de convivencia (de vivir juntos o al menos los unos al lado de los otros), la cotidianidad urbana se constituye en una normalidad dislocada. Una normalidad que se sale de sus casillas, que se desborda, y des-bordándose, redefine sus propios límites; y al hacerlo transforma los parámetros mismos de la normalidad” (Lozano, 1998: 172).
Indudablemente, sin embargo, el discurso «normal» y normalizador sucesivamente dominante, ha construido la idea-realidad de lo desordenado como anormal; y esto ligado a la reconstrucción permanente de la barbarie, ahora en la figura de los «nuevos bárbaros». Retomando a Sarmiento, en el Facundo, en el caso de la barbarie el habitus es producto del paisaje, del territorio natural, sin equipamientos culturales fabricados, es decir, sin fabrilidad; un paisaje constituido por una materialidad natural. Un habitus, a su vez, productor (en tanto sistema de disposiciones) de determinadas prácticas culturales propias del desierto y desiertas de cultura. El terreno inculto, el desierto, ahoga las posibilidades de crecimiento de las ciudades civilizadas. El desierto es la naturaleza salvaje que, como ambiente determinante y estructurante, produce el habitus de la in-cultura, no ya en un sentido simbólico sino (si se me permite) agrario, condicionante a su vez de otros sentidos simbólicos. El habitus popular se configura en la relación con la naturaleza, una relación que no posee mayores mediaciones, que es in-mediata, en la cual el sujeto se forma en un ambiente con el que está compenetrado.
El habitus popular, como el entorno que lo produce, es des-comunal (no tiene ciudad, o es el reverso de la ciudad -aún en la ciudad). La descomunalidad indica que estos sujetos no intervienen en la naturaleza, que no la transforman; no hay «acción» en su dimensión instrumental (como control y dominio racional sobre la naturaleza); por lo tanto, no hay «modernidad». Es la naturaleza la que imprime su ley (cfr. Cap. 1: 31). Evocando los términos de Le Corbusier, la «tierra firme» (como naturaleza) no ha devenido «calle»: traza racional que delimitando trayectos inventa u paisaje y disciplina al transeúnte; aún en la calle, sigue siendo tierra firme, no cultivada, bárbara. Con lo que es posible visualizar en las prácticas culturales urbanas, modos de vida más emparentados con el horizonte del «suelo» (del que no hay posesión permanente, sino esporádica) que con los del «patio de objetos» fabricados para distinguir el mundo urbano civilizado.
«Nuevos bárbaros» son todos aquellos sujetos que continúan más identificados por un «determinismo natural» homeostático en el mundo de la ciudad. Sería de suma riqueza resignificar los sujetos populares sarmientinos: el rastreador, el baqueano, el cantor y el gaucho malo (cfr. Sarmiento, 1982: Capítulo 2), entre quienes hoy representan una modalidad «neobárbara» de sensibilidad y de configuración de saberes y de prácticas culturales comunicacionales-educativas. En los sectores populares urbanos sigue habiendo “un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales del país y de las costumbres excepcionales que engendra” (Sarmiento, 1982: 47; entiéndase «naturales» como persistentemente contrarios o resistentes a las condiciones sociales producidas por los consensos civilizados). Hay una mediación estética particular: la poesía, que se constituye en rastro de un rostro, el de la identidad popular a través de la historia cultural argentina. La poesía es entendida en el sentido primario de la poiesis, como creación in-mediata, como marca de la «naturaleza» (en su carácter constitutivo del habitus) en la sensibilidad, que puede expresarse sin metáforas racionales o abstractivas. La naturaleza produce una sensibilidad, una estética no centrada en la obra de arte, sino en la experiencia sensible (aisthetos). Es imperativo elaborar la resignificación del rastreador, que construye su ciencia casera o su saber popular a través de indicios; del baqueano, que es un topógrafo del que necesariamente deben valerse las estrategias[5] y cuyo diferencial de poder consiste en organizar las tácticas (de los débiles) aún para trocar el objetivo de la estrategia; del gaucho malo, con su ciencia del desierto (cfr. Cap. 2: 58), que le viene de su carácter nómada y de su divorcio de la sociedad y que provoca todo tipo de estratagemas[6]: apropiaciones no sólo de lo fabricado, sino principalmente de los sentidos que esas «propiedades» poseen para los dominantes (con lo cual produce un miedo continuo); del cantor, también nómada, cuya práctica cultural-estética consiste en relatar lo vivido y reconstruir la memoria popular como acumulación narrativa, esto es: como capacidad local de acumular las historias de los acontecimientos, en una especie de tejido diacrónico que permite vivir la historia a partir de esa «caja de herramientas» narrativa[7]; una narrativa cuyo texto pronuncia la identidad popular. La resignificación de estos personajes y la multiplicación de ellos en infinitas esquinas de la ciudad, o en barrios, o en plazas, o escurriéndose entre las cosas pulcras de la ciudad, ha de arrojar luz sobre los nuevos modos, complejos y multifacéticos, en que se desarrolla la formación de sujetos y la producción de sentidos en nuestras ciudades.
Por lo pronto, en nuestras ciudades se organizan novedosos y múltiples polos de identificación en torno a los cuales el sujeto se constituye cotidianamente (cfr. Buenfil Burgos, 1992) y que se ponen en juego y en pugna, conviviendo conflictivamente, en la ciudad. Reconocer esos polos implica asumir la crisis de la hegemonía de sujetos, clases sociales e instituciones como referentes fijos, absolutos y necesarios en la constitución de sujetos. Los referentes, en tanto polos de identificación, no están ya prefijados ni son transparentes e invariables; al contrario, son cambiantes y móviles, porosos y opacos. Efectivamente, la crisis (de hegemonía o representación) de ciertas instituciones modernas (como la escuela, los partidos políticos, los sindicatos, las instituciones de formación docente, etc.), de identidades fijas y de prácticas culturales marcadas por aquella institucionalidad, ha contribuido a la emergencia de nuevos polos de identificación que condensan prácticas alternativas y en torno a los cuales los sujetos vienen a constituirse.
En especial la escuela y la cultura escolar se ven desafiadas por polos de identificación socioculturales, entre ellos la «cultura de la calle» y la cultura mediática (aunque las fronteras entre ellos es siempre difusa). Lo que una praxis crítica de comunicación/educación debe alentar, entre otras cuestiones, es la configuración de un lenguaje que permita interpretar y que sea capaz de otorgar sentidos a las experiencias en la formación de subjetividades autónomas, más allá de los lenguajes disponibles que a su vez constituyen las experiencias (cfr. McLaren y Giroux, 1998); debe aventurarse a construir y resituar la experiencia en el proceso de la historia y a rearticular el lenguaje desde aquellos polos de identificación, siendo capaz de desnaturalizar los sentidos sobredeterminantes que, como hegemónicos, deben deconstruirse e historizarse.
Cualquier escena cotidiana puede asombrarnos; en especial porque en ella se ven condensadas interacciones, intercambios, relaciones complejas, lenguajes opacos, modos de habitar y de sobrevivir la ciudad a través del desarrollo de competencias comunicativas muchas veces enigmáticas y ocultistas (aún cuando sean rudimentarias). Hay una escena propia de los «nuevos bárbaros» (en este caso, los jóvenes) que resulta significativamente rica para el abordaje desde comunicación/educación: la esquina, como un lugar que en su ambivalencia es también un no-lugar. La «cultura de la esquina» es la que más fuertemente ha penetrado por las ventanas, ha desenvuelto distintos modos de pugna y se ha refigurado continuamente en el espacio escolar y en otros espacios institucionalizados destinados a la formación de sujetos. Basta observar los rituales que se desarrollan en esos espacios, a través de los cuales se transmiten simbólicamente ideologías societarias y culturales (cfr. McLaren, 1995), y en los cuales es posible ver los juegos de las socialidades al mismo tiempo que el trabajo de la hegemonía desde dentro de la cotidianidad en la producción de sentidos.
En la «esquina» trabaja la hegemonía: ella es un microespacio multiplicado al infinito que se articula con macrocondiciones sociales, económicas, culturales, políticas. Sin embargo, la «esquina» de la ciudad, fragmentada en diferentes barrios como microcampos, suele impregnar prácticas culturales que niegan, soslayan o desafían a la cultura dominante, y en especial desarrollan performativamente una contestación a la cultura escolar. Acaso por la oscuridad y confusión que viven los jóvenes en las esquinas, como espacios culturales productores de sentidos y formadores de sujetos, portadores y constructores de una normalidad considerada anormal, es que la escuela, los medios y otras instituciones rechazan esos espacios.
Es provocativa y prolífica la comparación (sugerida en nuestro equipo por María Belén Fernández) entre la pulpería sarmientina y la esquina de nuestros jóvenes.
La contracara de la ciudad, en tanto fundante de la civilización y el progreso, es la pulpería: lugar de reunión donde “el juego sacude los espíritus enervados y el licor enciende las imaginaciones adormecidas”. Allí circulan noticias sobre animales extraviados, se trazan en el suelo las marcas del ganado, se sabe dónde se caza o dónde se le han visto rastros al puma; allí se arman las carreras y se reconocen los mejores caballos; allí está el cantor y allí se fraterniza por el circular de la copa. Esta asociación accidental, que viene a formar una sociedad por repetición, es una “asamblea sin objeto público, sin interés social” (Sarmiento, 1982: 69). El gaucho es naturaleza, es libertad incontrolada, indomable (no dominable), y aquí (de parte del «civilizado») nace el temor hacia el gaucho y, como segundo grado en la construcción del discurso civilizatorio, el «remedio», la acción estratégica para remediar la in-cultura del otro y los males que acarrea[8].
Los jóvenes, «nuevos bárbaros», se reúnen a tomar cerveza y compartir códigos, a estar nomás, aunque para la mirada «racional» no hagan nada. Su lugar de reunión es la «esquina», también calificada como encuentro sin objeto público ni interés social; más bien percibida como forma de des-asociación[9] donde es aparentemente imposible la formación de sujetos. Sin embargo, el encuentro rutinario revela otras formas de socialidad productoras de sentidos, de formas diversas de leer el mundo y de pronunciar la palabra. En la «esquina» los jóvenes se comunican contra toda ex-comunión; en ella se elabora un lenguaje que (aunque tomado del lenguaje disponible a través del cual trabaja la hegemonía) permite a los jóvenes expresar e interpretar sus experiencias y formar sus subjetividades; en ella circulan noticias que parecen insignificantes, que no sirven para nada, que hacen del encuentro un «dejarse estar» (cfr. Kusch, 1976) pero a la vez una amalgama imaginariamente capaz de sobrellevar el miedo al exterminio (cfr. Kusch, 1986). Como se ve, del mismo modo que en el caso de la pulpería, el vínculo invisible con el resto de la ciudad (horadada de esquinas) es el miedo[10]. Desde la imagen de la ciudad progresista, miedo a «dejarse estar»; desde la «esquina», miedo al exterminio. Pero en la ciudad el miedo se disimula (no se remedia) estando conectado; conectado mediante diversas formas, entre ellas la «esquina» y las tecnologías. Lo temible y amenazador, que crea inseguridad porque no está en una posición de dominable y que produce en uno la sensación de una exposición a la herida o de un retorno al «demonismo» del suelo como residuo irracional (como explicaba Rodolfo Kusch en La seducción de la barbarie en 1953), se disimula por un entorno tecnológico o se combate en el encuentro de la «esquina». Tanto las redes comunicacionales de la «esquina» como la sutura tecnológica, pueden interpretarse como formas típicamente urbanas de cura del miedo.
Jesús Martín-Barbero ha asociado a los medios con los miedos en la textura urbana, que puede comprenderse como entretejida por los cruces y pugnas entre la oscura sin-razón y la claridad ordenada. Barbero afirma que "para pensar los procesos urbanos como procesos de comunicación necesitamos pensar cómo los medios se han ido convirtiendo en parte del tejido constitutivo de lo urbano, pero también cómo los miedos han entrado últimamente a formar parte constitutiva de los nuevos procesos de comunicación" (Martín-Barbero, 1991: 12). Los miedos son una clave de los nuevos modos de habitar y de comunicar; "son la expresión de una angustia más honda, de una angustia cultural".
Hay una articulación evidente entre cultura mediática e inseguridad urbana. Las formas del miedo adquieren un carácter multifacético y atraviesa al infinito, a través de múltiples manifestaciones, toda la ciudad como espacio transclasista, transétnico, transexual. Por más que prolifere un discurso centrado en los consumidores, en los consensos, en las pulcritudes, y que sea él el que trabaje también desde la subalternidad, las redes de comunicación[11] y las formas de educación se han impregnado de miedos[12].
Por otro lado, los «nuevos bárbaros» tienen formas de escribir otras, vinculadas a su inscripción como sujetos en la ciudad; es su urbana ex-ducere[13], desde los bordes o los márgenes, pero hacia el centro mismo de la ciudad, como anunciando quién se es y qué se piensa. Escribir/inscribir comunicaciones en las paredes (verdaderos «video-registros» de prácticas culturales comunicacionales-educativas), antes utilizadas especialmente como refuerzos del ágora (como lugares de escritura/inscripción política), o como vehículos proselitistas, es dejar puntos de referencia que anuncian nuevas formas de anonimato urbano y que, a la vez, hacen comprensible un lenguaje en un contexto de minoría: un modo regional de interpretar la experiencia y de configurar la subjetividad. Pero cuya pretensión también es hacerlo público, a la fuerza y contra todo orden y «pulcritud» de las paredes ciudadanas.
Ni que hablar de los «chicos de la calle» o los niños que, también en las esquinas (en otras esquinas) con semáforos en rojo, pugnan por desarrollar su microsistema de «educación-trabajo»: la limpieza de parabrisas de los autos que se detienen. ¿Cómo trabajar con un ámbito urbano productor de sentidos y formador de sujetos transido y estigmatizado por la marginalidad, la opresión del trabajo precario prematuro, la injusticia de las situaciones expulsivas provenientes de los «consensos» ciudadanos? ¿Cómo quebrar un «consenso» que se hace insensible frente a la opresión y la exotiza como «diversidad»? ¿Cómo es posible entender, en esta ciudad «globalizada» como tantas otras, que el consumo forma ciudadanos? ¿Cómo no entender que la opresión y la injusticia subsisten (a pesar de las lecturas light de la «hegemonía») y aún claman, quizás sordamente, la liberación?.
Observación «política»
Aristóteles, en la Política, luego de su célebre definición del hombre como «animal político» o «cívico» (zoón politikón), y de la distinción que establece entre idion (la vida de la casa) y polis (la ciudad o forma de organización política de los griegos), expresa que "el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino como una bestia o un dios" (Aristóteles, Política: Capítulo II, 1253a; 1993: 44).
¿Quiénes son en nuestra «ciudad» latinoamericana actual, y especialmente argentina, los «dioses» y quiénes las «bestias»? Si los «dioses» están fuera de la ciudad o la organización política porque no necesitan nada, por propia suficiencia, o porque no son alcanzados por las normas legales, merced a diferentes privilegios obtenidos, y además porque se valen de la vida de la ciudad para satisfacerse, y requieren de ella rituales y reconocimiento, entonces los «dioses» son una regular legión de impunes, corruptos, poderosos en fin, a cuyo beneficio se somete la ciudad toda (aunque esta manifieste su rechazo u oposición). Los «dioses» son obscenos: muestran lo inmostrable, hacen gala de su impunidad, exceden las reglas que ellos mismos contribuyen a establecer. Hacen de sus inusitadas formas de privilegio un espectáculo.
Las «bestias», en cambio, para Aristóteles quedan fuera porque tampoco necesitan de la ciudad, pero por su imposibilidad de poseer la palabra (Política, 1253a; Aristóteles, 1993: 43). La diferencia es que en nuestra «ciudad» carecen de palabra y son expulsados de la ciudad, hechos «bestias» o «nuevos bárbaros» (nuevos extranjeros en su propia tierra) millones de ciudadanos y de niños. La palabra les es privada, así como la convivencia política. Las nuevas «bestias» son los excluidos, legiones de desocupados, los jubilados de miseria y miles de ancianos ni siquiera jubilados, los «chicos de la calle», los jóvenes «descarriados», los piqueteros en el «estallido de las rutas cortadas», los enfermos de variadas patologías de la injusticia, todavía los desaparecidos (acaso arquetipo trágico de los nuevos «bárbaros», devenidos «bestias» por la expulsión de la ciudad).
La ciudad, además, es el ámbito de la política. Pero no sólo de una política propia de la depredación y del sometimiento, ni de una política estratégica persistentemente obsesionada con desarmar las fuerzas, los territorios y la voluntad de los otros, de los «nuevos bárbaros». Sino de una política en la que convergen esas multifacéticas, opacas, confusas y dinámicas modalidades de producir sentidos y de formar sujetos. Los nuevos polos de identificación proliferantes en el ámbito urbano elaboran otras formas de organización. Las nuevas organizaciones agrupan, constituyendo, a nuevos sujetos urbanos, en y con las cuales esos sujetos se identifican y a partir de las cuales imprimen nuevas modalidades de politicidad articuladas con novedosas formas de visibilidad pública que funcionan también como identificatorias[14]. Estas nuevas formas que adquiere la politicidad, quedan reveladas en las representaciones y las prácticas de esas agrupaciones, tanto en su constitución interna como en su visibilidad mediática, que influye en la presentación y el reconocimiento público. De hecho, lo mediático (hecho trama en la cultura) adquiere un lugar central para comprender la dinámica de transformación sociocultural de los polos de identificación en la ciudad, a la vez que las transformaciones en la politicidad y la apropiación y refiguración de los espacios públicos, ya que los sujetos y las agrupaciones nuevas adquieren reconocimiento en cuanto se articulan con nuevos regímenes de visibilidad social, en cuanto se hace más visible y reconocible la contestación y el inconformismo, la presencia social y urbana de los cuerpos que resisten.
La ciudad admite y requiere nuevas lecturas políticas, aún de la politicidad de la ciudad como ámbito de comunicación/educación: como ámbito de posibilidad y de realización efectiva de la autonomía, de la solidaridad y de la subjetivación. Lecturas que hagan posible comprender de qué modos se refigura la articulación entre las pequeñas tácticas del hábitat y las grandes estrategias geopolíticas, entre las biografías singulares y los tiempos largos de la historia, o entre las desafiantes prácticas socioculturales indisciplinadas y la «tardoconquista» expresada en la trama/trampa del mercado, como empresa neodisciplinaria global.
Bibliografía:
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Notas:
[1] Me refiero al equipo de trabajo de la Cátedra de Comunicación y Educación, del Centro de Comunicación y Educación, de proyectos de investigación en comunicación, educación y cultura.
[2] La filósofa alemana Hannah Arendt ha insistido sobre los elementos constitutivos de la vida pública, a partir del pensamiento y las realizaciones de los griegos. Lo fundante de la vida pública (de la ciudad), para Arendt, es la lexis (el discurso personal y también el legal) y la praxis (la acción social y política) (Arendt, 1993: Cap. II).
[3] Esas dimensiones constitutivas del habitus son, al menos, el eidos, en cuanto sistema de esquemas lógicos; el ethos, como sistema de esquemas prácticos y axiológicos, y el hexis, como sistema de esquemas corporales, gestuales, posturales (Bourdieu, 1990: 154-155).
[4] Y agrega: “El unitario tipo marcha derecho, la cabeza alta; no da vuelta, aunque sienta desplomarse un edificio; habla con arrogancia; completa la frase con gestos desdeñosos y ademanes concluyentes; tiene ideas fijas, invariables (...). Es imposible imaginarse una generación más razonadora, más deductiva (...). Sobre todo, lo que más los distingue son sus modales finos, su política ceremoniosa y sus ademanes pomposamente cultos” (Cap. 7: 135).
[5] El baqueano es “el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña” (Cap. 2: 55), de modo que las estrategias hegemónicas (del general, en este caso, y luego de quienes alambrarán los campos poniendo fronteras capitalistas al paisaje) hagan uso de las tácticas populares.
[6] Acerca de la estratagema, véase K. Von Clausewitz, 1994: 204 y 209.
[7] Sobre la noción de acumulación narrativa, véase Jerome Bruner, 1991: 20-21.
[8] En la "Introducción a América" del libro América Profunda, de Rodolfo Kusch, el autor presenta al hedor como una de las presiones de la cultura americana. El miedo al hedor hace que se produzca un mito: el mito de la pulcritud, de lo racional, lo deseable, lo civilizatorio, el progreso. para remediar el hedor. De modo que el mito de la pulcritud configura también una presión, y ambas presiones (hedor y pulcritud, miedo al dejarse estar y miedo al exterminio cultural) horadan las culturas, los sujetos y las prácticas culturales latinoamericanas. Presiones de las que es posible escapar a través de la fagocitación como proceso de apropiación de las cosas pulcras (de un patio de objetos) por parte de las culturas con hedor, otorgándoles nuevos sentidos (cfr. Kusch, 1986: 9-18).
[9] La asociación «normal», expresa Sarmiento en este caso, es la des-asociación, donde la cultura del espíritu es inútil e imposible (cfr. Sarmiento, 1982: 75; 72).
[10] Para Heidegger, según lo explica en El ser y el tiempo, hay un encontrarse en el «temor». Heidegger distingue aquello que se teme (lo temible), el temer y aquello por lo que se teme (Heidegger, 1986). Cuando habla de lo «temible» respecto de los entes intramundanos, hace referencia a lo amenazador, que crea inseguridad porque no está en una cercanía dominable. El temer es dejarse herir o encontrarse herido por lo amenazador. Aquello por lo que se teme es el mismo «ser ahí», como estado de abandonado a sí mismo.
[11] En los bordes de los espacios urbanos marginales, como lo es el Barrio «Puente de Fierro» por ejemplo, las fronteras invisibles están marcadas por pequeñas distinciones visibles, audibles, olfateables que, sin embargo, no anulan del todo las relaciones de proximidad y que pueden interpretarse como puntos de referencia y marcos en las redes de comunicación.
En nuestra primera aproximación al Barrio Puente de Fierro con los alumnos-trabajadores del CEBAS (Centro Experimental de Bachillerato para Adultos en Salud), del Hospital San Juan de Dios, intentábamos realizar una observación con la consigna: salir a encontrar, antes que a buscar, “abriendo” los sentidos. Lo que se procuraba era registrar lo que los alumnos observadores veían, escuchaban, olían... La aproximación se realizaba como aporte al diagnóstico sanitario social del Barrio, en el marco de un Taller de Salud Pública.
Fue posible percibir que la mediatización de la inseguridad no se inscribe sólo en los «ghettos» o nuevas «ciudades-jardín»: los countries o barrios privados. En el interior de los barrios marginales también hay rejas, hay defensas frente a la multiplicación al infinito de los «nuevos bárbaros».
[12] El miedo que recorre la vida urbana alimentando imaginarios de seguridad, y entrecruza el «miedo a ser sí mismo» (que hace décadas señalaba Kusch en las culturas urbanas) con el «miedo a los otros» (que son barbarizados) en las representaciones sobre la educación para el futuro, tiende a augurar modalidades pedagógicas calcadas de otros países y contextos (debido al «miedo a ser sí mismo») y marcadamente tecnocráticas, individualistas y meritocráticas (por el «miedo a los otros»).
[13] Cabe recordar que, etimológicamente, el término educación proviene de dos vocablos: ex-ducere (que indica un movimiento de adentro hacia fuera, y que puede resumirse en expresar) y educare (que significa alimentación, asimilación o internalización de lo que está fuera como “contenido”).
[14] El estudio de este novedoso mapa cultural y político es el objeto de la investigación Nuevas formas de politicidad de los nuevos sujetos urbanos en La Plata: Identificaciones constitutivas y visibilidad mediática que dirijo, y cuyo equipo está conformado por: María Belén Fernández y Alfredo Alfonso (co-directores) y las investigadoras Magalí Catino y Gabriela Marano. En esta investigación se intenta observar cómo se constituyen sujetos, en torno a la referencialidad de nuevos polos de identificación, que imprimen nuevos sentidos a las prácticas culturales, educativas y políticas cotidianas, en el contexto de la cultura mediática. Se ha optado por investigar dos tipos de organizaciones: H.I.J.O.S. y los Murgueros, además de elaborar un mapa de nuevas organizaciones en La Plata.
Regularmente, Comunicación/Educación se ha centrado (y se ha empantanado) en las estrategias: medios a través de los cuales llevar un poco de orden, racionalidad y claridad (inclusive en términos de «conciencia crítica») a las prácticas culturales confusas, desordenadas, irracionales en cuanto más ligadas a la sensibilidad que al entendimiento. En su sentido más estricto, la estrategia es un término tomado de la teoría de la guerra y enunciado por Von Clausewitz. En este marco, la estrategia es combinar los encuentros aislados con el enemigo para alcanzar el objetivo de la guerra (Von Clausewitz, 1994: 102); en otras palabras, la estrategia traza el plan de la guerra (Ib.: 171), cuyo objetivo abstracto es derrotar/desarmar las fuerzas militares, el territorio y la voluntad del enemigo (Ib.: 52).
Llamativamente, el «pensamiento estratégico», la «planificación estratégica» o la «intervención estratégica», han pasado a designar en los últimos años una especie de voluntad o de acción transformadora. Pero la «estrategia», como bien lo señala Michel De Certeau, es el cálculo o manipulación de relaciones de fuerza que se hace posible desde que un sujeto de voluntad y poder (sea un ejército o una empresa, un grupo «educativo» o una ONG) resulta aislable; postula, entonces, un lugar que puede circunscribirse como algo propio, desde el cual administrar las relaciones con una exterioridad, sean los enemigos o los clientes, como los educandos o los destinatarios (cfr. De Certeau, 1996: 42). Podríamos decir, es una forma clave de trabajar para el otro, lo que inmediatamente significa (según lo expresa Paulo Freire, 1973) trabajar sobre el otro o contra el otro. En definitiva, la «estrategia» es una maniobra de la guerra, guerra (en este caso) contra las prácticas culturales propias de la ignorancia, la confusión, el «dejarse estar», la incompetencia o la ineficacia. Sin embargo, el desafío para Comunicación/Educación (siguiendo a Freire) parece ser, vuelve a ser, trabajar con el otro que, dicho sea de paso, ha sido construido como «otro» por una política colonizadora del «mismo», en su pretensión de totalizar y totalizarse, de racionalizar, de ordenar, incluso de «consensuar».
Desde el punto de vista de las estrategias, Comunicación/Educación ha sido pensada y desarrollada como espacio ligado a la escuela y la escolarización, a la constitución de «foros» como comunidades racionales de comunicación, al uso de los medios y las tecnologías para la transmisión de conocimientos, a viejas y nuevas formas de lectura potencialmente crítica de los mensajes, etc. Todos lugares propios desde los cuales se administran relaciones con la exterioridad, con el fin (no siempre manifiesto) de «desarmar» las fuerzas, el «territorio» o la voluntad del «otro».
Nuestra propuesta, nuestro debate y nuestro desafío, como equipo de trabajo[1], es pensar (más allá de las estrategias) el carácter centralmente comunicacional/educativo de las prácticas culturales. Y, además, desarrollar prácticas en el sentido de la «intervención», que tuvieran en cuenta ese carácter y que fueran planteadas con y no para los otros. Es en este sentido que, en este brevísimo ensayo, quisiera abordar el problema de ciudad como ámbito de Comunicación/Educación, en cuanto ámbito que conjuga en un solo movimiento producción de sentidos y formación de sujetos. Porque la ciudad misma se deja leer y exige lecturas múltiples, hechas a la luz de códigos dispares y a veces contradictorios (cfr. Lozano, 1998) y porque necesitamos comprender cómo se imbrican en ese ámbito (compuesto de múltiples microámbitos y a la vez sobredeterminado por un macroámbito «global») novedosas maneras de producir sentidos y formar sujetos, consideramos un imperativo leer la ciudad desde Comunicación/Educación.
La ciudad y el habitus
Comenzar a leer la ciudad desde Comunicación/Educación también implica poner en relación la interpretación de determinadas prácticas culturales con las tradiciones residuales que las configuran y con las representaciones imaginarias, hegemónicas y alternativas, que en ellas se amalgaman (cfr. Huergo y Fernández, 2000: capítulo 2). De allí que la primera cuestión es considerar, al interior del paradigma conceptual representado en la tradición sarmientina, la articulación existente entre los espacios geográficos naturales o políticos con la configuración del habitus. Así como el desierto «in-culto» produce la barbarie, el habitus salvaje, la ciudad instaura y configura el habitus civilizado, porque ella es el centro dinámico del progresismo civilizatorio.
Sarmiento adscribe a la idea de que el habitus civilizado se configura en la medida en que los sujetos se relacionan con objetos civilizados: con determinados equipamientos socio-culturales que caracterizan la vida civilizada en la ciudad. La ciudad es fundante, es la mediación entre el hombre y la naturaleza; es fundante de la civilización y del progreso. Además, es en la ciudad (en la polis) donde se ha dado históricamente un tipo de organización política que va caracterizando la república (la res-pública) y la democracia. Las formas de acción vinculadas a la vida civilizada (opuestas a la inacción de la barbarie y el desierto), ocurren en la ciudad[2]. Los equipamientos sociales y culturales de la ciudad y, por extensión, de la civilización europea, son los que producen el habitus y las prácticas que distinguen al hombre civilizado. En ella “están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos. (...) Allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular” (Sarmiento, 1982; Cap. 1: 37). “Sabios europeos para la prensa y las cátedras, colonias para los desiertos, naves para los ríos, interés y libertad para todas las creencias, crédito y Banco Nación para impulsar la industria; todas las grandes teorías sociales de la época para modelar el gobierno; la Europa, en fin, a vaciarla de golpe en la América” (Cap. 7: 133-134). Y, a su vez, el habitus se manifiesta y se hace visible en sus dimensiones constitutivas, productos de incorporaciones sucesivas de estructuras y objetos y de relaciones con equipamientos civilizados[3]. Lo visible de un habitus ciudadano está en las costumbres, la vestimenta, las posturas corporales de los hombres civilizados (en el discurso de Sarmiento, asociados con los «unitarios»): “El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes (...) (Viste) el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla” (Cap. 1: 37). “La cultura de los modales, el refinamiento de las costumbres, el cultivo de las letras, las grandes empresas comerciales, el espíritu público de que (están) animados los habitantes, todo anunciaba la existencia de una sociedad culta”(Cap. 4: 88)[4]. Unida a la finalidad política de la ciudad, aparece una finalidad económica. La ciudad es la que “desenvuelve la capacidad industrial” y le permite al hombre “extender sus adquisiciones”, debido a la “posesión permanente del suelo” (Cap. 1: 38).
Otra imagen de la ciudad, en un sentido estratégico (en cuanto engranaje central de la constitución de un habitus ideal), está representada por la ciudad utópica. Basta evocar las propuestas y los ensayos de utopistas de variada intensidad, como Robert Owen, Charles Fourier, E. Howard, Tony Garnier o Le Corbusier (cfr. AA. VV., 1991). En el programa de Owen (1771-1858), la educación cumple un papel central en cuanto preparatoria para la sociedad ideal a vivir en la ciudad utópica. Para Fourier (1771-1837), una ciudad armónica debe tener 1620 habitantes que desarrollen virtudes vírgenes, sin contaminación con la civilización (Fourier, 1829). El Falansterio se erige no sólo como negación a la «inmoralidad de los negocios comerciales», sino como uno de los antecedentes más claros de la urbanística moderna, en cuanto estrategia arquitectónica que extrapola los caracteres de las utopías diseñándolos en un espacio ciudadano ideal. La ciudad es, en estos términos, siempre pensada como escenario ideal y a la vez como régimen fuertemente regulativo, restrictivo, disciplinario. En el caso de la Ciudad-Jardín, utopía de Ebenezer Howard, está la búsqueda de una vida «otra» distinta de las enfermedades de la ciudad industrial y promotora de la sana relación del hombre con la naturaleza (Howard, 1902). Esta idea puede verse reformulada con la articulación entre una responsabilización individual de la ecología y una búsqueda de la seguridad de los bienes privados (en el caso de los countries, los barrios cerrados o privados). Lo que contribuye a pensar la ciudad como espacio antes privado que público (aunque la privatización irrumpe como trama que se hace pavorosamente pública). De paso, es posible leer cómo las nuevas formas de la ciudad siempre hablan de la relación (como en la ciudad «civilizada» de Sarmiento) entre distinciones ciudadanas y miedo al otro. El miedo, una vez más, se hace trama constitutiva de la existencia, del encontrarse (como afirmaba Heidegger), de la socialidad; es el miedo el que va fabricando los equipamientos de las ciudades como «patio de objetos» (cfr. Kusch, 1976) que distinguen las formas de vida en la ciudad, las formas de interrelacionarse, de encontrarse, de formar sujetos, de imprimir lenguajes para expresar las experiencias, de acuerdo con las (injustas) diferencias económicas y sociales de clase.
La ciudad industrial de Garnier (1869-1948) y la ciudad contemporánea financiera y de servicios para tres millones de habitantes, de Le Corbusier (1887-1965), donde la calle es la antigua «tierra firme» (Le Corbusier, 1941), se acercan ahora a la idea de una planificación de la socialidad en base a todo un sistema urbanístico. La presencia de la concepción según la cual el habitus se produce en relación con equipamientos cada vez más sofisticados y hasta superpoblados, da lugar a imágenes altamente racionalistas de la ciudad. En Argentina fue el movimiento positivista, cuyo «pensamiento» adquirió un estatuto epistemológico particular (cfr. Ricaurte Soler, 1968), el que provocó el diseño racional de un orden a través del plano de una ciudad: La Plata, ciudad a la que quiero considerar brevemente como objeto, a partir de mi posición subjetiva.
La ciudad de La Plata es la ciudad en la que nací y en la que vivo, aunque siempre la he habitado desde la periferia, desde una posición suburbana. La ciudad, que frecuentemente nos habita, tiene recorridos que todavía no son viajes largos. Pero en esta ciudad hay, acaso, un destino pretrazado, que la diseña y que, a la vez, condiciona los recorridos. La ciudad de La Plata es una de las pocas ciudades planificadas de América Latina: una ciudad imaginada y dibujada antes de que existiera en 1882; una ciudad planeada por el imaginario positivista de orden, control y progreso.
Revisando los planos posibles de La Plata (los planos que revisó Pedro Benoit para que Dardo Rocha fundara una ciudad en las Lomas de la Ensenada) inmediatamente uno se encuentra con alternativas que confluyen en una misma idea: una ciudad diseñada, pensada, imaginada como complejo de dispositivos de control y vigilancia, que en el plano están expresados por las diagonales. Las diagonales que se diseñaron confluyen en los dos centros: el centro geográfico de la ciudad y el centro político. En ambos casos, se ven coronadas por dos plazas amplias: antes que ágoras potenciales, pensadas como espacios de paseo y recreación. Por las diagonales, eventualmente, las fuerzas del orden podrían recorrer más rápidamente el trayecto que va de la periferia al centro (que es el mismo que va del centro a la periferia).
Con el tiempo, el momento fuerte del disciplinamiento y la previsión del desorden (que implicó esos dispositivos de vigilancia a la manera de un panóptico urbano) se fue diluyendo y dejando paso a un disciplinamiento cuyo eje es el mercado. De ese modo, el centro de la ciudad se descentró no sólo geográficamente sino también en su significado: el centro es solamente el centro comercial, y por los otros centros (al fin lugares de paseo y recreación) sólo en algunas ocasiones hay episodios que son señales de oposiciones y resistencias a situaciones o estructuras políticas, económicas o culturales.
Llamativamente, el «pensamiento estratégico», la «planificación estratégica» o la «intervención estratégica», han pasado a designar en los últimos años una especie de voluntad o de acción transformadora. Pero la «estrategia», como bien lo señala Michel De Certeau, es el cálculo o manipulación de relaciones de fuerza que se hace posible desde que un sujeto de voluntad y poder (sea un ejército o una empresa, un grupo «educativo» o una ONG) resulta aislable; postula, entonces, un lugar que puede circunscribirse como algo propio, desde el cual administrar las relaciones con una exterioridad, sean los enemigos o los clientes, como los educandos o los destinatarios (cfr. De Certeau, 1996: 42). Podríamos decir, es una forma clave de trabajar para el otro, lo que inmediatamente significa (según lo expresa Paulo Freire, 1973) trabajar sobre el otro o contra el otro. En definitiva, la «estrategia» es una maniobra de la guerra, guerra (en este caso) contra las prácticas culturales propias de la ignorancia, la confusión, el «dejarse estar», la incompetencia o la ineficacia. Sin embargo, el desafío para Comunicación/Educación (siguiendo a Freire) parece ser, vuelve a ser, trabajar con el otro que, dicho sea de paso, ha sido construido como «otro» por una política colonizadora del «mismo», en su pretensión de totalizar y totalizarse, de racionalizar, de ordenar, incluso de «consensuar».
Desde el punto de vista de las estrategias, Comunicación/Educación ha sido pensada y desarrollada como espacio ligado a la escuela y la escolarización, a la constitución de «foros» como comunidades racionales de comunicación, al uso de los medios y las tecnologías para la transmisión de conocimientos, a viejas y nuevas formas de lectura potencialmente crítica de los mensajes, etc. Todos lugares propios desde los cuales se administran relaciones con la exterioridad, con el fin (no siempre manifiesto) de «desarmar» las fuerzas, el «territorio» o la voluntad del «otro».
Nuestra propuesta, nuestro debate y nuestro desafío, como equipo de trabajo[1], es pensar (más allá de las estrategias) el carácter centralmente comunicacional/educativo de las prácticas culturales. Y, además, desarrollar prácticas en el sentido de la «intervención», que tuvieran en cuenta ese carácter y que fueran planteadas con y no para los otros. Es en este sentido que, en este brevísimo ensayo, quisiera abordar el problema de ciudad como ámbito de Comunicación/Educación, en cuanto ámbito que conjuga en un solo movimiento producción de sentidos y formación de sujetos. Porque la ciudad misma se deja leer y exige lecturas múltiples, hechas a la luz de códigos dispares y a veces contradictorios (cfr. Lozano, 1998) y porque necesitamos comprender cómo se imbrican en ese ámbito (compuesto de múltiples microámbitos y a la vez sobredeterminado por un macroámbito «global») novedosas maneras de producir sentidos y formar sujetos, consideramos un imperativo leer la ciudad desde Comunicación/Educación.
La ciudad y el habitus
Comenzar a leer la ciudad desde Comunicación/Educación también implica poner en relación la interpretación de determinadas prácticas culturales con las tradiciones residuales que las configuran y con las representaciones imaginarias, hegemónicas y alternativas, que en ellas se amalgaman (cfr. Huergo y Fernández, 2000: capítulo 2). De allí que la primera cuestión es considerar, al interior del paradigma conceptual representado en la tradición sarmientina, la articulación existente entre los espacios geográficos naturales o políticos con la configuración del habitus. Así como el desierto «in-culto» produce la barbarie, el habitus salvaje, la ciudad instaura y configura el habitus civilizado, porque ella es el centro dinámico del progresismo civilizatorio.
Sarmiento adscribe a la idea de que el habitus civilizado se configura en la medida en que los sujetos se relacionan con objetos civilizados: con determinados equipamientos socio-culturales que caracterizan la vida civilizada en la ciudad. La ciudad es fundante, es la mediación entre el hombre y la naturaleza; es fundante de la civilización y del progreso. Además, es en la ciudad (en la polis) donde se ha dado históricamente un tipo de organización política que va caracterizando la república (la res-pública) y la democracia. Las formas de acción vinculadas a la vida civilizada (opuestas a la inacción de la barbarie y el desierto), ocurren en la ciudad[2]. Los equipamientos sociales y culturales de la ciudad y, por extensión, de la civilización europea, son los que producen el habitus y las prácticas que distinguen al hombre civilizado. En ella “están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos. (...) Allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular” (Sarmiento, 1982; Cap. 1: 37). “Sabios europeos para la prensa y las cátedras, colonias para los desiertos, naves para los ríos, interés y libertad para todas las creencias, crédito y Banco Nación para impulsar la industria; todas las grandes teorías sociales de la época para modelar el gobierno; la Europa, en fin, a vaciarla de golpe en la América” (Cap. 7: 133-134). Y, a su vez, el habitus se manifiesta y se hace visible en sus dimensiones constitutivas, productos de incorporaciones sucesivas de estructuras y objetos y de relaciones con equipamientos civilizados[3]. Lo visible de un habitus ciudadano está en las costumbres, la vestimenta, las posturas corporales de los hombres civilizados (en el discurso de Sarmiento, asociados con los «unitarios»): “El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes (...) (Viste) el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla” (Cap. 1: 37). “La cultura de los modales, el refinamiento de las costumbres, el cultivo de las letras, las grandes empresas comerciales, el espíritu público de que (están) animados los habitantes, todo anunciaba la existencia de una sociedad culta”(Cap. 4: 88)[4]. Unida a la finalidad política de la ciudad, aparece una finalidad económica. La ciudad es la que “desenvuelve la capacidad industrial” y le permite al hombre “extender sus adquisiciones”, debido a la “posesión permanente del suelo” (Cap. 1: 38).
Otra imagen de la ciudad, en un sentido estratégico (en cuanto engranaje central de la constitución de un habitus ideal), está representada por la ciudad utópica. Basta evocar las propuestas y los ensayos de utopistas de variada intensidad, como Robert Owen, Charles Fourier, E. Howard, Tony Garnier o Le Corbusier (cfr. AA. VV., 1991). En el programa de Owen (1771-1858), la educación cumple un papel central en cuanto preparatoria para la sociedad ideal a vivir en la ciudad utópica. Para Fourier (1771-1837), una ciudad armónica debe tener 1620 habitantes que desarrollen virtudes vírgenes, sin contaminación con la civilización (Fourier, 1829). El Falansterio se erige no sólo como negación a la «inmoralidad de los negocios comerciales», sino como uno de los antecedentes más claros de la urbanística moderna, en cuanto estrategia arquitectónica que extrapola los caracteres de las utopías diseñándolos en un espacio ciudadano ideal. La ciudad es, en estos términos, siempre pensada como escenario ideal y a la vez como régimen fuertemente regulativo, restrictivo, disciplinario. En el caso de la Ciudad-Jardín, utopía de Ebenezer Howard, está la búsqueda de una vida «otra» distinta de las enfermedades de la ciudad industrial y promotora de la sana relación del hombre con la naturaleza (Howard, 1902). Esta idea puede verse reformulada con la articulación entre una responsabilización individual de la ecología y una búsqueda de la seguridad de los bienes privados (en el caso de los countries, los barrios cerrados o privados). Lo que contribuye a pensar la ciudad como espacio antes privado que público (aunque la privatización irrumpe como trama que se hace pavorosamente pública). De paso, es posible leer cómo las nuevas formas de la ciudad siempre hablan de la relación (como en la ciudad «civilizada» de Sarmiento) entre distinciones ciudadanas y miedo al otro. El miedo, una vez más, se hace trama constitutiva de la existencia, del encontrarse (como afirmaba Heidegger), de la socialidad; es el miedo el que va fabricando los equipamientos de las ciudades como «patio de objetos» (cfr. Kusch, 1976) que distinguen las formas de vida en la ciudad, las formas de interrelacionarse, de encontrarse, de formar sujetos, de imprimir lenguajes para expresar las experiencias, de acuerdo con las (injustas) diferencias económicas y sociales de clase.
La ciudad industrial de Garnier (1869-1948) y la ciudad contemporánea financiera y de servicios para tres millones de habitantes, de Le Corbusier (1887-1965), donde la calle es la antigua «tierra firme» (Le Corbusier, 1941), se acercan ahora a la idea de una planificación de la socialidad en base a todo un sistema urbanístico. La presencia de la concepción según la cual el habitus se produce en relación con equipamientos cada vez más sofisticados y hasta superpoblados, da lugar a imágenes altamente racionalistas de la ciudad. En Argentina fue el movimiento positivista, cuyo «pensamiento» adquirió un estatuto epistemológico particular (cfr. Ricaurte Soler, 1968), el que provocó el diseño racional de un orden a través del plano de una ciudad: La Plata, ciudad a la que quiero considerar brevemente como objeto, a partir de mi posición subjetiva.
La ciudad de La Plata es la ciudad en la que nací y en la que vivo, aunque siempre la he habitado desde la periferia, desde una posición suburbana. La ciudad, que frecuentemente nos habita, tiene recorridos que todavía no son viajes largos. Pero en esta ciudad hay, acaso, un destino pretrazado, que la diseña y que, a la vez, condiciona los recorridos. La ciudad de La Plata es una de las pocas ciudades planificadas de América Latina: una ciudad imaginada y dibujada antes de que existiera en 1882; una ciudad planeada por el imaginario positivista de orden, control y progreso.
Revisando los planos posibles de La Plata (los planos que revisó Pedro Benoit para que Dardo Rocha fundara una ciudad en las Lomas de la Ensenada) inmediatamente uno se encuentra con alternativas que confluyen en una misma idea: una ciudad diseñada, pensada, imaginada como complejo de dispositivos de control y vigilancia, que en el plano están expresados por las diagonales. Las diagonales que se diseñaron confluyen en los dos centros: el centro geográfico de la ciudad y el centro político. En ambos casos, se ven coronadas por dos plazas amplias: antes que ágoras potenciales, pensadas como espacios de paseo y recreación. Por las diagonales, eventualmente, las fuerzas del orden podrían recorrer más rápidamente el trayecto que va de la periferia al centro (que es el mismo que va del centro a la periferia).
Con el tiempo, el momento fuerte del disciplinamiento y la previsión del desorden (que implicó esos dispositivos de vigilancia a la manera de un panóptico urbano) se fue diluyendo y dejando paso a un disciplinamiento cuyo eje es el mercado. De ese modo, el centro de la ciudad se descentró no sólo geográficamente sino también en su significado: el centro es solamente el centro comercial, y por los otros centros (al fin lugares de paseo y recreación) sólo en algunas ocasiones hay episodios que son señales de oposiciones y resistencias a situaciones o estructuras políticas, económicas o culturales.
Observación analógica
Sin dudas existe una analogía entre la ciudad, sus formas y recorridos, y los saberes nómades (o que se nomadizan en la posmodernidad). Saberes que son producidos como dominios por las diversas prácticas itinerantes, en este caso, de Comunicación/Educación. La idea de Francis Picabia que hace suya Mabel Piccini (1999): "atravesar las ideas como se atraviesan las ciudades", tiene una inmensa riqueza. El campo de Comunicación/Educación tiene que atravesarse como se atraviesan las ciudades. La ciudad puede atravesarse por costumbre, según circuitos pretrazados o por calles que son siempre las mismas y que llegan siempre a los mismos destinos. Los transeúntes, en ese caso, están habitados por una especie de estancamiento en el cual las travesías acostumbradas o regulares obturan muchas otras posibles. Este es el caso del persistente imperialismo de la escolarización en comunicación/educación.
Pero, también, las ciudades pueden ser atravesadas no sólo por las diagonales diseñadas, sino por otras infinitas diagonales o recorridos oblicuos que conforman rupturas del estancamiento; y no tanto como rupturas prefiguradas, que de nuevo funcionan como diseños, sino como verdaderos itinerarios que acompañan y configuran imaginarios urbanos múltiples. He aquí una figura del nomadismo como posibilidad de inscribir, cada vez, nuevas trayectorias. Que los itinerarios y los transeúntes sean nómadas, no significa que la materialidad turbulenta sea nómada de manera absoluta. Sostener el nomadismo en las prácticas, los procesos y los sujetos significaría atomizarlos, percibirlos autónomamente de algunos puntos de referencia diagonales que han configurado, incluso, su nomadismo. Si no fuera así, ¿de qué modo comprender cómo sigue trabajando la hegemonía en este desbarajuste? o ¿cómo se articulan oposiciones y conformismos en estas convulsiones culturales?.
Finalmente, las ciudades pueden atravesarse atendiendo a las trazas, a las señales o a las marcas, como verdaderas estigmatizaciones, que han dejado en ellas el plano (como figura de un proyecto más amplio) y la memoria (como historia vivida en la traza); plano que articula a las nomádicas tácticas del hábitat con las grandes estrategias geopolíticas (cfr. Foucault, 1980); memoria que articula las nomádicas biografías singulares con los tiempos largos de la historia. ¿Cómo hablar o recorrer La Plata sin la memoria, entre otras cuestiones, de los cuerpos desaparecidos? (Aunque el Indulto haya operado como desactivación de la pena y como «apremio» a la memoria, lo que queda es un complejo y resbaladizo juicio cultural anclado en esa misma memoria, operante como resistencia, y un estigma en las veredas y en las miradas, como fastidioso murmullo para los transeúntes). En todo caso, la constelación de itinerarios y configuraciones posibles hablan siempre de una relación con otros mundos en este mundo: macrotrayectos que condicionan y son condicionadas por las trayectorias.
La ciudad misma, como ámbito que habitamos y nos habita, es un magma productor de sentidos y formador de sujetos. En cuanto «campo» o compleja trama de equipamientos socioculturales y políticos, las ciudad nos habita: estamos inmersos en ella, habitados por ella, nos conforma como sujetos, y al mismo tiempo es habitada por nosotros: estamos invirtiendo en ella, recorriéndola e inscribiéndola, otorgándole sentidos, en cuanto ella es trama y a la vez es escenario.
La ciudad y la nueva barbarie
Al aparente des-orden de la ciudad subyace un orden: una refiguración continua, en las formas de habitar y de ser habitado por la ciudad, del orden; de modo que es posible observar fugazmente (aunque sea imposible objetivarlo del todo) un dinámico investissement (cfr. Bourdieu, 1991), un «investimiento» en las prácticas culturales urbanas: formas cambiantes de «jugar» el juego de la ciudad, de estar inmerso en ella y a la vez invertir en su conformación constante. Entonces, ¿existe una ciudad normal o una normalidad urbana?; ¿o más bien la normalidad es este des-orden? “El orden urbano”, observa Elizabeth Lozano, “es un orden ambivalente (...) Al oscilar entre distintas versiones y prácticas de convivencia (de vivir juntos o al menos los unos al lado de los otros), la cotidianidad urbana se constituye en una normalidad dislocada. Una normalidad que se sale de sus casillas, que se desborda, y des-bordándose, redefine sus propios límites; y al hacerlo transforma los parámetros mismos de la normalidad” (Lozano, 1998: 172).
Indudablemente, sin embargo, el discurso «normal» y normalizador sucesivamente dominante, ha construido la idea-realidad de lo desordenado como anormal; y esto ligado a la reconstrucción permanente de la barbarie, ahora en la figura de los «nuevos bárbaros». Retomando a Sarmiento, en el Facundo, en el caso de la barbarie el habitus es producto del paisaje, del territorio natural, sin equipamientos culturales fabricados, es decir, sin fabrilidad; un paisaje constituido por una materialidad natural. Un habitus, a su vez, productor (en tanto sistema de disposiciones) de determinadas prácticas culturales propias del desierto y desiertas de cultura. El terreno inculto, el desierto, ahoga las posibilidades de crecimiento de las ciudades civilizadas. El desierto es la naturaleza salvaje que, como ambiente determinante y estructurante, produce el habitus de la in-cultura, no ya en un sentido simbólico sino (si se me permite) agrario, condicionante a su vez de otros sentidos simbólicos. El habitus popular se configura en la relación con la naturaleza, una relación que no posee mayores mediaciones, que es in-mediata, en la cual el sujeto se forma en un ambiente con el que está compenetrado.
El habitus popular, como el entorno que lo produce, es des-comunal (no tiene ciudad, o es el reverso de la ciudad -aún en la ciudad). La descomunalidad indica que estos sujetos no intervienen en la naturaleza, que no la transforman; no hay «acción» en su dimensión instrumental (como control y dominio racional sobre la naturaleza); por lo tanto, no hay «modernidad». Es la naturaleza la que imprime su ley (cfr. Cap. 1: 31). Evocando los términos de Le Corbusier, la «tierra firme» (como naturaleza) no ha devenido «calle»: traza racional que delimitando trayectos inventa u paisaje y disciplina al transeúnte; aún en la calle, sigue siendo tierra firme, no cultivada, bárbara. Con lo que es posible visualizar en las prácticas culturales urbanas, modos de vida más emparentados con el horizonte del «suelo» (del que no hay posesión permanente, sino esporádica) que con los del «patio de objetos» fabricados para distinguir el mundo urbano civilizado.
«Nuevos bárbaros» son todos aquellos sujetos que continúan más identificados por un «determinismo natural» homeostático en el mundo de la ciudad. Sería de suma riqueza resignificar los sujetos populares sarmientinos: el rastreador, el baqueano, el cantor y el gaucho malo (cfr. Sarmiento, 1982: Capítulo 2), entre quienes hoy representan una modalidad «neobárbara» de sensibilidad y de configuración de saberes y de prácticas culturales comunicacionales-educativas. En los sectores populares urbanos sigue habiendo “un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales del país y de las costumbres excepcionales que engendra” (Sarmiento, 1982: 47; entiéndase «naturales» como persistentemente contrarios o resistentes a las condiciones sociales producidas por los consensos civilizados). Hay una mediación estética particular: la poesía, que se constituye en rastro de un rostro, el de la identidad popular a través de la historia cultural argentina. La poesía es entendida en el sentido primario de la poiesis, como creación in-mediata, como marca de la «naturaleza» (en su carácter constitutivo del habitus) en la sensibilidad, que puede expresarse sin metáforas racionales o abstractivas. La naturaleza produce una sensibilidad, una estética no centrada en la obra de arte, sino en la experiencia sensible (aisthetos). Es imperativo elaborar la resignificación del rastreador, que construye su ciencia casera o su saber popular a través de indicios; del baqueano, que es un topógrafo del que necesariamente deben valerse las estrategias[5] y cuyo diferencial de poder consiste en organizar las tácticas (de los débiles) aún para trocar el objetivo de la estrategia; del gaucho malo, con su ciencia del desierto (cfr. Cap. 2: 58), que le viene de su carácter nómada y de su divorcio de la sociedad y que provoca todo tipo de estratagemas[6]: apropiaciones no sólo de lo fabricado, sino principalmente de los sentidos que esas «propiedades» poseen para los dominantes (con lo cual produce un miedo continuo); del cantor, también nómada, cuya práctica cultural-estética consiste en relatar lo vivido y reconstruir la memoria popular como acumulación narrativa, esto es: como capacidad local de acumular las historias de los acontecimientos, en una especie de tejido diacrónico que permite vivir la historia a partir de esa «caja de herramientas» narrativa[7]; una narrativa cuyo texto pronuncia la identidad popular. La resignificación de estos personajes y la multiplicación de ellos en infinitas esquinas de la ciudad, o en barrios, o en plazas, o escurriéndose entre las cosas pulcras de la ciudad, ha de arrojar luz sobre los nuevos modos, complejos y multifacéticos, en que se desarrolla la formación de sujetos y la producción de sentidos en nuestras ciudades.
Por lo pronto, en nuestras ciudades se organizan novedosos y múltiples polos de identificación en torno a los cuales el sujeto se constituye cotidianamente (cfr. Buenfil Burgos, 1992) y que se ponen en juego y en pugna, conviviendo conflictivamente, en la ciudad. Reconocer esos polos implica asumir la crisis de la hegemonía de sujetos, clases sociales e instituciones como referentes fijos, absolutos y necesarios en la constitución de sujetos. Los referentes, en tanto polos de identificación, no están ya prefijados ni son transparentes e invariables; al contrario, son cambiantes y móviles, porosos y opacos. Efectivamente, la crisis (de hegemonía o representación) de ciertas instituciones modernas (como la escuela, los partidos políticos, los sindicatos, las instituciones de formación docente, etc.), de identidades fijas y de prácticas culturales marcadas por aquella institucionalidad, ha contribuido a la emergencia de nuevos polos de identificación que condensan prácticas alternativas y en torno a los cuales los sujetos vienen a constituirse.
En especial la escuela y la cultura escolar se ven desafiadas por polos de identificación socioculturales, entre ellos la «cultura de la calle» y la cultura mediática (aunque las fronteras entre ellos es siempre difusa). Lo que una praxis crítica de comunicación/educación debe alentar, entre otras cuestiones, es la configuración de un lenguaje que permita interpretar y que sea capaz de otorgar sentidos a las experiencias en la formación de subjetividades autónomas, más allá de los lenguajes disponibles que a su vez constituyen las experiencias (cfr. McLaren y Giroux, 1998); debe aventurarse a construir y resituar la experiencia en el proceso de la historia y a rearticular el lenguaje desde aquellos polos de identificación, siendo capaz de desnaturalizar los sentidos sobredeterminantes que, como hegemónicos, deben deconstruirse e historizarse.
Cualquier escena cotidiana puede asombrarnos; en especial porque en ella se ven condensadas interacciones, intercambios, relaciones complejas, lenguajes opacos, modos de habitar y de sobrevivir la ciudad a través del desarrollo de competencias comunicativas muchas veces enigmáticas y ocultistas (aún cuando sean rudimentarias). Hay una escena propia de los «nuevos bárbaros» (en este caso, los jóvenes) que resulta significativamente rica para el abordaje desde comunicación/educación: la esquina, como un lugar que en su ambivalencia es también un no-lugar. La «cultura de la esquina» es la que más fuertemente ha penetrado por las ventanas, ha desenvuelto distintos modos de pugna y se ha refigurado continuamente en el espacio escolar y en otros espacios institucionalizados destinados a la formación de sujetos. Basta observar los rituales que se desarrollan en esos espacios, a través de los cuales se transmiten simbólicamente ideologías societarias y culturales (cfr. McLaren, 1995), y en los cuales es posible ver los juegos de las socialidades al mismo tiempo que el trabajo de la hegemonía desde dentro de la cotidianidad en la producción de sentidos.
En la «esquina» trabaja la hegemonía: ella es un microespacio multiplicado al infinito que se articula con macrocondiciones sociales, económicas, culturales, políticas. Sin embargo, la «esquina» de la ciudad, fragmentada en diferentes barrios como microcampos, suele impregnar prácticas culturales que niegan, soslayan o desafían a la cultura dominante, y en especial desarrollan performativamente una contestación a la cultura escolar. Acaso por la oscuridad y confusión que viven los jóvenes en las esquinas, como espacios culturales productores de sentidos y formadores de sujetos, portadores y constructores de una normalidad considerada anormal, es que la escuela, los medios y otras instituciones rechazan esos espacios.
Es provocativa y prolífica la comparación (sugerida en nuestro equipo por María Belén Fernández) entre la pulpería sarmientina y la esquina de nuestros jóvenes.
La contracara de la ciudad, en tanto fundante de la civilización y el progreso, es la pulpería: lugar de reunión donde “el juego sacude los espíritus enervados y el licor enciende las imaginaciones adormecidas”. Allí circulan noticias sobre animales extraviados, se trazan en el suelo las marcas del ganado, se sabe dónde se caza o dónde se le han visto rastros al puma; allí se arman las carreras y se reconocen los mejores caballos; allí está el cantor y allí se fraterniza por el circular de la copa. Esta asociación accidental, que viene a formar una sociedad por repetición, es una “asamblea sin objeto público, sin interés social” (Sarmiento, 1982: 69). El gaucho es naturaleza, es libertad incontrolada, indomable (no dominable), y aquí (de parte del «civilizado») nace el temor hacia el gaucho y, como segundo grado en la construcción del discurso civilizatorio, el «remedio», la acción estratégica para remediar la in-cultura del otro y los males que acarrea[8].
Los jóvenes, «nuevos bárbaros», se reúnen a tomar cerveza y compartir códigos, a estar nomás, aunque para la mirada «racional» no hagan nada. Su lugar de reunión es la «esquina», también calificada como encuentro sin objeto público ni interés social; más bien percibida como forma de des-asociación[9] donde es aparentemente imposible la formación de sujetos. Sin embargo, el encuentro rutinario revela otras formas de socialidad productoras de sentidos, de formas diversas de leer el mundo y de pronunciar la palabra. En la «esquina» los jóvenes se comunican contra toda ex-comunión; en ella se elabora un lenguaje que (aunque tomado del lenguaje disponible a través del cual trabaja la hegemonía) permite a los jóvenes expresar e interpretar sus experiencias y formar sus subjetividades; en ella circulan noticias que parecen insignificantes, que no sirven para nada, que hacen del encuentro un «dejarse estar» (cfr. Kusch, 1976) pero a la vez una amalgama imaginariamente capaz de sobrellevar el miedo al exterminio (cfr. Kusch, 1986). Como se ve, del mismo modo que en el caso de la pulpería, el vínculo invisible con el resto de la ciudad (horadada de esquinas) es el miedo[10]. Desde la imagen de la ciudad progresista, miedo a «dejarse estar»; desde la «esquina», miedo al exterminio. Pero en la ciudad el miedo se disimula (no se remedia) estando conectado; conectado mediante diversas formas, entre ellas la «esquina» y las tecnologías. Lo temible y amenazador, que crea inseguridad porque no está en una posición de dominable y que produce en uno la sensación de una exposición a la herida o de un retorno al «demonismo» del suelo como residuo irracional (como explicaba Rodolfo Kusch en La seducción de la barbarie en 1953), se disimula por un entorno tecnológico o se combate en el encuentro de la «esquina». Tanto las redes comunicacionales de la «esquina» como la sutura tecnológica, pueden interpretarse como formas típicamente urbanas de cura del miedo.
Jesús Martín-Barbero ha asociado a los medios con los miedos en la textura urbana, que puede comprenderse como entretejida por los cruces y pugnas entre la oscura sin-razón y la claridad ordenada. Barbero afirma que "para pensar los procesos urbanos como procesos de comunicación necesitamos pensar cómo los medios se han ido convirtiendo en parte del tejido constitutivo de lo urbano, pero también cómo los miedos han entrado últimamente a formar parte constitutiva de los nuevos procesos de comunicación" (Martín-Barbero, 1991: 12). Los miedos son una clave de los nuevos modos de habitar y de comunicar; "son la expresión de una angustia más honda, de una angustia cultural".
Hay una articulación evidente entre cultura mediática e inseguridad urbana. Las formas del miedo adquieren un carácter multifacético y atraviesa al infinito, a través de múltiples manifestaciones, toda la ciudad como espacio transclasista, transétnico, transexual. Por más que prolifere un discurso centrado en los consumidores, en los consensos, en las pulcritudes, y que sea él el que trabaje también desde la subalternidad, las redes de comunicación[11] y las formas de educación se han impregnado de miedos[12].
Por otro lado, los «nuevos bárbaros» tienen formas de escribir otras, vinculadas a su inscripción como sujetos en la ciudad; es su urbana ex-ducere[13], desde los bordes o los márgenes, pero hacia el centro mismo de la ciudad, como anunciando quién se es y qué se piensa. Escribir/inscribir comunicaciones en las paredes (verdaderos «video-registros» de prácticas culturales comunicacionales-educativas), antes utilizadas especialmente como refuerzos del ágora (como lugares de escritura/inscripción política), o como vehículos proselitistas, es dejar puntos de referencia que anuncian nuevas formas de anonimato urbano y que, a la vez, hacen comprensible un lenguaje en un contexto de minoría: un modo regional de interpretar la experiencia y de configurar la subjetividad. Pero cuya pretensión también es hacerlo público, a la fuerza y contra todo orden y «pulcritud» de las paredes ciudadanas.
Ni que hablar de los «chicos de la calle» o los niños que, también en las esquinas (en otras esquinas) con semáforos en rojo, pugnan por desarrollar su microsistema de «educación-trabajo»: la limpieza de parabrisas de los autos que se detienen. ¿Cómo trabajar con un ámbito urbano productor de sentidos y formador de sujetos transido y estigmatizado por la marginalidad, la opresión del trabajo precario prematuro, la injusticia de las situaciones expulsivas provenientes de los «consensos» ciudadanos? ¿Cómo quebrar un «consenso» que se hace insensible frente a la opresión y la exotiza como «diversidad»? ¿Cómo es posible entender, en esta ciudad «globalizada» como tantas otras, que el consumo forma ciudadanos? ¿Cómo no entender que la opresión y la injusticia subsisten (a pesar de las lecturas light de la «hegemonía») y aún claman, quizás sordamente, la liberación?.
Observación «política»
Aristóteles, en la Política, luego de su célebre definición del hombre como «animal político» o «cívico» (zoón politikón), y de la distinción que establece entre idion (la vida de la casa) y polis (la ciudad o forma de organización política de los griegos), expresa que "el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino como una bestia o un dios" (Aristóteles, Política: Capítulo II, 1253a; 1993: 44).
¿Quiénes son en nuestra «ciudad» latinoamericana actual, y especialmente argentina, los «dioses» y quiénes las «bestias»? Si los «dioses» están fuera de la ciudad o la organización política porque no necesitan nada, por propia suficiencia, o porque no son alcanzados por las normas legales, merced a diferentes privilegios obtenidos, y además porque se valen de la vida de la ciudad para satisfacerse, y requieren de ella rituales y reconocimiento, entonces los «dioses» son una regular legión de impunes, corruptos, poderosos en fin, a cuyo beneficio se somete la ciudad toda (aunque esta manifieste su rechazo u oposición). Los «dioses» son obscenos: muestran lo inmostrable, hacen gala de su impunidad, exceden las reglas que ellos mismos contribuyen a establecer. Hacen de sus inusitadas formas de privilegio un espectáculo.
Las «bestias», en cambio, para Aristóteles quedan fuera porque tampoco necesitan de la ciudad, pero por su imposibilidad de poseer la palabra (Política, 1253a; Aristóteles, 1993: 43). La diferencia es que en nuestra «ciudad» carecen de palabra y son expulsados de la ciudad, hechos «bestias» o «nuevos bárbaros» (nuevos extranjeros en su propia tierra) millones de ciudadanos y de niños. La palabra les es privada, así como la convivencia política. Las nuevas «bestias» son los excluidos, legiones de desocupados, los jubilados de miseria y miles de ancianos ni siquiera jubilados, los «chicos de la calle», los jóvenes «descarriados», los piqueteros en el «estallido de las rutas cortadas», los enfermos de variadas patologías de la injusticia, todavía los desaparecidos (acaso arquetipo trágico de los nuevos «bárbaros», devenidos «bestias» por la expulsión de la ciudad).
La ciudad, además, es el ámbito de la política. Pero no sólo de una política propia de la depredación y del sometimiento, ni de una política estratégica persistentemente obsesionada con desarmar las fuerzas, los territorios y la voluntad de los otros, de los «nuevos bárbaros». Sino de una política en la que convergen esas multifacéticas, opacas, confusas y dinámicas modalidades de producir sentidos y de formar sujetos. Los nuevos polos de identificación proliferantes en el ámbito urbano elaboran otras formas de organización. Las nuevas organizaciones agrupan, constituyendo, a nuevos sujetos urbanos, en y con las cuales esos sujetos se identifican y a partir de las cuales imprimen nuevas modalidades de politicidad articuladas con novedosas formas de visibilidad pública que funcionan también como identificatorias[14]. Estas nuevas formas que adquiere la politicidad, quedan reveladas en las representaciones y las prácticas de esas agrupaciones, tanto en su constitución interna como en su visibilidad mediática, que influye en la presentación y el reconocimiento público. De hecho, lo mediático (hecho trama en la cultura) adquiere un lugar central para comprender la dinámica de transformación sociocultural de los polos de identificación en la ciudad, a la vez que las transformaciones en la politicidad y la apropiación y refiguración de los espacios públicos, ya que los sujetos y las agrupaciones nuevas adquieren reconocimiento en cuanto se articulan con nuevos regímenes de visibilidad social, en cuanto se hace más visible y reconocible la contestación y el inconformismo, la presencia social y urbana de los cuerpos que resisten.
La ciudad admite y requiere nuevas lecturas políticas, aún de la politicidad de la ciudad como ámbito de comunicación/educación: como ámbito de posibilidad y de realización efectiva de la autonomía, de la solidaridad y de la subjetivación. Lecturas que hagan posible comprender de qué modos se refigura la articulación entre las pequeñas tácticas del hábitat y las grandes estrategias geopolíticas, entre las biografías singulares y los tiempos largos de la historia, o entre las desafiantes prácticas socioculturales indisciplinadas y la «tardoconquista» expresada en la trama/trampa del mercado, como empresa neodisciplinaria global.
Bibliografía:
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Von Clausewitz, K. (1994), De la guerra, Colombia, Labor.
[1] Me refiero al equipo de trabajo de la Cátedra de Comunicación y Educación, del Centro de Comunicación y Educación, de proyectos de investigación en comunicación, educación y cultura.
[2] La filósofa alemana Hannah Arendt ha insistido sobre los elementos constitutivos de la vida pública, a partir del pensamiento y las realizaciones de los griegos. Lo fundante de la vida pública (de la ciudad), para Arendt, es la lexis (el discurso personal y también el legal) y la praxis (la acción social y política) (Arendt, 1993: Cap. II).
[3] Esas dimensiones constitutivas del habitus son, al menos, el eidos, en cuanto sistema de esquemas lógicos; el ethos, como sistema de esquemas prácticos y axiológicos, y el hexis, como sistema de esquemas corporales, gestuales, posturales (Bourdieu, 1990: 154-155).
[4] Y agrega: “El unitario tipo marcha derecho, la cabeza alta; no da vuelta, aunque sienta desplomarse un edificio; habla con arrogancia; completa la frase con gestos desdeñosos y ademanes concluyentes; tiene ideas fijas, invariables (...). Es imposible imaginarse una generación más razonadora, más deductiva (...). Sobre todo, lo que más los distingue son sus modales finos, su política ceremoniosa y sus ademanes pomposamente cultos” (Cap. 7: 135).
[5] El baqueano es “el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña” (Cap. 2: 55), de modo que las estrategias hegemónicas (del general, en este caso, y luego de quienes alambrarán los campos poniendo fronteras capitalistas al paisaje) hagan uso de las tácticas populares.
[6] Acerca de la estratagema, véase K. Von Clausewitz, 1994: 204 y 209.
[7] Sobre la noción de acumulación narrativa, véase Jerome Bruner, 1991: 20-21.
[8] En la "Introducción a América" del libro América Profunda, de Rodolfo Kusch, el autor presenta al hedor como una de las presiones de la cultura americana. El miedo al hedor hace que se produzca un mito: el mito de la pulcritud, de lo racional, lo deseable, lo civilizatorio, el progreso. para remediar el hedor. De modo que el mito de la pulcritud configura también una presión, y ambas presiones (hedor y pulcritud, miedo al dejarse estar y miedo al exterminio cultural) horadan las culturas, los sujetos y las prácticas culturales latinoamericanas. Presiones de las que es posible escapar a través de la fagocitación como proceso de apropiación de las cosas pulcras (de un patio de objetos) por parte de las culturas con hedor, otorgándoles nuevos sentidos (cfr. Kusch, 1986: 9-18).
[9] La asociación «normal», expresa Sarmiento en este caso, es la des-asociación, donde la cultura del espíritu es inútil e imposible (cfr. Sarmiento, 1982: 75; 72).
[10] Para Heidegger, según lo explica en El ser y el tiempo, hay un encontrarse en el «temor». Heidegger distingue aquello que se teme (lo temible), el temer y aquello por lo que se teme (Heidegger, 1986). Cuando habla de lo «temible» respecto de los entes intramundanos, hace referencia a lo amenazador, que crea inseguridad porque no está en una cercanía dominable. El temer es dejarse herir o encontrarse herido por lo amenazador. Aquello por lo que se teme es el mismo «ser ahí», como estado de abandonado a sí mismo.
[11] En los bordes de los espacios urbanos marginales, como lo es el Barrio «Puente de Fierro» por ejemplo, las fronteras invisibles están marcadas por pequeñas distinciones visibles, audibles, olfateables que, sin embargo, no anulan del todo las relaciones de proximidad y que pueden interpretarse como puntos de referencia y marcos en las redes de comunicación.
En nuestra primera aproximación al Barrio Puente de Fierro con los alumnos-trabajadores del CEBAS (Centro Experimental de Bachillerato para Adultos en Salud), del Hospital San Juan de Dios, intentábamos realizar una observación con la consigna: salir a encontrar, antes que a buscar, “abriendo” los sentidos. Lo que se procuraba era registrar lo que los alumnos observadores veían, escuchaban, olían... La aproximación se realizaba como aporte al diagnóstico sanitario social del Barrio, en el marco de un Taller de Salud Pública.
Fue posible percibir que la mediatización de la inseguridad no se inscribe sólo en los «ghettos» o nuevas «ciudades-jardín»: los countries o barrios privados. En el interior de los barrios marginales también hay rejas, hay defensas frente a la multiplicación al infinito de los «nuevos bárbaros».
[12] El miedo que recorre la vida urbana alimentando imaginarios de seguridad, y entrecruza el «miedo a ser sí mismo» (que hace décadas señalaba Kusch en las culturas urbanas) con el «miedo a los otros» (que son barbarizados) en las representaciones sobre la educación para el futuro, tiende a augurar modalidades pedagógicas calcadas de otros países y contextos (debido al «miedo a ser sí mismo») y marcadamente tecnocráticas, individualistas y meritocráticas (por el «miedo a los otros»).
[13] Cabe recordar que, etimológicamente, el término educación proviene de dos vocablos: ex-ducere (que indica un movimiento de adentro hacia fuera, y que puede resumirse en expresar) y educare (que significa alimentación, asimilación o internalización de lo que está fuera como “contenido”).
[14] El estudio de este novedoso mapa cultural y político es el objeto de la investigación Nuevas formas de politicidad de los nuevos sujetos urbanos en La Plata: Identificaciones constitutivas y visibilidad mediática que dirijo, y cuyo equipo está conformado por: María Belén Fernández y Alfredo Alfonso (co-directores) y las investigadoras Magalí Catino y Gabriela Marano. En esta investigación se intenta observar cómo se constituyen sujetos, en torno a la referencialidad de nuevos polos de identificación, que imprimen nuevos sentidos a las prácticas culturales, educativas y políticas cotidianas, en el contexto de la cultura mediática. Se ha optado por investigar dos tipos de organizaciones: H.I.J.O.S. y los Murgueros, además de elaborar un mapa de nuevas organizaciones en La Plata.
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