Marita Mata, Nociones para pensar la comunicación y la cultura masiva
I. Pensar y hacer
Todos
nos comunicamos. Comunicarse es una de esas experiencias sustancial y
elementalmente humanas que asumimos como parte de nuestra cotidianeidad. Pero comunicarse
es también, para muchas personas y en distintos de la actividad social, pública,
una tarea, parte de su labor, un desafío. Doble objeto, en suma: algo que nos
constituye –y que por tanto sería tan vital como el respirar– pero algo que se
nos convierte en trabajo, actividad en la que invertimos esfuerzos, ideas,
herramientas y de la que esperamos resultados.
Es bastante frecuente que
al confrontar definiciones o nociones acerca de lo que representa para algunos
sujetos la comunicación como experiencia y como trabajo, encontremos dicotomías
y hasta contradicciones bastante significativas. Comunicarse –en el sentido
experiencial– suele ser vincularse, poner en común, compartir, intercambiar. La
comunicación –asumida como trabajo específico o relacionado con alguna otra
tarea de tipo cultural– suele transformarse en producción de mensajes, manejo
de instrumentos o canales, estrategias informativas.
Lo anterior no es casual.
No se trata de una suerte de esquizofrenia individual. Vivida como experiencia,
la comunicación representa el espacio donde cada quien pone en juego su
posibilidad de construirse con otros. Pero transformación en práctica social
predominan en ella los rasgos con que histórica y dominantemente fue pensada
esa actividad desde que ella, por su creciente naturaleza pública, comenzó a
constituir una esfera de preocupación para analistas de diversos orígenes y una
esfera de interés para quienes invirtieron tiempo y dineros en ella con el
objeto de extraer beneficios materiales, ideológicos, políticos. Es decir,
desde el momento en que con la aparición y el desarrollo de las tecnologías de
naturaleza electrónica la sociedad asumió las modalidades de comunicación
masivas.
Desde entonces se buscaron
modelos explicativos para comprender y orientar esas prácticas. Pero tales
modelos no se detuvieron allí, en el objeto específico para el que fueron
pensados sino que lo invadieron todo. Es decir, invadieron nuestro pensar y
hacer comunicación: su capacidad modelizante fue tal que adquirieron carácter
totalizador.
Lo que brevemente
plantearemos a continuación son algunos de esos modelos de comprensión de la
comunicación. Más o menos cuestionados y superados algunos, más o menos
vigentes otros, todos ellos, operan en la realidad en que actuamos. Reconocerlos
–incluso o especialmente en nuestra práctica– es garantía de capacidad
reflexiva: la posibilidad de separarnos de la experiencia para iluminarla,
comprenderla y poder transformarla, si es que de eso se trata.
Existen numerosos textos
especializados en los que se abordan estas nociones y se realizan una
exposición crítica de ellas. A lo largo de este Módulo haremos referencia a
algunos de estos textos. Pero, por su naturaleza didáctica, incluimos como
parte de él dos de ellos. Se trata de “Del análisis a la práctica:
encrucijada para la comunicación”, de Ana María Nethol y de “Las teorías
comunicativas” de Mauro Wolf.[1] Recomendamos leerlos inmediatamente
después de la lectura de este texto y, posteriormente, realizar las actividades
que sugerimos como propuestas de reflexión.
II. El modelo informacional
Demasiado frecuentemente la comunicación
es caracterizada –y pensada– como un proceso de transmisión de significados que
se realiza desde un emisor a un receptor utilizando algún tipo de canal. En
esas caracterizaciones está presente el modelo explicativo originado, a partir
de las proposiciones formuladas a fines de la década del ’40 en los Estados
Unidos por Shannon y Weaver desde la teoría matemática de la información para
garantizar, en el campo de la ingeniería de las telecomunicaciones, la mayor
velocidad en las transmisiones de mensajes sin perder información y
disminuyendo posibles distorsiones.
Aquel modelo esquematizaba
del siguiente modo los procesos de transmisión de información entre máquinas:
En tales procesos la comunicación (la transmisión)
se considera eficaz o exitosa cuando el destinatario recibe exactamente lo que
la fuente ha organizado como mensaje a transmitir. Y ello es posible –al
eliminarse o controlarse los ruidos– porque la fuente y el destinatario emplean
un mismo código, entendido como “sistemas de reglas que atribuye a determinadas
señales un determinado valor” y no un cierto significado.[2] En su interesante y comprensivo texto
sobre las teorías comunicativas, Wolf precisa esa distinción: “dicho de otra
forma, con un ejemplo extraído de Escarpit (1976) la perspectiva de los
teóricos de la información es parecida a la del empleado de correos que debe
transmitir un telegrama: respecto al emisor y al destinatario que están
interesados en el significado del mensaje que se intercambian, su punto de
vista es distinto. El significado de lo que transmite le es indiferente, ya que
su papel es el de hacer pagar de forma proporcional a la extensión del texto,
es decir, a la transmisión de una cantidad de información”.[3]
Entre ese esquema inicial
proveniente de la teoría de la información –que fue rápidamente adoptado por
los primeros teóricos norteamericanos de la comunicación de masas– y
posteriores e incluso actuales construcciones conceptuales de corte transmisor
o informacional existieron, por cierto, reformulaciones y enriquecimientos que
no pueden ignorarse.
Así, por ejemplo desde el
terreno de la lingüística estructura, Roman Jakobson dio una dimensión
comunicativa al modelo matemático al incorporar a el, las nociones de contexto
en que se produce la transmisión, al diferenciar las funciones que puede
cumplir el lenguaje, etc. Por su parte, los teóricos funcionalistas irían
produciendo avances sobre ese modelo al considerar, por ejemplo, el papel que
juegan los grupos de pertenencia de los individuos en las operaciones de
interpretación de los mensajes y particularmente sobre sus efectos.
Finalmente, los
representantes de la teoría crítica introdujeron nociones tales como la de la
ideología y manipulación que, al operar como recursos explicativos de los macro
procesos de comunicación, permitieron abordar y develar la función social y política
de los emisores y productos comunicativos.
Al respecto resulta de
gran interés la exposición realizada por Ana María Nethol en el texto citado,
acerca de las elaboraciones de Melvin De Fleur, Wilbur Schramm y el propio
Jakobson. Leyendo ese texto y las páginas que Wolf dedica a los aportes de ese
lingüista a la teoría de la información (ver 1. 9. 1. “El modelo
comunicativo de la teoría de la información” de nuestro material de
lectura) sería conveniente preguntarse las siguientes preguntas:
- -¿Cuáles
son los aspectos informacionales dentro de la propuesta de Roman Jakobson?
- -¿Cuáles
son los avances o ampliaciones que realiza Jakobson desde el modelo informacional
a una perspectiva más comunicativa?
- -¿Cuáles
son, de todos modos, las limitaciones de lo que Wolf denomina modelo semiótico-informacional?
Las anteriores son simples
referencias para indicar que el original modelo matemático-informacional fue
convirtiéndose en un modelo comunicativo más complejo, legitimándose así como
modelo apto para explicar ya no sólo la transmisión de señales entre máquinas
sino los múltiples procesos de intercambio entre seres humanos. Sin embargo,
pese a todos los enriquecimientos, pese a todos los nuevos ingredientes psicológicos,
lingüísticos y sociológicos que se le añadieron, no dejó de constituir una matriz
cuya lineariedad y carácter instrumental puede cuestionarse desde otras
perspectivas de comprensión de los hechos comunicativos.
II. 1. Limitaciones y Consecuencias
Pensemos ahora en las
limitaciones que conlleva pensar la comunicación en términos de procesos
lineales que comienzan en un emisor que produce y envía un mensaje a través de
un determinado canal (no importa que no sea de naturaleza tecnológica) y que
terminaron en la figura de un receptor que, al recibir los mensajes, los
decodifica e interpreta consecuentemente.
Nadie se atrevería a dudar
que una fiesta es un espacio de comunicación donde diversos sujetos entran en
relación, se expresan, se manifiestan individualmente y colectivamente. Sin
embargo, ¿es posible identificar allí emisores y receptores? Nuestra propia
experiencia podría decir muchísimos. Pero ¿son todos ellos equiparables a ese
“conjunto estructurado de signos de acuerdo a un código determinado” tal como
se han definido por mucho tiempo a los mensajes desde ciertas corrientes
lingüísticas? El clima creado por la música, el roce de los cuerpos, las luces,
los murmullos o gritos, ¿son el contexto –la circunstancia en que se producen
los mensajes– o son parte de una manera festiva de comunicarse –de entrar en
relación, de identificarse y compartir con otros– es decir, son también lo
comunicado?
Podría decirse que el caso
de la fiesta es un caso extremo y, en consecuencia, poco válido para basar en
él las limitaciones de un cierto modelo explicativo. En realidad, no es más
extremo que otros modos colectivos masivos de comunicación, cuyo propósito
fundamental no es la transmisión de información, aunque de hecho, siempre exista algo a expresar o a
manifestar, algo nuevo por decir o algo que quiere decirse nuevamente. Nos
referimos a las manifestaciones colectivas de diverso tipo (religiosas,
políticas), a las múltiples ceremonias y rituales de los que está hecha nuestra
vida en sociedad (desde los actos escolares a las celebraciones
institucionales; desde las fiestas patrias a las celebraciones de vida y muerte
que marcan nuestra vida cotidiana). De ahí que planteemos una primera reserva
frente a ese modelo explicativo ya que quedan fuera de su alcance comprensivo
demasiada zonas y actos de comunicación.
Pero sus limitaciones
también pueden advertirse cuando se aplica ese modelo o esquema a actos
comunicativos que, sin duda, tienen mucho más la forma de un envío de mensajes,
o se acomodan mejor a la idea de un proceso de transmisión, como ocurre con los
mensajes producidos y difundidos a través de los llamados medios de comunicación.
Tomemos el caso de un
programa televisivo, en el que fácilmente podemos reconocer emisores y presumir
receptores. El mensaje, ¿es sólo lo articulado y transmitido en función de
códigos lingüísticos, visuales y sonoros o también forma parte de él –y parte
nada accesoria– el canal como código de comprensión cultural? En otras
palabras, ¿se produce y recibe del mismo la misma noticia, la misma propuesta
de entretenimiento, a través de la radio, de la televisión o de un periódico? Y
el problema no se resuelve teniendo en cuenta la mayor o menor exposición de
distintos sujetos a los diferentes medios, o teniendo en cuenta las
características ellos asumen en cada sociedad (dimensiones, propietarios, etc.
) como muchas veces se ha hecho para “completar” lo que falta al esquema
analítico que estamos cuestionando, en el cual los canales son meros instrumentos.
En este caso no son modos o actos comunicativos los que quedan fuera del
alcance del modelo informacional, sino que él distorsiona la comprensión de los
medios de naturaleza masiva como formas de organización cultural reduciéndolos
a una pura dimensión de transportadores de señales.[4]
El modelo informacional,
como paradigma de comprensión de los intercambios entre los seres humanos,
tiene también consecuencias particularmente significativas.
Ese modelo trasladó a los
sujetos emisores y receptores la misma relación de asimetría existente entre
las máquinas con respecto a los códigos y, consecuentemente, adoptó la idea de
isomorfismo entre ambos términos del proceso. Vale decir, la idea de una
homología entre la función emisora y la función receptora: la primera,
codificando mensajes, la segunda decodificándola, en virtud de un instrumento
dotado de cierta neutralidad y univocidad: el código. De tal manera, lo que se
transmite en un acto comunicativo cualquiera es un mensaje respecto del cual –y
más allá de las variables psicológicas y sociológicas que caracterizan a los
diversos sujetos– es posible precisar un cierto significado cuya correcta
comprensión por parte del receptor determina el éxito de la comunicación. En
este modelo, serán considerados, como ruido todas las desviaciones en la
comprensión del mensaje, es decir, en la atribución del significado correcto
por parte del receptor.
De ahí que, aún cuando los
mismos teóricos de la mass communication research hayan trasladado a la
comunicación humana la idea de retroalimentación presente en el modelo
matemático-informacional, y aún cuando hayan avanzado notablemente en la
consideración de los factores externos al hecho comunicativo que influyen en la
decodificación, la imagen del receptor que se crea desde esta perspectiva es la
de un sujeto cuya actividad resulta menguada, ya que es la réplica en el espejo
de la figura del emisor.[5]
Esa subsidiareidad de la
figura del receptor, que sólo parecía modificarse cuando él mismo ocupaba el
lugar del emisor en una situación de comunicación de doble vía, llevó a
desarrollar una serie de proposiciones que, en buena medida, están en la base
de muchos planteos relacionados con la comunicación alternativa o popular y
educativa, aún cuando no se reconozca que en ellos persiste el pensar lineal,
informacional.
Así, por ejemplo, fue
consolidándose la idea según la cual la información se diferencia o se
distingue de la comunicación en tanto la primera es sólo transmisión unilateral
de mensajes (de un emisor a uno o varios receptores) mientras que la segunda es
el intercambio de mensajes. Vale decir, un proceso en el cual distintos sujetos
pueden funcionar como emisores.
En realidad, si se
analizan los textos de diversos autores que explicitan esta diferenciación [6] puede observarse que, de lo que se trata,
es de impugnar la falta de reciprocidad (el término es usado por Pasquali),
existente diversas situaciones comunicativas, pero, especialmente, en el
sistema integrado por los medios de naturaleza masiva. Y reciprocidad quiere
decir poder emitir en igualdad de condiciones rechazando la subsidiareidad del
rol del receptor, tal como lo precisa Kaplún: “Los hombres y pueblos de hoy se
niegan a seguir siendo receptores pasivos y ejecutores de órdenes”.
Creemos que es un
imperativo ético y político trabajar para que en nuestras sociedades, tanto en
los ámbitos públicos como en los privados, los individuos tengamos igualdad de
derechos en el terreno de la expresión y la misma oportunidad para tomar
decisiones. Pero creemos que ello no debe ni puede impedirnos reconocer que la
reciprocidad comunicativa no puede fundarse en una búsqueda de igualitarismo
transmisor con el emisor porque, si así fuera, una significativa cantidad de
actos a los que los autores citados suponemos no identificarían como meros
procesos de información (en la terminología de Pasquali) o de comunicación
unidireccional (en la de Kaplún), no serían más que eso. Imaginemos el festival
de música popular donde los habitantes de una determinada zona difunden sus
composiciones. Los asistentes, esos otros vecinos que acuden para escuchar,
¿son o no receptores? Y si lo son, ¿están comunicándose o son simple término de
un proceso unilateral de transmisión en tanto a su vez no componen, no cantan y
sólo aplauden, atienden entretenidos la música o se retiran aburridos?
Ana María Nethol señala
con precisión que:
“siempre se produce, comunicativamente hablando, una
situación de intercambio en el sentido de los símbolos empleados por los
sujetos que profieren un acto de comunicación. Cuando el sacerdote da un
sermón, hay seguramente allí congregados un grupo de feligreses cuya acción
comunicativa, es la escucha, posiblemente acompañada de actos no verbales:
aquiescencia con miradas, seguimiento de los gestos del locutor, silencios
significativos ante algún párrafo que interpreta las escrituras. Podríamos
decir que en la multiplicidad de intercambios comunicativos se establecen interacciones
que no siempre implican la posibilidad de réplica o respuesta directa. Diríamos
que esta posibilidad está ligada a las formas de contrato comunicativo o, dicho
con otras palabras, al tipo de relación que se establece entre los interlocutores
según su situación social y sus formas de relacionamiento”.[7]
Quisiéramos destacar cómo,
para Nethol, la escucha (la recepción) es acción comunicativa. Esta posición no
implica desconocer que existen numerosísimas situaciones en las cuales el
intercambio comunicativo entre diversos actores es desigual en términos de
saber y poder. Pero, aun en esos casos, el receptor cumple una actividad que le
es propia. De lo que se trata, entonces, es de precisar en qué consiste esa
actividad, de qué manera ella se pliega o diferencia de la actividad del emisor
y cómo ambos, de manera compleja, producen unos sentidos al comunicarse, vale
decir al entrar en relación.
Así, analizando las
limitaciones del modelo informacional y las consecuencias que ello tiene para
nuestra percepción de la comunicación social, nos hemos deslizado al campo
fructífero de otras perspectivas teóricas que analizaremos seguidamente.
III. La comunicación como producción de sentido y hecho cultural
Han sido diversas
disciplinas como la semiótica, la teoría literaria y ciertas perspectivas
sociológicas –como la que representan los cultural studies ingleses– las
que permitieron una superación del modelo informacional de la comunicación.
De entre los múltiples
aportes realizados por tales disciplinas y enfoques, nos interesa destacar
algunos que consideramos particularmente significativos para el tema que nos
ocupa.
Un eje sustancial lo
constituye, en este sentido, la consideración de las prácticas comunicativas
como espacios de interacción entre sujetos en los que se verifican procesos de
producción de sentido. Los emisores ya no transmiten unos mensajes significados
elaborados en virtud de un instrumento neutro –el código– que son recibidos y
decodificaciones más o menos adecuadamente por los receptores en función de su
utilización equivalente del mismo instrumento.
Asumiendo que un discurso
es toda configuración témporo-espacial de sentido, una de las proposiciones
claves de la teoría del discurso es, sin duda, el carácter no lineal de la
circulación del sentido. Dice Eliseo Verón:
“del sentido, materializado en un discurso que circula de
un emisor a un receptor, no se puede dar cuenta con un modelo determinista.
Esto quiere decir que un discurso, producido por un emisor determinado en una situación determinado, no produce jamás
un efecto y sólo uno. Un discurso genera, al ser producido en un contexto
social dado, lo que podemos llamar un ‘campo de efectos posibles’. Del análisis
de las propiedades de un discurso no podemos nunca deducir cuál es el efecto
que será en definitiva actualizado en recepción. Lo que ocurrirá probablemente,
es que entre los posibles que forman parte de ese campo, un efecto se producirá
en unos receptores y otros efectos en otros. De lo que aquí se trata es de una
propiedad fundamental del funcionamiento discursivo, que podemos formular como
el principio de la indeterminación relativo del sentido: el sentido no opera
según una causalidad lineal”.[8]
Estas
consideraciones sobre el producto de la actividad discursiva (comunicativa)
tienen a nuestro juicio una extrema importancia por cuanto obligan a reconocer
que tanto en la esfera de la emisión como en la de la recepción existe
producción de sentido –y no mera transferencia de los primeros a los segundos–
aún cuando ella sea desigual, no simétrica. Los emisores, en unas ciertas
circunstancias, despliegan un conjunto de competencias que les permiten
investir, dotar de sentido a ciertas materias significantes. Los receptores, a
su turno, atribuirán un sentido a lo recibido y esa atribución, asentándose
necesariamente en los posibles sentidos delineados en un discurso dado, se
realiza también en virtud de unas determinadas condiciones de recepción, de
unas ciertas competencias comunicativas que poseen esos sujetos. Ser receptor,
en consecuencia, no es ser pasivo recipiente o mecánico decodificador. Es un
ser actor sin cuya actividad el sentido quedaría en suspenso.
Lo anterior, sin embargo,
obliga a formular algunas consideraciones para salir al paso de una suerte de
euforia tranquilizante, que ha pretendido asirse de ciertas nociones de la
teoría del discurso y de las teorías la recepción para inocentar el poder. Nos
referimos a aquellas posturas que, al reivindicar la actividad de los
receptores, la confunden con una total libertad resignificadora, negando a los
discursos su capacidad de configuración de un determinado campo de efectos o
sentidos posibles.[9]
Si pensamos en las
prácticas discursivas de naturaleza masiva, sean las de carácter informativo,
los discursos políticos, el discurso educativo –para nombrar sólo algunos tipos
fácilmente reconocibles– las asimetrías de naturaleza comunicativa resultan
flagrantes. Pensemos tan sólo en el poder de determinación de lo dicho que
poseen los emisores; pensemos en su capacidad para establecer y modificar las
reglas del juego –las reglas del discurso–; pensemos hasta qué punto toda una
historia de comunicación masiva, política y educativa ha ido modelando de
cierta manera a los receptores de esos discursos al punto que ellos mismos forman
parte de las condiciones de recepción de todo nuevo discurso del tipo. En
consecuencia, comunicativamente hablando, la actividad productiva del receptor
no es sinónimo de libertad. Y es bueno recalcarlo.
Pero, desde otro lado,
también es conveniente realizar ciertas precisiones a fin de no postular –como
a veces se hace desde las más simplistas teorías de la manipulación– la total
libertad de los emisores.
Los emisores entablan unas
relaciones, producen unos mensajes para los que buscan aceptación, adhesión,
consumo. Ello les obliga a ejercer verdaderas estrategias de anticipación.[10] Es decir, los constriñe a organizar los
intercambios de mensajes no sólo a partir de sus intenciones, deseos y saberes,
sino tomando en consideración las condiciones de recepción de su discurso: la
situación y la competencia de los receptores.
De ahí que podamos
recuperar para la comunicación las ideas de contrato y negociación donde ambas
partes –emisores y receptores– son activos, permaneciendo diferenciados en sus
roles y su capacidad de operar. Y de ahí que reconociendo el indiscutible poder
del emisor –aunque más no sea como aquél que tiene la iniciativa parta el intercambio–
debamos advertir en su discurso la presencia activa de los receptores porque
ellos están presentes como término de su producción, como el otro que habla en
lo que yo digo.
Al respecto resultan de
particular interés los planteos realizados por Ana María Nethol acerca de las
asimetrías comunicativas y el control social y los comentarios que sobre la
cuestión de la asimetría formula Mauro Wolf al relevar los postulados de la
semiótica textual en los materiales de lectura propuestos.
Después de analizar ambos
textos consideramos todo un desafío asumir la tarea que la propia Nethol
propone: reflexionar e interpretar el siguiente párrafo:
“Las capacidades humanas y con ello las perspectivas
de establecer modos de interacción simbólica que redunden en provecho de los
hombres para los hombres, ceden paso, cada vez más ostensiblemente a la fuerza
de sistemas instrumentales legitimados por la racionalidad. Estos sistemas
deterioran las interactuaciones simbólicas y las capacidades reflexivas y
prácticas de los sujetos”.
Otro aporte que
consideramos de sustancial importancia es el realizado por la semiótica textual
en torno a la naturaleza de lo comunicado.
Según sus perspectivas de
análisis, hablar de un mensaje producido y recibido en base a determinados
códigos resulta una simplificación terminológica. ¿Por qué? Porque se postula
que lo que se recibe no son mensajes particulares, reconocibles en sí mismos,
sino conjuntos textuales. Es decir, el resultado de prácticas que remiten no
sólo a un código –lingüístico, sonoro, visual– en virtud del cual los signos se
articulan con un cierto significado, sino fundamentalmente a otras prácticas y
sus respectivos productos: a modos de decir –géneros, estilos, etc.– a medios
para hacerlo –diversidad de canales empleados– e, incluso, a tipos de
circunstancias en que ciertos discursos se producen, a la índole de sus productores,
etc.
La perspectiva que
acabamos de anunciar resulta clave para la comprensión de la comunicación como
hecho y matriz cultural. Y si bien la importancia de este hecho se revela más
notoriamente en lo que concierne a la comunicación masiva no resulta intranscendente
para pensar globalmente la comunicación toda vez que lo masivo es hoy, en
nuestras sociedades, el modo predominante del funcionamiento cultural.
Esta perspectiva permite
indagar y percibir, por ejemplo, las articulaciones que se producen entre los
diverso productos o mensajes que circulan en una sociedad y en un momento dado;
permite plantearse cuestiones tales como la modelación histórica de los gustos
y las opiniones; permite indagar el sistema de relevo con que operan diversas instancias
de producción de mensajes y la manera en que ellas constituyen la trama discursiva
–la trama de sentidos– de la sociedad.
Pero además, esa
perspectiva resulta particularmente enriquecedora si lo que estamos tratando de
comprender son las características que asumen los llamados procesos de
comunicación popular o la propia comunicación educativa y si deseamos operar en
esos terrenos.
Asumir que en el campo de
la comunicación nadie recibe mensajes aislados sino conjuntos textuales porque
cada mensaje particular remite a otros y se encadena con ellos en un continuum
simbólico, cultural, implica aceptar que los mensajes de carácter alternativo o
educativo que las organizaciones populares o educativas y promocionales producen, serán recibidos de la misma manera,
es decir, insertos en ese conjunto cuya lógica global ha sido y está siendo
diseñada desde otro lugar, el del poder.
Ese tipo de constataciones
podría llevar –y de hecho existen hoy posturas resignadas o pragmáticas que así
lo hacen– a plantear la imposibilidad de modificar una matriz y un sistema
cultural dado. Podría llevar a afirmar que el único camino para la expresión
pública popular es el que viene marcado desde la industria cultural masiva, que
tan exitosamente funciona.
Nuevamente desde la teoría
del discurso nos ayuda a realizar algunas precisiones desde una dimensión
comunicativa. En uno de sus trabajos Marc Angenot señala que el discurso social
es:
“todo lo que se dice, todo lo que se escribe en un estado
de sociedad dado (todo lo que se imprime, todo lo que se habla hoy en los
medios electrónicos). Todo lo que se narra y argumenta... O más bien, las
reglas discursivas y tópicas que organizan todo eso, sin que jamás se las
enuncie. El conjunto –no necesariamente sistémico ni funcional– de lo decible,
de los discursos instituidos y de los temas provistos de aceptabilidad y
capacidad de diseminación en un momento histórico de una sociedad dada”.[11]
El conjunto de lo decible
–que obviamente incluye lo no dicho– como podemos denominar al discurso social,
es evidentemente un conjunto arituclado a partir de disposiciones que revelan un orden establecido. Dentro del
mismo las posibilidades de variación son tan amplias o estrechas según sean las
condiciones que regulan su producción. Porque lo decible no se restringe a unos
ciertos temas y modos expresivos, sino que incluye además un conjunto de
disposiciones explícitas o implícitas –pero siempre legitimadas socialmente–
acerca de los sujetos habilitados para proferir determinados discursos sociales,
acerca de los lugares desde los que ellos pueden ser enunciados, acerca de los
modos en que ellos pueden y deben circular y ser recibidos.
Por ello, y como bien
indica Angenot:
“El discurso social asegura la constitución de una
hegemonía pansocial (y su evolución adaptativa) surgida indudablemente y de
algún modo de los habitus del grupo dominante, pero que se impone como
aceptabilidad instituida, colocando en un silencio incómodo a aquellos a
quienes sus ‘gustos’ e ‘intereses’ no confieren el estatus de interlocutores
válidos. De tal modo, a nivel de la cultura, de la circulación de símbolos, se
constituye la idea de sociedad como cohesión orgánica, sin desintegrar no
homogeinizar, sin embargo, la red extremadamente sutil que distingue los habitus
de los diferentes sexos, las diferentes clases, los diversos roles sociales que
funcionan bajo las hegemonías discursivas”.[12]
El
terreno del discurso social, el terreno de la cultura y la comunicación es, consecuentemente,
terreno de modelación social y, por ende, terreno de disputas y negociaciones,
conflictos y acuerdos del orden del sentido. Reconocer lo que hegemoniza ese
campo no impide proponer alternativas, emprender el camino del cuestionamiento.
De todos modos, y para
regresar al terreno de la comunicación como hecho cultural quisiéramos
contribuir a las proposiciones formuladas por Ana María Nethol en punto 6. 2.
de nuestro material de lectura “De las culturas”, planteando algunas pistas de reflexión sobre el sentido
de la comunicación y la cultura masiva.
IV. Lo masivo: ámbito cultural de la comunicación
El titulo elegido es ya
una proposición: no importa de qué dimensión de la comunicación hablemos. Lo
masivo, todo un modo de comunicarse que es un modo de producción de la cultura,
está presente aún en nuestros más íntimos diálogos. A veces también hablamos de
lo mediático y si son equivalentes no es, como veremos enseguida, porque sólo
pensemos en los medios masivos, sino porque con ambas denominaciones se está
nombrando una lógica cultural y comunicativa que todo lo impregna.
El tema es vasto y
complejo y no podríamos agotarlo. Sólo aportaremos, como dijimos antes, algunas
pistas de reflexión. Por ello, comenzaremos desarrollando dos ideas básicas a
partir de las cuales precisaremos algunos de los rasgos culturales y comunicativos
de nuestro tiempo.
IV. 1: La cultura masiva es algo más que un conjunto de productos
Durante mucho tiempo,
hablar de la cultura masiva fue hablar de medios de comunicación de masas, y
especialmente, de los productos elaborados y difundidos por ellos. Tanto la
sociología norteamericana como la llamada teoría crítica de la escuela de
Frankfurt produjeron notables aportes sobre las implicancias que tenían, en el
terreno de cultural, las condiciones de vida derivadas de la existencia de una
sociedad de masas. Sin embargo, la fuerza que desde la década del 40
adquirieron los medios masivos –inicialmente la radio– y una simplificación de
su análisis, fue llevando a considerarlos como instrumentos autónomos, con una
enorme capacidad para regular los comportamientos sociales a través de sus
mensajes.
Esa simplificación se
tradujo en totalizaciones desmedidas. Así, por ejemplo:
- Comenzó
a hablarse de los medios como si todos ellos fueran lo mismo. Es decir,
como si tanto sus tecnologías como el momento de aparición en una sociedad
determinada y sus formas de operación, no implicaran diferentes modos de
ser percibidos por los receptores y diferentes maneras de participar en el
diseño de los rasgos culturales de una época dada.
- Comenzó
a hablarse de los medios de comunicación como si ellos fuesen causa
suficiente y única para producir determinados efectos, también
generalizados. Todos los medios y en todos los lugares y circunstancias,
desinformaban, despersonalizaban, alienaban –para sus críticos o
detractores– o, por el contrario, todos ellos elevaban el nivel de
conocimiento de las masas, contribuían a su modernización, a su
integración social.
Tanto se extendieron esas ideas
totalizadoras que llevaron a concentrar la mirada en los medios, dejando de
percibir la complejidad de los hechos culturales y la complejidad de la propia
comunicación.
No se consideraba, por ejemplo, que
la transformación de las relaciones interpersonales está relacionada
estrechamente con un nuevo ordenamiento de la vida cotidiana en el cual los
medios de comunicación juegan un papel importante, pero que está decisivamente
marcado por las transformaciones económicas y sociales experimentadas en
nuestros países a partir de los procesos de industrialización y urbanización.
La concentración de oblación en las grandes ciudades, las modificaciones de la
vida familiar a causa del trabajo asalariado fuera del hogar, las rutinas
impuestas por el ritmo de las fábricas –para dar sólo algunos datos– son
elementos tan significativos como los propios medios para comprender las nuevas modalidades que asume
la socialización de los individuos en una sociedad.
Pero esos elementos constitutivos de
la cultura de masas no operan tampoco con un sentido universal. Las diferencias
existen, y aun en idénticos contextos nacionales y epocales, es necesario
reconocer que los procesos de socialización y las relaciones interpersonales
son sensiblemente distintas a nivel urbano y rural o entre generaciones y sexos
diferentes. Así, por ejemplo, hemos detectado en algunas investigaciones que realizamos
en contextos urbanos, que para las mujeres amas de casa –esposas confinadas,
confinadas a las rutinas hogareñas– la radio tuvo en sus orígenes –pero también
posteriormente en lo que concierne a los sectores populares– una significación
muy diferente a la que tuvo para los hombres. Para ellas el medio representó,
entre otras cosas, la posibilidad de conocer los asuntos públicos que eran
patrimonio masculino (asuntos deportivos, políticos, etc.) y a partir de ese
aunque fuera mínimo nivel de información, la posibilidad de dialogar con
esposos e hijos que usualmente accedían a múltiples espacios de interacción
social tales como la fábrica, el bar, el club y hasta el transporte público.[13]
Considerar que la cultura masiva equivale
o se corresponde estrictamente con los medios masivos, implica empobrecer la
comprensión global de la realidad. Nos impide pensar las relaciones íntimas que
existen entre el ordenamiento social, las formas de comunicación, las
modalidades que asumen en una sociedad de masas todos los intercambios que se
producen, sean de naturaleza interpersonal o colectivos, de índole política o
económica.
Los medios y sus productos
–los mensajes– son parte de la cultura masiva. Pero ella es mucho más que una
suma de toda la producción industrial de bienes culturales que, incluso, excede
en mucho a los medios masivos.[14] Ella puede definirse como un conjunto de
comportamientos operantes.[15] Es decir, como una verdadera matriz que,
siendo resultado de una lógica económica y social global es, a su vez,
modeladora de la acción cultural.
Un ejemplo puede servir
para clarificar esta concepción que consideramos clave en la comprensión de la
comunicación y la cultura masiva. Detengámonos un momento a pensar en la noción
de información que atraviesa nuestra cultura. Es sabido que la multiplicación
fuentes y canales informativos estuvo estrechamente relacionada con la
expansión del capital y las crecientes interacciones económicas. Existen historias
de la prensa, a nivel mundial, que estudian ese proceso desde sus orígenes.
También puede vincularse la multiplicación de fuentes y canales –como se lo
hace en otros estudios– a procesos de naturaleza político-social tales como la
constitución de los Estados Nacionales y la necesidad de integrar a los
ciudadanos dispersos, con débil sentido de pertenencia a una unidad territorial
y cultural.
Sin ignorar o minimizar
las articulaciones entre el desarrollo informativo y un determinado
funcionamiento del orden social, es preciso reconocer que la producción masiva
de información utilizando ciertas tecnologías fue creando, por sí misma, unas
necesidades particulares y una nueva racionalidad cultural central. Hoy puede
decirse que, aquello respecto de lo no se informa, prácticamente no existe y
ello tiene una influencia decisiva sobre los comportamientos sociales. Así, por
ejemplo, una acción política o económica se diseña y se realiza como tal pero,
al mismo tiempo, se diseña en términos de difusión, en términos de acción que
debe darse a conocer, ya que no sólo será vivida y considerada como hecho
político o económico, sino también como noticia.
Podríamos multiplicar los
casos y ejemplos. En ellos encontraríamos siempre este doble movimiento entre
una lógica global, un modelo de organización cultural y unas específicas –entre
los cuales los medios masivos ocupan un lugar sin dudas relevantes– que se
derivan de ese modelo pero que, a su vez, van constituyéndolo. Lo cual, como
bien ha señalado Jesús Martín Barbero,
“implica que lo que pasa en los medios no puede ser
comprendido por fuera de su relación con las mediaciones sociales.. y con los
diferentes contextos culturales –religiosos, escolar, familiar, etc.– desde los
que, o en contraste con los cuales viven los grupos y los individuos esa
cultura”.[16]
IV. 2: La cultura masiva no es sólo una cultura impuesta
En realidad, lo masivo ha
sido durante mucho tiempo, para la mayoría de comunicadores y educadores
ubicados en lo que podría llamarse una perspectiva crítica o transformadora,
sinónimo de maleficio. Las masas, si no iban acompañadas del calificativo
populares aludían casi invariablemente a grandes muchedumbres indiferenciadas,
sin rumbo, sólo cohesionadas por sentimientos fuertes, guiadas por pulsiones,
posibles presas de la demagogia y el engaño.
La cultura masiva era la
cultura de la manipulación. Una cultura producida por grupos poderosos capaz de
seducir entre sus redes a las incautas masas, a los pasivos receptores, cuyas
cabezas fueron –muchísimas veces– representadas gráficamente con la forma de
embudos dentro de los cuales se vertían los productos adormecedores de conciencias.
Los medios de comunicación masivos, ejes vertebrales de esa cultura, eran
instrumentos de desinformación e incomunicación debido a su verticalidad, su
unidireccionalidad, su deliberado diseño para mantener el status quo.
Mucho ha sido lo que se
avanzó en el campo de las ciencias sociales en general y en el de los estudios
de comunicación en particular en orden a cuestionar esas ideas durante los
últimos años. En general, ese avance fue producto de un cuestionamiento más
global a un tipo de pensamiento que se caracterizó por simplificar los
problemas, reduciéndolos a oposiciones frontales, muchas veces maniqueas, y
privilegiando la denuncia por sobre la comprensión.
Esa revisión no significó
pasar de una visión apocalíptica y condenatoria respecto de la cultura y los
medios de masas a otra visión integrada y complaciente. Es decir, no significó
que allí donde antes se denunciaba la manipulación, la desinformación, la
imposición de ideas destinadas a favorecer la reproducción de un orden social,
empezaran a encontrarse virtudes, enormes posibilidades de uso alternativo,
aspectos positivos. Por el contrario, significó un esfuerzo teórico que,
asumiendo la cultura y la comunicación masiva como los modos característicos de
la producción simbólica de nuestra época, trató de comprender su lógica, su
sentido.
Uno de los aportes
sustanciales, en ese sentido, lo constituyó el hecho de comenzar a pensar la
cultura masiva en términos de construcción de la hegemonía más que en términos
de dominación. Ciertamente, en nuestras realidades existen sectores propietarios
de los medios de producción y circulación de bienes culturales que, en estrecha
interacción con los sectores predominantes a nivel económico, tienen en sus
manos el poder de diseñar sus estrategias para el conjunto de la sociedad. Pero
para lograr esos fines no pueden proceder de su total arbitrio o libremente,
sino que requieren hacer aparecer esas estrategias –sus productos o los valores
que ellos encarnan– como deseable, necesarios y valiosos para la mayoría.
Al respecto señala Néstor
García Canclini:
“Para entender la eficacia persuasiva de las acciones
hegemónicas, hay que reconocer, según la expresión de Godelier, lo que en ellas
existe de servicio hacia las clases populares”.
Si no pensamos al pueblo
como una masa sumisa que se deja ilusionar siempre sobre lo que quiere,
admitiremos que se dependencia deriva, en parte, de que encuentra en la acción
hegemónica una cierta utilidad para sus necesidades. Debido a que este servicio
no meramente ilusorio, las clases populares prestan su consenso, conceden a la
hegemonía una cierta legitimidad. Al tratarse de hegemonía y no de dominación,
el vínculo entre ambas se apoyan menos en la violencia que en el contrato: una
alianza en la que los hegemónicos y subalternos pactan prestaciones recíprocas.
La importancia objetiva y subjetiva de este intercambio explica por qué la
explotación no aparece todo el tiempo como el aspecto central de sus
relaciones. Explica también el éxito del populismo –político y comunicacional–
no por ser una operación manipuladora, sin por su capacidad de comprender este
enlace, esta necesidad recíproca, entre clases opuestas.[17]
Esa perspectiva nos pone
en camino pensar la cultura y la comunicación masivas como espacios claves para
la producción de los sentidos predominantes del orden social en tanto emisores
y receptores, productores y consumidores negociarán allí esos sentido, aunque
la negociación se realice en términos desiguales ya que, mientras unos actúan
desde situaciones de poder, otros lo hacen desde posiciones subalternas.
En una óptica convergente
y que contribuye a reforzar las nociones que estamos manejando, el ya citado
Rositi insiste en que las sociedades capitalistas contemporáneas tienen que
atender un problema funcional; ellas necesitan constituir una cultura colectiva
bastante sólida como impedir la disgregación y salvaguardar su orden; pero al mismo
tiempo necesitan “constituirla sin embargo con una radical ambigüedad, es
decir, de forma que se adapte a niveles de oportunidad (riqueza, prestigio,
poder, etc.) que son desiguales.[18]
Este reconocimiento de la
ambigüedad de la cultura y la comunicación masivas y de la lógica de
construcción de la hegemonía con que operan no significa inocentarlas, negarles
poder. Pero en tanto ese poder se basa menos en la imposición que en el convencimiento,
la seducción o la utilidad, corresponde realizar otra lectura de lo que esa
cultura ofrece, de los niveles de adhesión o rechazo que suscitan sus
propuestas en diferentes sectores sociales y de las razones que existen para
ello. Una lectura que antes vio sólo imposición permita ver ahora por qué algo
se impone. Es decir, una lectura que detrás de las intenciones hegemónicas nos
permita ver la contracara: las necesidades, expectativas, fantasías, deseos de
los sectores subalternos.
En ese sentido el estudio
de los cultural studies ingleses ha sido relevante.[19] Según esta corriente:
“deben estudiarse las estructuras y los procesos a través
de los cuales las instituciones de las comunicaciones de masas sostienen y
reproducen la estabilidad social y cultural: ello no se produce de forma
estática sino adaptándose continuamente a las presiones, a las contradicciones
que emergen de la sociedad, englobándolas e integrándolas en el propio sistema
cultural (...) Los cultural studies
tienden a especializarse en dos aplicaciones distintas: por un lado los
trabajos sobre la producción de los media en cuanto sistema complejo de
prácticas determinantes para la elaboración de la cultura y de la imagen de la
realidad social; por otro lado los estudios sobre el consumo de la comunicación
de masas en cuanto lugar de negociación entre prácticas comunicativas
extremadamente diferenciadas”.[20]
A manera de ejercicio de
reflexión sería oportuno pensar en la conclusión que de diversos modos hemos
ido delineando: la cultura y la comunicación masiva se construyen con la
cooperación de los sujetos receptores, con sus adhesiones y rechazos. Unos y
otros hablan de las estrategias del poder pero al mismo tiempo de las
realidades vividas por los diferentes sujetos.
- ¿Hasta
qué punto leemos de ese modo las prácticas culturales masivas que protagonizamos
o protagonizan los sujetos con quienes desarrollamos tareas educativas,
promocionales, etc.?
- ¿Por qué
se consumen telenovelas, programas de entretenimiento, programas informativos?
¿Qué encuentran los receptores de los medios masivos –los sujetos con quienes
trabajamos– en lo que consumen?
- ¿Qué nos
dice ese consumo acerca de ellos mismos como individuos y como sujetos
modelados por la cultura masiva?
IV. 3: El nuevo rostro de la cultura masiva
Hablar de un nuevo rostro
de la cultura masiva hoy, en América Latina, es asumir que esa cultura
predominante, pero ambigua, presenta unos rasgos o mejor dicho, unas maneras de
constituirse y constituir la realidad que la diferencian sensiblemente de la
existente una o dos décadas atrás.
Señalaremos, a continuación,
los que entendemos son sus rasgos más significativos:
·
El
primero de ellos tiene que ver con lo que podríamos denominar la centralidad de
los medios masivos.
Este rasgo podría parecer
contradictorio con respecto a las nociones desarrolladas en el punto IV. 1. Sin
embargo no es así. Al referirnos a la centralidad de los medios en la actual
cultura de masas estamos planteando que hoy, como nunca, ellos son los
principales organizadores del campo cultural en su conjunto.
Una formidable
multiplicación de canales emisores debida a innovaciones tecnológicas sin
precedentes, se ve reforzada con el abaratamiento progresivo de equipos y, en
consecuencia, con una ampliación de los potenciales consumidores. La expansión
de la televisión en zonas rurales del continente, la vulgarización de las
grabadoras y reproductoras de cassettes de audio, son algunas de las muestras
más visibles del fenómeno para el caso de los sectores populares. En otros
segmentos sociales, el uso de la video-cassettera hogareña y la multiplicación
de aparatos de radio y TV son notables.
Pero la centralidad de los
medios –que no podría darse sin esa realidad teconológica– implica algo más que
la multiplicación del consumo. Significa que ellos han ido ocupando nuevos
lugares en la escena social y cumpliendo papeles antes reservados a otros
actores.
Ya nos referimos al papel
que cumplen como constructores de la realidad, en tanto lo que no pasa por
ellos parece no existir. En ese sentido, los medios se han convertido en los
legitimadores básicos de hechos e ideas: ellos imponen agendas, prefiguran
temas que deben y pueden ser debatidos, sancionan como relevantes e insignificantes
las acciones sociales. Son más que nunca árbitros de la nueva escena pública y,
como si ella fuese un campo deportivo fijan las reglas que deben cumplirse y
controlan a quienes participan no necesariamente en términos ideológicos y
políticos a la antigua usanza (es decir mediante censuras) sino en tanto
obligan a determinados comportamientos fundados en la lógica del medio.
Además de este efecto de
legitimación que ejercen sobre lo que difunden, importa destacar su conversión
en espacios de representación de interacción social.
En este sentido suele
hablarse de nuevo papel cumplido por los medios masivos en estrecha relación
con la política. Desde sus mismo orígenes ellos tuvieron estrecha vinculación
con la difusión de ideas e, incluso, con la propagandización de propuestas
partidarias. De alguna manera el espacio
de la comunicación masiva y el de la política interactuaban prestándose mutuos
servicios y apoyos. Hoy, lo que ha comenzado a transformarse es, justamente, esa interacción. Los medios
despliegan hoy su propia estrategia de construcción de la escena política:
pensemos, por ejemplo, en el diseño publicitario de las imágenes de los
candidatos; pensemos en la organización de actos para ser televisados.
Pero mal haríamos en
atribuir esa transformación a una especie “artera maniobra de los medios
masivos” como seguramente hubiéramos pensado décadas atrás. Ella es un aspecto
más de la modificación de la cultura política actual: de la pérdida de capacidad
de interpelación de la clase política, de un quiebre de identidades colectivas
preexistentes, del predominio de una racionalidad pragmática e instrumental que
invade todos los campos de la existencia, en medio de la cual los medios
aparecen como lugares privilegiados para el contacto y la construcción de
adhesiones, suplantando las plazas públicas y los más pequeños pero propios
espacios de debate y acción conjunta.
También habla del nuevo
papel de los medios su progresiva conversión en intermediarios entre los
ciudadanos y el poder, hecho que también
se produce en ese crucial proceso de redefinición del Estado y su rol que se
verifica en nuestros países. Los medios son hoy un foro para la formulación de
las demandas de los diferentes sectores sociales ante las autoridades y para la
resolución de carencias grupales e individuales, estableciendo cambios
significativos en el anterior sistema de representación sectorial.
·
En
relación con lo anterior, podríamos afirmar que la cultura masiva es una
cultura espectacular, es decir, una cultura de la puesta en escena.
El auge de la civilización
de la imagen es un hecho globalmente reconocido. Lo que interesa destacar es
que no sólo tiene que ver con el desarrollo tecnológico sino con condiciones
socio económicas que, a la par de aumentar las tasas de alfabetismo real y
funcional en muchos países del continente, alejan a las grandes mayorías de las
posibilidades de consumir medios impresos –diarios, revistas, libros– en
función de sus altos costos relativos en comparación con otros medios visuales
de entretenimiento e información.
Pero lo que denominamos
espectacularización de la realidad no aluda sólo a una preeminencia de los
medios audiovisuales –la televisión en particular– sino a una modalidad de
construcción de los relatos televisivos que impregna toda la cultura: la dramatización
de los hechos sociales (en el sentido de la construcción teatral) que lleva a
acomodar esos hechos a partir de rasgos propios de la dramaturgia como pueden
serlo el suspenso, la sorpresa, la preparación de los desenlaces, etc.[21]
Esta modalidad
comunicacional se expande a otros medios –el caso de la prensa lo revela con
toda claridad– y a otros medios de transmisión del saber como pueden serlo los
espacios educativos. Basta con revisar algunos manuales escolares –los textos
de historia y biología son particularmente llamativos en ese sentido– para
advertir de qué manera la simultaneidad de estímulos, la fragmentariedad de
visiones –típicas, se dice, de los videoclips– van suplantando formas de
ordenamiento gradual y lógico de los conocimientos, estrategias de
argumentación, lo que lleva a modificar las condiciones y hábitos perceptivos
de los educandos.
·
El
tercer rasgo a destacar es lo que podíamos llamar la univocidad de los
discursos.
La transnacionalización de
la cultura, aspecto que asumen las relaciones y prácticas simbólicas en el
marco de la transnacionalización del capital y la interdependencia tecnológica
y financiera, se caracteriza entre otras cosas por una formidable concentración
de aparatos de producción y difusión de bienes culturales. La constitución de
redes informativas de carácter global, la diseminación mundial de productos
destinados al entretenimiento, la implantación simultánea de modas de diverso
tipo superan, en cantidad y calidad, los conocidos y anteriores fenómenos de
distribución enlatados desde los países centrales o la cobertura informativa
por parte de agencias periodísticas.
Estos procesos de
concentración tienen consecuencias singulares en lo que concierne al rediseño
de identidades colectivas, en tanto van permitiendo borrar fronteras entre lo
propio y lo ajeno, lo tradicional y lo moderno, lo culto y lo popular. Porque
la concentración que va de la mano de la simultaneidad del consumo, acerca del
mundo, aproxima experiencias culturales y pone, en un escenario común y
conocido –el de la vida cotidiana–, realidades antes insospechadas.
Paradójicamente, y como contrapartida
de esos procesos de concentración, el desarrollo tecnológico permite la
proliferación de medios emisores y, consecuentemente, un consumo diferenciado.
Sin llegar todavía a los consumos personalizados que el avance técnico ya
posibilita en países altamente desarrollados (pensemos por ejemplo en el
video-texto o en los periódicos confeccionados según los requerimientos de usuarios
particulares) nuestros países viven ya
esa realidad, que se expresa en la proliferación de emisoras en FM, en la facilidad
de operar equipos de video, en los periódicos especializados a segmentos de
alta capacidad económica.
Sin embargo, si aludíamos
a la univocidad de los discursos como rasgo que hoy marca la cultura, es porque
la proliferación de medios emisores es una proliferación de lo mismo; así, lo
que efectivamente se produce es una ilusoria apariencia de pluralidad y
diferencia. Nuestras realidades latinoamericanas, modeladas hoy según la lógica
del liberalismo político y económico, son nombradas desde diversos lugares –los
medios de comunicación masivos, el Estado, las corporaciones empresariales, los
sectores profesionales de punta, etc.–en términos de eficacia,
instrumentalidad, autonomía individual, competencia. No importa si se habla de
planes económicos o del modo de encarar los problemas educativos o de la manera
en que un individuo puede realizarse personal y socialmente: el mercado es en
todos los casos el gran regulador, el dispositivo con capacidad de ordenar la
vida social de unos sujetos que van cediendo su condición de ciudadanos ante un
nuevo papel de usuarios y consumidores.
·
Un
cuarto rasgo, relacionado contradictoriamente con el anterior, nos lleva a
caracterizar la cultura masiva actual como un campo de diferenciación social,
en un doble sentido.
La proliferación de medios emisores
en los que se construye sin dudas un discurso cada vez más unívoco aunque
ilusoriamente particularizado implica, de todos modos, una alta segmentación de
los públicos y los consumos culturales.
La apropiación desigual de los bienes culturales
no es, en nuestras realidades, un dato nuevo. Desde las posibilidades de acceso
a la educación y al disfrute de ciertos productos artísticos, a las
posibilidades de vivir en condiciones habitacionales dignas y a poder disponer de
tiempo libre –para mencionar algunos aspectos– el terreno del consumo ha sido,
tanto como el de la producción, terreno de distinción y exclusión social. Lo
que ocurre es que hoy esa distinción y exclusión se refuerza notablemente. Tal
como señala Martín Barbero, las diversas formas de fragmentación de públicos y
consumos conducen a una:
“separación cada día más tajante entre una oferta
cultural de información para la toma de decisiones, reservada a una minoría , y
a una oferta cultural hecha de espectáculos, o de informaciones construidas
espectacularmente, destinada a las mayorías”.[22]
con lo cual las diferencias sociales se legitiman culturalmente tras las
imágenes de un creciente acceso de las mayorías a la información global.
Pero la constitución de la
cultura masiva como espacio de diferenciación social presenta otro costado. Se
trata de la aparición de sub-culturas generacionales, étnicas o regionales, que
permiten la expresión de nuevos conflictos e identidades sociales. El caso de
los jóvenes y sus procesos de identificación a partir de los productos y consumos
musicales, es un hecho bien conocido. Pero igualmente interesa recuperar la existencia
de esas suertes de islotes que, en el marco de la lógica cultural global,
representan, por ejemplo, articulaciones que en las grandes ciudades se
producen entre los individuos provenientes de zonas rurales o poblaciones
menores.[23]
En ese sentido, y
recuperando la noción de ambigüedad de la cultura masiva con que casi iniciamos
este texto, podemos plantear que la diferenciación que refuerza las exclusiones
sociales también permite la manifestación de nuevos agrupamientos.
Hasta aquí los que
consideramos rasgos más significativos de la actual cultura masiva. La tarea,
si asumimos nuestra pertenencia a ese campo cultural, si no nos colocamos fuera
de él en posiciones elitistas, vanguardistas o maniqueas debe ser, antes que
nada, una tarea de comprensión. Una mirada desprejuiciada y crítica –en el
sentido de análisis e interrogación permanente– que nos ponga en el camino de
percibir de qué manera ella se transforma y transforma la vida de los sujetos y
de los pueblos; de qué manera cada quien colectiva y grupalmente hace suya o
modifica esa cultura; de qué modo ella no es sólo la señal de hegemonía
consolidada sino también, de conflictos y contradicciones que nos señalan vías
para acciones trasformadoras.
En ese sentido, y a manera
de reflexión, sería conveniente preguntarse de qué manera esa cultura –los
rasgos que hemos señalado– se manifiestan o no en la cultura de los grupos con
quienes trabajamos:
·
en
sus hábitos culturales;
·
en
sus modalidades comunicativas;
·
en
sus modos de relacionarse con otros.
Preguntarnos al
mismo tiempo, de qué modo al trabajar con esos individuos o grupos reconocemos
que son sujetos de la cultura masiva:
- de qué
manera nuestra práctica tiene en cuenta algunos de los rasgos centrales de
esa cultura.
Mata, María Cristina, Nociones para pensar la comunicación y la
cultura masivas, Segundo curso de especialización con modalidad presencial a distancia, Centro de
Comunicación Educativo La Crujía, Buenos Aires,1996.
[1] Ambos
trabajos integran los libros que citamos más adelante.
[2] Ver
Umberto Eco (coord.) Estetica e teoría dell informazionne, Bompiani,
Milán, 1972, p. 11. En un texto posterior, Semiotica e filosofia del
linguaggio, Elnaudi, Turín, 1984, Eco plantea con toda claridad que la
teoría de la información el significado de los mensajes es totalmente
irrelevante. Lo que interesa a dicha teoría es la medida de la información que
puede recibirse cuando un mensaje es seleccionado y transmitido.
[3] La
investigación de la comunicación de masas. Críticas y perspectivas, Paidós,
Barcelona, 1987, p. 131.
[4] No
corresponde decir, como a veces se hace, que éste es un modo de reducir los
canales a la condición de “meros instrumentos técnicos” ya que ello equivaldría
a no admitir que las técnicas son formas culturales, portadoras de sentido.
[5] El
Umberto Eco de La struttura assente, Bompiani, Milán, 1968, llamaba
todavía “aberrante” a “toda desviación en la interpretación de los mensajes por
parte del receptor”, si bien reconocía que esa situación paradojal era
circunstancial a la comunicación humana, en contraposición con la comunicación
entre máquinas (pp. 52 y 102).
[6] Ver,
entre otros, el texto de Antonio Paquali Comunicación y Cultura de Masas,
Monte Ávila, Caracas, 1972, pp. 41
a 55 y de Mario Kaplún El comunicador popular,
CIESPAL, Quito, 1985, pp. 67 a
71.
[7] Ver
artículo citado en Nethol y Piccini, Introducción a la pedagogía de la
comunicación, Terra Nova –UAM, México, 1985, p. 68.
[8] Verón
y Sigal, Perón o muerte, los fundamentos discursivos del fenómeno peronista,
Legasa, Buenos Aires, 1986, pp. 15 y 16.
[9] Al
respecto puede verse el artículo de Beatriz Sarlo “Políticas culturales:
democracias e innovación”, en Punto de Vista N° 32, abril-junio de 1988,
Buenos Aires.
[10]
Según lo plantea la semiótica textual. Ver Mauro Wolf, texto citado, pp. 146 a 148.
[11] “Le discourse social: problématique d’
ensemble” en Le discours social et ses usages- Cahiers recherche
sociologique, Vol. 2 N° 1, Abril 9284, Departamento de Sociología de la UQAM , Canadá, p. 20
[12]
Ídem, p. 25. Angenot utiliza la noción de habitus desarrollada por Pierre
Bourdieu: sistema de disposiciones dotado de permanencia que integra las experiencias
pasadas y funciona en todo momento como
una matriz de percepciones, apreciaciones y acciones que permite al
individuo cumplir tareas notablemente diferenciadas.
[13]
Hemos dado cuenta de esos estudios en “Radio: Memorias de la recepción.
Aproximaciones a la identidad de los sectores populares”, en DIA-LOGOS DE LA COMUNICACIÓN , N°
30, FELAFACS, Lima, junio de 1991.
[14]
Pensemos en la cantidad de bienes que son parte de dicha industria, tales como
la ropa, los objetos decorativos, las vacaciones planificadas, etc.
[15]
Según lo plantea Franco Rositi en Historia y Teoría de la Cultura de Masas,
Gustavo Gilli, Barcelona, 1980,p. 37.
[16]
“Memoria narrativa e industria cultural” en Comunicación y Cultura, N°
10, México, p. 59.
[17] “¿De
qué estamos hablando cuando hablamos de lo popular?” en Comunicación y
Culturas Populares en Latinoamérica, FELAFACS-
Gustavo Gilli, México 1987, pp. 30-31.
[18] Op. cit. p. 41.
[19] Se
denominan así a la corriente que se perfila a fines de la década del ’50 y
durante los primeros años de la del ’60 alrededor del Centro de Estudios
Culturales Contemporáneos de Birminghan.
[20] Wolf, Mauro, op. cit., pp. 122-123.
[21] Hace
poco asistimos a la más grande construcción ficcional de este tipo. Nos
referimos al modo que desde la televisión internacional –consumida vía satélite
en todos nuestros países– se creó la CRISIS DEL GOLFO. No decimos que no existiese una
real crisis geopolítica, pero que nos interesa cómo ella se construyó
cinematográficamente: recordemos la presentación de los segmentos de noticieros
internacionales dedicados al tema en las que se incluían placas diseñadas a la
manera de títulos de series o películas de guerra. Recordemos también, como
antes de comenzar la confrontación armada se nos fueron presentando los
personajes y la escena de los hechos hasta el punto que nadie esperaba la
resolución pacífica del conflicto: montado
el escenario era necesaria la acción: sólo cabía presenciar el
espectáculo: en este caso, la batalla.
[22]
Citando a Moragas Spa en “Comunicación, campo cultural y proyecto mediador”, Diálogos
de la Comunicación ,
N° 26 FELAFACS, Lima, 1990, p. 9.
[23] La
cultura de los migrantes que tan bien han estudiado sociólogos y antropólogos
peruanos para el caso limeño (entre quienes debe mencionarse a Rosa Maria
Alfaro y sus trabajos relacionados con la radiofusión comercial) es cada vez
más un dato presente en diferentes países, estrechamente ligada además, con el
crecimiento de la cultura de la informalidad económica. En el caso argentino
las prácticas culturales urbanas en Buenos Aires o las prácticas diferenciadas
en zonas del interior del país serían un buen objeto de análisis en ese
sentido.