Desafíos a la extensión desde la perspectiva cultural
Por Mg. Jorge Huergo
Director del
Centro de Comunicación/Educación
Facultad de
Periodismo y Comunicación Social, UNLP
Algunas reflexiones previas sobre el sentido de
“extensión”
Los
procesos, los programas, los proyectos y las experiencias de extensión
agropecuaria, como en general las diferentes acciones estrategias en ese
sentido, cargan con un viejo significado del término “extensión”. Ese
significado se ha ido construyendo a lo largo del tiempo, impregnando las
acciones de extensión y las representaciones hasta el presente. Un sentido
deudor del iluminismo y de la escolarización.
En
él, la extensión está configurada por la racionalidad del extensionista, que
viene a iluminar, a controlar y a ordenar las culturas populares confusas y
oscuras, como las rurales; llevar “normalidad” o moralizar a las culturas que
se consideran “anormales”. Trabaja sobre la base de una fuerte distinción entre
la cultura de los expertos (los técnicos, los profesionales) y la cultura de
los públicos. Sobre esa plataforma, la extensión tendría como propósito la
transmisión de saberes o de informaciones a los sectores a los cuales se
considera carentes de saberes. Este tipo de enfoques operan sobre un supuesto
desierto cultural. Su prejuicio sobre las culturas populares es el que Paulo
Freire denomina “alienación de la ignorancia”: siempre el ignorante es el otro,
el campesino, el aborigen, el trabajador rural, el pequeño productor, etc.
En
este significado hegemónico, se hace evidente que la extensión no está centrada
en los destinatarios y sus prácticas culturales y productivas, sino en los extensionistas,
sus programas y proyectos, sus saberes, las informaciones que tienen para
transmitir, sus propósitos y sus formas de actuar. La culminación de este sentido
de “extensión” fue el difusionismo desarrollista, construido a partir de los
intereses económicos y estratégicos de los países centrales. El motor del
desarrollismo fue la Alianza para el
Progreso, ese proyecto continental del presidente John F. Kennedy que
prometía una revolución en libertad (frente al peligro de la insurgencia
revolucionaria de los 60 y la reciente revolución cubana en particular). El
desarrollismo parte de una mirada bipolar sobre las sociedades: hay sociedades
modernas (desarrolladas) y tradicionales (subdesarrolladas). Para lograr el
desarrollo de las sociedades tradicionales (las latinoamericanas), el
desarrollismo trabaja con dos grandes estrategias:
a)
la movilización psicológica de los
pueblos, a través de la persuasión y el modelado de conductas, en cuyo proceso
tienen un papel central los medios de comunicación, que muestran constantemente
las formas de vida y los consumos de las sociedades desarrolladas; y
b)
las reformas en tres sectores muy
vinculados a las culturas tradicionales y que se resisten, por sus formas y
prácticas culturales, a la modernización: la familia (y el crecimiento
demográfico descontrolado), la educación (y los altos índices de analfabetismo)
y el mundo rural.
De allí que, en el modelo
desarrollista, se aborden fuertemente tres tipos de políticas: las de
planificación familiar, las de alfabetización masiva a través de los medios y
las de incorporación de tecnologías en la producción rural.
Del
mismo seno del desarrollismo (pero en el fragor de un debate brasileño sobre su
sentido estratégico nacional) surge el pensamiento del pedagogo Paulo Freire.
Freire va a poner en cuestión dos de esas políticas: la relacionada con la
educación y la vinculada con el desarrollo rural. Ya exiliado en Chile, pone en
el centro del debate la distinción entre “extensión” y “comunicación”. Como es
conocido, Freire atribuye a la “extensión” los significados de: donación,
entrega, mesianismo, mecanicismo, invasión cultural, manipulación. Mientras que
“comunicación” implica: diálogo, intercambio de saberes, articulación cultural,
trabajo “con” y no “para” los otros (lo que rápidamente significa “sobre” y,
luego, “contra” los otros). Por otra parte, Freire ataca las prácticas
asistencialistas inherentes al difusionismo desarrollista, que tienden a
enmudecer y hacer pasivos a los verdaderos sujetos del desarrollo.
Todo
esto quiere decir que el desarrollo al que apunta la extensión rural no
significa la mera incorporación de innovaciones o la transferencia de tecnologías.
Antes bien, alude a un proceso que se centra en el papel protagónico de los hombres
y las mujeres como agentes de transformación sociocultural y como artífices
claves del crecimiento productivo.
Ahora
bien, nuestra reflexión y nuestra práctica formativa gira en torno a un interrogante:
¿es posible trabajar la extensión en el sentido de “comunicación”, con un
alcance movilizador y transformador, sin considerar la cultura en la que los
sujetos de esa comunicación, ese movimiento y esa transformación, están
inmersos?
Nuestra
respuesta inicial es sencilla: no podemos ignorar, en cualquier política,
programa o proyecto de extensión en al ámbito que fuera, que la cultura es un
conjunto de estrategias para vivir. Desconocer esta premisa –por más que trabajemos
con dinamismos supuestamente participativos y democráticos- significa repetir
las peores limitaciones del iluminismo y la escolarización o del desarrollismo.
Aceptarla, significa abordar el problema del encuentro cultural y del
reconocimiento del mundo cultural rural en la extensión agropecuaria.
El reconocimiento de la cultura en la extensión
La
cultura no sólo es un conjunto de estrategias para vivir, como decía el antropólogo
argentino Rodolfo Kusch; también es el campo de lucha por el significado de la
experiencia, de la vida y del mundo. Por más que creamos que la cultura es una
posesión de ciertas elites, o un conjunto de productos y obras de arte, o el
buen gusto y las buenas costumbres, indudablemente la cultura es el mar donde
se mueve la vida de los hombres y las mujeres. Es la condición natural de los
seres humanos, y no una propiedad de algunos mientras que los otros son
in-cultos o poseedores de una cultura baja. Pero tampoco la cultura es algo
puro, ubicado en el pasado, que debemos conservar y recuperar. Pese a los
esfuerzos en este último sentido, las culturas se configuran de manera
multitemporal y según contextos geopolíticos diferenciados. Las culturas
cambian en largos procesos que frecuentemente son conflictivos.
La
extensión, en primer lugar, plantea un desafío enorme: un encuentro de
culturas. Y ese encuentro nunca es tan armonioso y feliz como quisiéramos, sino
que tiende a ser conflictivo, confuso y complejo. No es posible plantear la
extensión sin trabajar a fondo este encuentro. Pero, ante todo, frente a
situaciones complejas no nos sirven las respuestas simples, como si fueran
recetas universales. Cada encuentro posee sus características particulares y
concretas. Sin embargo, asumir la extensión como un proceso inherente al encuentro cultural producido en la intervención, nos reta a plantear
algunos criterios comunes.
El criterio central, a nuestro juicio, es el reconocimiento del mundo cultural rural.
No se trata sólo del conocimiento del mismo: obtener informaciones acerca de
los modos de vida, de las formas de trabajar la tierra, de la vida cotidiana,
de los saberes rurales. Se trata de algo más complejo: de reconocer que el
otro, desde su cultura, puede jugar el mismo juego que yo, por así decirlo, sin
necesidad de adoptar mi cultura para jugarlo. Se trata de reconocerle su
dignidad en este proceso de extensión. Pero, ¿por qué? Primeramente, porque
–desde el punto de vista comunicacional- necesito saber y reconocer, como
extensionista rural, quién es el otro con el que voy a comunicarme, cuáles son
sus sueños y expectativas, cuáles sus labores cotidianas, sus lenguajes, sus
dudas, sus limitaciones, sus creencias, etc. Difícilmente pueda comunicarme,
por ejemplo, con los mapuches, desconociendo el valor que para ellos tiene la
naturaleza y la tierra. Salvo que me propusiera trabajar “para” los mapuches y
no “con” ellos.
Algunos aspectos metodológicos para
trabajar el reconocimiento cultural
Ese reconocimiento
no se produce en el vacío, como algo abstracto o como actitud filantrópica.
Necesitamos acompañarlo con un proceso de trabajo metodológicamente construido,
que se concreta en diversos caminos de reconocimiento de prácticas socioculturales.

Hacer
referencia al “reconocimiento del mundo cultural rural” significa considerar
que las prácticas socioculturales son desarrolladas por sujetos. En ellas, los
sujetos sociales se encuentran inmersos en una cultura, pero además invierten
permanentemente esfuerzo, creatividad, trabajo, en su producción. Dicho de otro
modo, partimos de considerar a los sujetos como condicionados culturalmente,
pero con una relativa autonomía para actuar en el terreno de esos condicionamientos.
En síntesis: no hay sujetos pasivos; por eso confiamos en que son esos sujetos
los artífices de la transformación del mundo, entendido también como un contexto, caracterizado por su complejidad y por una prolongada
situación de crisis orgánica.
Nuestras
acciones estratégicas (programas,
proyectos, experiencias de extensión agropecuaria) poseen un horizonte político: tienen como
propósito contribuir a la transformación de prácticas, saberes, relaciones,
modos de producción, etc. Pero, como hemos dicho, para que adquieran sentido
para nuestros interlocutores (campesinos, productores, etc.) tienen que partir
del reconocimiento del mundo cultural rural, no como algo cristalizado, sino
como algo en movimiento, como un escenario cultural dinámico.
Entonces, ¿qué dimensiones o aspectos de las prácticas
socioculturales de nuestros interlocutores necesitamos reconocer? Sin
establecer un orden de prioridad, tenemos que saber y reconocer:
§ Las prácticas cotidianas que, como hemos dicho, no se
desenvuelven de manera tradicional y de modo localista, sino que tenemos que
leerlas en clave global/local y tradicional/moderna, en proceso, en
hibridación, en situaciones de apropiación.
§ Los saberes y los sujetos que se comunican y que
responden a diversas “acumulaciones narrativas”, es decir, que se han ido
sedimentando a lo largo del tiempo y frente a diversos desafíos.
§ Los sentidos que se otorgan a la naturaleza, la
tierra, las tecnologías y la producción rural. También, los principales
escenarios y quehaceres relacionados con esas cuestiones.
§ Las identidades que se ponen en juego en las culturas,
considerando la pertenencia a un “nosotros”, la distinguibilidad (o la
distinción con otras identidades), los atributos y las historias comunes. Pero
teniendo en cuenta que las identidades no son fijas ni absolutas; las
identidades sociales son múltiples y varían a través del tiempo.
§ Las relaciones de poder existentes en la comunidad o
la cultura de los interlocutores, los sectores o los actores que detentan ese
poder, las relaciones y el ejercicio del poder.
§ Los significados que se otorgan a las prácticas
cotidianas, además de las creencias, los modos de comprender su mundo y el
mundo, las ideologías que circulan y están en pugna en esa cultura.
§ Los espacios, organizaciones e instituciones de
formación; no sólo las escuelas, sino otros espacios más o menos
institucionalizados. Y no sólo los referentes reconocidos (como los docentes o
un capacitador), sino también los espacios referenciales que resultan
formadores de los sujetos socioculturales.
Las
acciones estratégicas, a partir de estos reconocimientos, tienen que abordarse
de manera autorreflexiva. Ese proceso de autorreflexión puede ser guiado por
algunas de estas preguntas, que se refieren a lo cultural: ¿qué prácticas y acciones
de intervención desarrollamos?; ¿qué saberes se ponen en diálogo y qué tipo de
sujetos se pretende formar?; ¿qué sentidos se negocian sobre la naturaleza y la
tierra, la producción, las tecnologías?; ¿qué relaciones de poder se plantean (en especial
entre lo tradicional y lo modernizado, entre el campesino y el técnico)?; ¿qué
hacemos con las identidades y qué tipo de identificaciones promovemos?; ¿ qué
significados se proponen para las prácticas cotidianas de los destinatarios?
Indudablemente,
la reflexión en la práctica del extensionista se enriquece en la medida en que
se abre a la reflexión colectiva sobre sus prácticas “con” los interlocutores.
De todos modos, es posible percibir algunas tensiones de la intervención en
términos de ese encuentro cultural entre acciones estratégicas y prácticas socioculturales.
Tensiones entre: las prácticas, las instituciones (o los programas) y las
subjetividades; la cultura rural y la intervención estratégica; la lógica de
desarrollo rural sustentable y la lógica asistencialista de las políticas
sociales; las prácticas cotidianas y las acciones propuestas por la
intervención; la tensión en los enfoques de intervención (conceptuales,
metodológicos, ideológicos). Finalmente, la tensión entre las estrategias y las
tácticas de los interlocutores, es decir: ¿qué sentidos le otorgan los otros a
mi propuesta de intervención? Lo que implica una reflexión sobre las
identificaciones frente a la interpelación o la propuesta (de la intervención y
lo que promueve) y sobre el reconocimiento del referente o el extensionista.
Nuestras acciones estratégicas adquieren sentido en la
medida en que los sujetos se sienten identificados con ellas o con algún
aspecto de ellas. Existe ese encuentro en la extensión en
la medida en que se produce un proceso de identificación.
Y, lejos de lo que pretendieron ciertos discursos totalitarios, sabemos
(gracias al psicoanálisis) que las identificaciones operan sequndum quid; es decir, no son totales, sino que se producen
identificaciones con algunos aspectos de los referentes y de las referencias
interpeladoras o las propuestas (proyectos, programas, etc.). Y esto hace más
complejo el proceso, lo hace menos lineal. No se produce un proceso
transparente en el encuentro entre las acciones estratégicas y las prácticas
culturales, sino que se produce un proceso confuso, opaco, complejo.
Cierre
Si nuestro propósito es interpelar a los otros con
nuestras propuestas, proyectos o experiencias de extensión agropecuaria,
necesitamos de ese reconocimiento del mundo cultural de los otros. De allí que
las propuestas o acciones estratégicas de extensión cerradas, producidas en la
alta lucidez de nuestros trabajos de gabinete, en nuestros escritorios, es
posible que encuentren mayores grados de resistencias y de conflictos si no
están partiendo del reconocimiento cultural de nuestros interlocutores. Y ese
reconocimiento no es sólo una etapa previa: es algo que se fragua en la
comunicación cotidiana, en un serio trabajo de investigación, en un contacto
perseverante y tenaz con los otros y sus formas de vivir la cultura, en una fe
en que los otros son capaces de transformar su realidad, incluso a su manera.
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Mattelart, Armand, La
comunicación-mundo. Historia de las ideas y de las estrategias, Madrid,
Fundesco, 1993.
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HOLA. QUERIA SABER QUE TEXTO HAY QUE LEER PARA EL SEMINARIO DEL VIERNES A LAS 16HS. GRACIAS
DEJO MI EMAIL
CAMILA_PICCININI@HOTMAIL.COM
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